martes, 30 de octubre de 2007

PUEBLA NO ES UN PUEBLO

Cuando Álvaro me invitó a un encuentro de poetas en Puebla, ese nombre solo me remitía a la cerámica de Talavera (de origen español pero ya hace mucho tiempo mexicanizada), a la china poblana (representante de la belleza popular del país de Pancho Villa —aunque los más exigentes dirán que solo se trata de las mujeres “del centro”—) y al mole poblano (salsa para paladares sublimes —y estómagos resistentes— que consiste en una mezcla de chocolate, chiles, semillas y especias, en las medidas y proporciones que solo las expertas cocineras conocen bien al haber heredado el secreto familiar por varias generaciones).

Hay que estar allí, pasearse por esta ciudad cálida y amable, recorrer las calles empedradas del centro, visitar la inmensa catedral, caminar por el zócalo impecable o dejarse deslumbrar por la magnífica biblioteca palafoxiana (legada por Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla y décimo octavo virrey de Nueva España) para entender el encanto de esta urbe que alberga a más de un millón y medio de personas sin haber perdido la prestancia y la dignidad que le otorgan la prosapia de los casi cinco siglos de existencia.

Me dijeron que estaba cerca, que los casi ciento treinta kilómetros que separan Puebla del Distrito Federal se hacía en noventa minutos, sin embargo, visitar, unas semanas antes, el pueblo de Chipilo (una deliciosa colonia de italianos de cuyas vicisitudes —y de cuyos helados— hablaré un día), a solo doce kilómetros de tierras poblanas, y tratar de pasar por la avenida Zaragoza a la salida del DF, en cuyos espacios construyen un enorme cruce aéreo de carreteras, me disuadió de emprender tal aventura. Si acompañado, las dos o tres horas que te pueden tomar pasar por allí en momentos de congestión, se hacen débilmente tolerables, hacerlo solo hubiera sido una locura, una insania a la que no estaba dispuesto, abandonado a mi neurosis en medio de la carretera.

“Los mejores buses de México salen del aeropuerto”, me dijo alguien. No es cierto. Al menos no son los mejores en los que he andado (los que van a Guadalajara son superiores, claro, será que el camino es cuatro veces más largo). Sin embargo, no son malos.

Cinco de la mañana, despertarse. Seis, tomar el taxi hasta el aeropuerto. Siete, parte el bus hacia Puebla. Pasadas las nueve llego a “cuatro oriente”, la estación particular que esa línea tiene muy cerca del centro. “No, no camine, son varias cuadras, tome un taxi, sí, de esos, los negros, no pague más de treinta pesos”. Pagué cuarenta. El hotel era uno que fue, es decir, fue de postín, fue cinco estrellas, fue famoso, hoy es un fantasma, un pálido reflejo de sí mismo, un delicioso lugar en decadencia que no tiene suficientes controles remotos para todos los televisores de todas sus habitaciones. Ese fin de semana debieron estar de fiesta, lleno total. Sin embargo, triste y todo, con fallas en el baño, con luces que no encendían, con cuadros viejos, alfombras raídas y sábanas y toallas percudidas, guardaba cierta dignidad que me emocionaba, como ese letrero que anunciaba el “helipuerto” o el de la “alberca techada y temporizada” que jamás hallé.

Si algo tenía de maravilloso era su ubicación, a solo tres cuadras del zócalo de la ciudad y, según me había advertido Álvaro, “muy cerca a la universidad” donde se realizaría el encuentro de poetas que me llevó hasta allá (amén del precio por noche, que era razonable aunque la gentileza y el dispendio de los organizadores hizo que a mí no me costara ni un centavo).

Llegué y me di cuenta de mi inmensa ingenuidad, no tenía el teléfono de Álvaro. “No importa”, pensé, “le mando un correo”. Como el hotel era de cinco estrellas, según se anunciaba en las veinte páginas web que revisé, no me había preocupado por ese tema. “Iré al bisnes center”, me dije y me dirigí al mostrador donde solo hacía unos minutos un distraído encargado me había atendido amablemente y me había indicado mi habitación. “Lo lamento, señor, no tenemos”, me dijo el señor con su uniforme pasado de moda y esbozando una sonrisa cristalizada por el tiempo, pero añadió esperanzador, “en la esquina hay una cibercofi”.

Claro, “la esquina” significaba tres cuadras más allá, un cuarto de tres por cuatro donde habían instalado una cabina de Internet con máquinas viejas, cuya velocidad me recordaba a las Apple IIe de 286k de memoria RAM con las que empecé a escribir en 1986 (creo que darme cuenta de los más de veinte años que se me separaban del salón del cómputo y del gringo ese, medio loco, que no enseñaba, fue lo que más me perturbó de ese lugar). Me tomó como media hora redactar las dos líneas que anunciaban mi presencia en Puebla, y no porque estuviera nervioso por el evento al cual me habían invitado sino porque en el ínterin se congeló la pantalla, se reinició el disco dos veces, se trabó el teclado en una docena de oportunidades y pude ser testigo, junto con otra media docena de estudiantes que habían ingresado al local, de un archivo morboso que abrió un muchacho —y que todos vimos extasiados— en el cual, para advertir contra los peligros del exceso de velocidad, se mostraban escenas realmente repugnantes de cerebros partidos, vísceras expuestas y no sé qué otras lindezas que los chiquillos al lado mío celebraban como si se tratase de una comedia.

Me demoré tonteando frente a la máquina con la esperanza de que Álvaro pudiera leerme. Fue en vano. Aburrido, emprendí el camino de regreso al hotel y, como ya nada me apuraba, pude observar las calles empedradas, las viejas y centenarias casonas, el tráfico que todo lo contaminaba, la gente andando por las calles casi con indiferencia, como si no supieran que en esa ciudad, ese mismo día se inauguraba un encuentro de poetas…

No, no lo sabían. Pregunté por la calle “¿sabe usted en qué local entregan las credenciales?” y el señor que no detuvo su paso me miró como quien ve a un lunático, pensé que había sido muy genérico e insistí con una señora que cargaba una bolsa de mercado, “disculpe, señora, ¿me podría indicar en dónde se realiza la reunión de poetas?”, esta vez la noble poblana se detuvo, me miró con cierta curiosidad y me respondió preguntándome, “no, joven, no tengo la menor idea, ¿dónde se juntarán los poetas?”. No dejé que el desánimo se apoderara de mí y seguí andando las calles hasta el hotel. Ninguno de los dos botones de la puerta tenía la menor idea y me enviaron “al mostrador”, allí, una señora reclamaba porque le habían robado la cartera frente a un impávido conserje que le decía que ya había preguntado “al encargado” y que él le aseguraba “que no se había perdido nada”, al lado, la telefonista hablaba animadamente con alguien que sin lugar a error no era un cliente, y solo unos minutos después se apareció el señor que me había permitido “chekarme” en la mañana, varias horas antes de lo indicado en el reglamento que se hallaba, como siempre, tras de la puerta principal del cuarto. Le expliqué lo que sucedía y me dijo “no se preocupe, el hotel está lleno de poetas”, le pregunté, animado, dónde era la inscripción y me dijo “no tengo idea, no es en el hotel”, lo interrogué acerca de alguna noticia dejada por los organizadores, “no, no tenemos esa información”, finalmente le pedí, al borde de la desesperación, que me aconsejara, “ah, eso es fácil, vaya a la universidad, está a tres cuadras…”.

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