viernes, 7 de setiembre de 2007

SI YO SOY CIUDADANO ESPAÑOL…

Nada más angustiante que ser detenido en un aeropuerto por los encargados de migraciones sin más explicación que un “sírvase acompañar al guardia”. Uno le pregunta al uniformado qué sucede y éste responde con esas espeluznantes evasivas que van desde el “ya se le va a informar” hasta el “es un asunto que yo no puedo tratar con usted” y así caminamos hasta una puerta que lleva a otra puerta que se encuentra custodiada por otros guardias armados con caras impostadas que tratan de parecer respetables o temibles debajo (en realidad “encima”) de esos uniformes que me recuerdan a los chocolateros de mi infancia que paseaban por el barrio con sus carretillas y el inconfundible sonido de la corneta que anunciaba helados, en verano, y galletas y chocolates y caramelos, en invierno. Aunque las chapitas y los botines no los ayudan demasiado, tantas armas alrededor de uno empiezan a generar cierta urticaria pero, ni modo, no hay mucho que hacer al respecto. “Espere un momento” y, de repente, te encuentras frente a una veintena de sujetos tan confundidos como tú a los que, según deduzco, les han dicho el mismo “espere” que no de “un momento” no tiene nada porque, según entiendo de la conversación que tiene la colombiana escotada con el australiano que está viendo cómo le hace para obtener el teléfono de la vendedora de productos farmacéuticos, ambos llevan allí como dos horas (¿y aún no consigue su número?, de ser al revés, el colombiano no sólo tendría el número de la australiana sino que, además, estaría dándole ya masajitos “para la tensión”).

El lugar al que nos confinaron tan amablemente (secos serían los guardias en sus maneras, pero educados también) era un cuarto rectangular con tres paredes de ladrillo y una formada por un gran ventanal con un vidrio grueso, muy grueso, casi se diría blindado. Dos de los muros, los dos largos, tenían sendas puertas; en una, por la que ingresé, los varios guardias custodiándola, en la otra, por la que entraban los agentes de migraciones, una serie de chapas y cerraduras que sólo podían activarse desde el otro lado. A través del vidrio, que formaba una de las paredes pequeñas, veíamos como “los otros”, lo demás, los afortunados, pasaban el control migratorio y se dirigían al mismo lugar donde nuestras maletas yacerían abandonadas y listas para ser reenviadas, junto con nosotros, al lugar de procedencia si es que las autoridades decidían que “no, lo lamento, no puede ingresar al país, no cumple con la documentación requerida, acompáñeme, por favor”, según oí decirle a un uniformado que se dirigía a un venezolano que estaba allí con nosotros y que lo siguió reclamándole, exigiendo “ver a su jefe” y mencionado algo de “asilo” antes de que no lo escucháramos más porque desapareció detrás de la puerta misteriosa que conducía, según supe luego, a las oficinas de migración.

A mi alrededor se levantaba las Naciones Unidas; había personas de las más variadas nacionalidades, lo que fui descubriendo al paso de los minutos, ya fuera escuchándolos conversar, cuando lo hacían en mi idioma o en el otro que entiendo a trompicones, o ya fuera husmeando indiscretamente entre los papeles que todos llevaban sostenidos entre los dedos como si fueran el salvoconducto que los librará de la guerra o en las etiquetas que las compañías de aviación colocan en los equipajes de mano.

Dos senegaleses, a los que les entendí un par de “güi, güi” y alguno otro “mercí” que se dijeron, estaban muy bien trajeados, con ropa muy moderna, elegante y de marca (al menos uno llevaba un lagartito verde estampado en la camiseta negra que lucía debajo del saco blanco como sotana de sacerdote recién consagrado), y conversaban animadamente, sin fijarse en el alrededor, como quien está tomando un café en “El Péndulo” de Polanco (magnífica librería) sin mayor apuro, sin preocupaciones, y con ganas de prolongar la tarde hasta que pase la lluvia. Hablaban y hablaban sin parar, pero no eran los únicos.

