lunes, 5 de noviembre de 2007

DÍA DE MUERTOS

Parece ser que desde hace dos o tres mil años, las antiguas civilizaciones que habitaron la región de Mesoamérica, tuvieron y mantuvieron la costumbre de recordar un día a sus muertos y se dieron las mañas para “traerlos” del otro mundo con ofrendas y comidas que —de alguna manera— les señalaban el camino de regreso a casa. Producto del sincretismo religioso, tras la conquista, la fiesta se confundió con dos celebraciones católicas, el Día de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos, correspondientes al uno y dos de noviembre, y hoy por hoy, (des)gracias a la globalización, las ceremonias empiezan a mezclarse nuevamente con la fiesta del “jaluhüín” gringo.

Nadie mejor que Martín para andar por las calles del D.F., así que lo llamé. Pasó por mí en su automóvil verde con lunas polarizadas (“es que así parece un carro oficial y nadie se mete con nosotros”, me dijo hace ya meses, cuando aterricé en México y quiso el azar que fuera el chofer del taxi que me recogió del aeropuerto por primera vez), llegó, como siempre, sonriente y le encantó la idea de “recorrer la ciudad” en el “Día de los muertos”.

“Vamos a un cementerio, Martín, pero, primero, te invito a comer a donde tú escojas, eso sí, que sea carne”, le dije mientras recordaba eso de “sin cadáver no hay almuerzo”, maravillosa frase que me enseñó alguna vez un amigo y que ahora —culpen al tiempo y al olvido— repito como si fuera una tradición familiar.

Martín no dudó y enrumbó al sur, unos minutos después llegamos a una calle cualquiera, “estamos en Xochimilco” me dijo, estacionó el automóvil y bajamos. A unos diez metros había un gran quiosco con un letrero inmenso que rezaba “carnitas”. “Acá tomamos desayuno con mi esposa”, me comentó confidente mientras nos sentábamos en los banquitos que escaseaban alrededor del puesto. El espectáculo era impresionante, el cerdo —¡pobre de él!— se hallaba dividido, separado y cocinado en partes que los comensales pedían insaciables al cocinero. Éste, agarraba un pedazo de bofe (pulmón) y lo tasajeaba con maestría de carnicero sobre un gran tronco que servía de mesa para realizar los cortes. Colocaba la correspondiente porción en un taco de maíz, lo bañaba de cebolla y perejil, y se lo entregaba al cliente quien, a su vez, lo embadurnaba con salsas picantes, salsa de nopales y chile (“este es el habanero, cuidadito”, me advirtió Martín). Mi compañero devoraba varios tacos surtidos que, según me explicó, contenían, al azar, tripa, maciza, buche, oreja o cualquier otra parte del sacrificado, mientras que yo, algo más tradicional, me despachaba, con las manos, como mis ancestros, un delicioso chamorro (la pata del chancho).

Bien alimentados, enrumbamos al cementerio. El tráfico en los alrededores era insoportable (“y eso no es nada, entre ayer en la noche y hoy en la mañana había mucha más gente”), estacionamos en la calle (“sólo diez pesos”) y caminamos el par de cuadras que nos separaban del camposanto. Cientos de personas deambulaban por allí; en la entrada, decenas de vendedores ofrecían flores, comida, juguetes, licores y unas graciosas y coloridas calaveras (la “calaca” o la “catrina”, cuya imagen se popularizó gracias a las maravillosas litografías de José Guadalupe Posada, el artista que hizo inmortales esos delirantes esqueletos de personajes poderosos o encopetados a los que acompañaba con una “calavera” que no era otra cosa que un verso —copla, cuarteta o décima, siempre anónima— con el que se satirizaba a los poderosos de turno “matándolos”, siquiera metafóricamente).