A tres o cuatro metros había una pareja de peruanos, el dejo inconfundible de mi tierra me hizo saber que eran compatriotas. Los saludé con un gesto, desde la distancia, pero no me respondieron, me miraban con desconfianza, miraban a todos con desconfianza, hablaban una mezcla de castellano y quechua y a duras penas lograba entender alguna palabra, “contacto”, “amigo”, “arreglo”, “norte”, suficiente como para inferir que mis conciudadano no tenían la menor intención de quedarse en tierras de Pancho Villa sino que, como alguna vez lo hiciera el caudillo revolucionario, pretendían atravesar la frontera e “invadir” el país del norte. Al parecer algo había fallado en la cadena de visas tramposas y documentos fraguados porque llevaban allí buenas horas y tenían la preocupación impresa en el rostro.

Al poco rato llegó un grupo de chinos (eso lo supe por la tapa de un libro que llevaba uno de ellos, con caracteres indescifrables para los occidentales y con sus respectivas cuatro estrellitas doradas sobre fondo rojo que circundan una estrella más grande), la mayoría tenía cara de asustados, miraban desconcertados y hablaban en voz baja, no miraban a nadie más; no sé quiénes serían, parecían, por la tenida y por la edad, jóvenes trabajadores, obreros, técnicos en algún sistema. Lo cierto es que duraron poco en el lugar, unos minutos después llegó un guardia acompañado de otro oriental vestido con un terno muy fino, ¿sería el cónsul, el embajador, el empresario que los traía a trabajar?, y les pidieron a todos ellos unos papeles que uno, el más nervioso, se demoró en hallar en medio del caos de su maletín repleto de papeles, libros y ropa. El oriental que acompañaba al oficial les dijo algo y se fue, regresó a los cinco minutos y habló de nuevo al grupo que sonrió al unísono. Todos cogieron sus maletas y se marcharon.


Por allí se apareció un tipo de lo más raro, pequeño, chato sin llegar a enano, flaco, con el pelo como recién cortado en peluquería, con ropas que rayaban en lo extravagante y con un rollo en la mano. Es decir, un portarrollos, como esos que usan los estudiantes de arquitectura. Se le veía indignado, feroz, molesto, sin un atisbo de preocupación y con grandes muestras de estar a punto de hacer un escándalo. A su lado había un caribeño, nunca supe si era de Panamá o de Costa Rica pero mencionó ambos países en medio de la cháchara en la que se embarcó con el indignado. Los estados de ánimo contrastaban deliciosamente, el del corte de peluquería ardía de indignación y el otro, sentado sobre su maletín de mano, relajado, se fumaba apaciblemente un cigarrillo, aunque el letrero de “prohibido fumar” relumbraba inútil sobre su cabeza. El caribeño era un turista; “siempre me confunden con cubanos”, dijo por toda explicación y el otro empezó a maldecir porque “no sé por qué diablos le hice caso a Juan y me vine con el pasaporte cubano si yo soy ciudadano español…”; era pintor, residía en La Florida, se le escapaba el aire cuando hablaba y Juan, el de la mala idea, era su pareja. En el portarrollos lleva “importantísimas” pinturas suyas que él iba a exponer “como un favor especial” en no sé qué museo mexicano, “porque yo normalmente expongo en Europa”.

Estaba muy distraído en medio de los reclamos del pintor así que no me di cuenta de las tres horas que ya habían pasado hasta que mis rodillas, compañeras probadas de kilos y andanzas, empezaron a recordarme que, “por razones de peso”, lo más conveniente era renunciar a mi estoicismo espartano y sentarme en la primera silla que algún distraído desocupara o en el congelado suelo de losa donde ya varios se encontraban. Como comprenderán, sentarme sobre mi maletín de mano era una posibilidad descartada de plano, era nuevo y poco dado a soportar sobrecarga. Eso me llevó a meditar sobre mis posibilidades para pararme del suelo de un solo movimiento y sin hacer demasiado escándalo…

“¿La dignidad o las rodillas?” era el dilema en el que me encontraba cuando se abrió la puerta y dijeron mi nombre…

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