Lo que sucedía dentro del cementerio era realmente fascinante, cada tumba estaba limpia, vistosa, adornada con flores y con una serie de objetos que fueron, en vida, importantes para el difunto. Por ejemplo, sobre la lápida de quien debió ser un cantante, se hallaba una guitarra, un par de botas, un sombrero de charro y, claro, dos botellas de tequila. Alrededor, cinco mariachis cantaban “Amor eterno” de Juan Gabriel (“y también hay muchas rancheras antiguas que hablan del tema de los muertos”, me comentó Martín) y “compartían” con el occiso el destilado del agave. No era el único caso, varias sepulturas tenían a sus mariachis y el cementerio era una sinfonía de voces armónicas y desentonadas. En otras tumbas se hallaban familias enteras —perro incluido— sentadas alrededor de la losa de mármol, comiendo tacos, bebiendo tequila o sencillamente conversando. Me sorprendió ver que aún alrededor de las lápidas con fechas recientes, los familiares no se lamentaban ni estaban tristes, al contrario, conversaban animadamente, como si se tratara de una reunión familiar en la sala de la casa. En medio de tan tradicionales ceremonias no dejaron de sorprenderme los niños disfrazados de dráculas, frankesteines o brujas, que portando una calabaza de plástico en la mano (“made in china”) pedían unas monedas “para mi calaverita”.

Nuestro recorrido siguió en el magnífico mercado de flores de Xochimilco, pasamos por allí y vimos las cientos de macetas conteniendo la famosa “cempasúchil” o flor de muertos, coloridas, brotadas, hermosas, con tonalidades que iban del amarillo tenue al naranja encendido, olorosas y bellas, flores que en estas fechas adornan no solo las tumbas (junto a las “garras de león” o “terciopelo”) sino también los altares que en casi todas las casas se levantan con la foto del que es recordado, acompañada de ofrendas tan variadas como el pan de muerto, las calaveras de azúcar y chocolate, agua, tequila, alguna prenda del difunto y velas para orientar al ánima en su camino de regreso a casa.

Finalmente —conscientes de lo imposible de la tarea de ir al centro en automóvil— nos lanzamos al Metro —esa fabulosa red vial que en México transporta diariamente casi a cinco millones de personas—; abandonamos el coche en un centro comercial y en la estación “Doctores” nos trepamos rumbo a “Bellas Artes”. Al salir del subterráneo el espectáculo que hallamos era maravilloso. Casi todas las calles del centro se encontraban cerradas al tránsito vehicular y miles, decenas de miles de personas, caminaban por las pistas; familias enteras, grupos de amigos, niños disfrazados “a la americana”, “darks”, pelotones de gente (y hasta un punk medio extraviado con una cresta púrpura impresionante), iban y venían. Medio agotados, llegamos al Zócalo y allí la marea era impresionante, veinte o treinta mil ciudadanos caminaban —calmada y ordenadamente— recorriendo, observando, fotografiando y admirándose de las decenas de altares y ofrendas que las diversas instituciones y delegaciones, en una competencia tradicional, habían levantado alrededor de las más de cuatro hectáreas de una plaza interminable, superada en tamaño solo por la Tiananmen de Pekín y la Roja de Moscú.

La jornada, agotadora pero imprescindible, terminó —ya sin Martín— al día siguiente, en el teatro Hidalgo, viendo, como manda la tradición, la puesta en escena del “Don Juan Tenorio” de José Zorrilla. Mucha agua ha pasado desde que en 1863 se estrenó en México el drama del español, en el Castillo de Chapultepec y con la asistencia del emperador Maximiliano, y muchas versiones —serias y cómicas, de calidad y deplorables, memorables y olvidadas— se han sucedido a través de los años, sin embargo, la gente sigue asistiendo, cada primera semana de noviembre, al escalofriante diálogo con los muertos que entabla don Juan, a su condena y a su redención final —gracias al amor de doña Inés, tan casta, tan pura, tan virgen como siempre—.

El país no deja de sorprenderme, en estas festividades todos los ciudadanos, casi sin excepción —y sin importar en dónde se encuentren en la injusta pirámide social—, hacen un alto, recuerdan a los que se marcharon y comparten con ellos —en los cementerios, en los altares, con las ofrendas, los ritos, las canciones y el teatro— memorias y afectos, nostalgias e ilusiones, noticias viejas y proyectos, en un ritual que —contrariamente a lo que un analista superficial pudiera concluir— no es un culto a la muerte sino a la vida, un canto a la esperanza, una celebración de la existencia humana, un momento —reflexivo e irreverente— para detenerse, recordar de dónde venimos, planear a dónde vamos y decirle a la pelona, a la calaca, a la catrina, “hoy no te celebramos, hoy celebramos lo que fuimos y lo que somos, hoy te advertimos, bajo la luz de nuestro amor y de nuestras tradiciones, que no nos atemorizas, que no vencerás, que eres inútil, que nunca prevalecerá el olvido y jamás tu sombra reinará sobre nosotros”.

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