viernes, 24 de agosto de 2007

LA INAPELABLE DISTANCIA

Por muchos años viví con la curiosidad inmensa que me causaban aquellos que, por cualquier motivo, venían de una tradición de emigrantes. Nacido y crecido en el mismo país donde mis padres, mis abuelos y los abuelos de mis abuelos nacieron, crecieron y murieron, veía con sorpresa a quienes vieron la vida en un lugar donde los padres eran extranjeros y que, por algún rigor que acompaña su sangre, decidieron a su vez, seguir andando por el mundo. Muchos se asentaron, es verdad, y se hicieron parte del país al cual llegaron; pero otros, un puñado de trashumantes, no pudieron escapar al rigor de esas alas invisibles y continuaron viajando dejando su estirpe por los cuatro puntos del globo. No es mi caso; al menos, no lo era.

Yo me crié en una de las viejas casas de las tías viejas, en sus paredes centenarias se respiraba aún el aire de los tiempos idos y mi padre recordaba en cada almuerzo la ocasión tal o el episodio cual cuando en el comedor o en la sala o en la cocina de su niñez, sucedió alguna anécdota memorable. En el jardín generoso, donde crecían las hortalizas que sembré, creció también, cincuenta años antes, la huerta que una de las tías cuidaba infatigable; y allá, en el patio del fondo, junto a ese caucho centenario e inmenso, que levantaba el piso con sus raíces, sobre el cual se explayaba a sus anchas la fabulosa enredadera que daba tanta maracuyá que había que regalarla a los vecinos, allí mismo la otra tía tuvo su corral con conejos, pichones y gallinas. ¡Cuántos higos blancos, sabrosos y acaramelados, comimos de esa vieja higuera maltratada por el tiempo!, esa higuera que recibió mis cuidados de incipiente y precoz jardinero y que fue de nuevo dulce y abundante; pues bien, de esa misma planta, disfrutaron la breva deliciosa, décadas atrás, mi abuelo y su padre. Igualmente, de ese mar, que nos despertaba por las mañanas y nos arrullaba en las tardes, comimos el bonito, sabroso y popular, mis padre y yo, sus padres y ellos. Más de una tarde, ellos y yo, todos juntos, en tiempos distintos pero probablemente en el mismo lugar del malecón, vimos vencerse el sol tras el horizonte y esperamos, con la fe de los inocentes, que la promesa del día siguiente se cumpliera. La misma vieja iglesia, las mismas beatas insobornables y sobornadas por la ilusión del paraíso, el mismo cura, con sus grandezas y sus miserias, humanamente humano. Cierto, cambiarían los nombres y las edades, pero la tradición era la misma, los ritos eran los mismos, las fiestas eran las mismas, como las mismas eran, también, las tragedias, las glorias, los triunfos y las desgracias.

Visitar la ciudad era visitar los lugares de nuestra historia, no de aquella formal y muchas veces infame que se escribe o se miente en los libros, sino de la otra, de nuestra historia, del paso de los que antes en mi familia atravesaron las mismas avenidas y visitaron los mismos parques y se sentaron a ver consumirse el día en las esas bancas y en esas plazas donde yo me senté con mi padre, tantas veces. Cuando paseaba por las calles del centro podía percibir aún, en la memoria del tiempo, la carcajada atronadora y contagiante de mi abuelo o, tal vez, con un poco de suerte, podía escuchar el galopar de los caballos de esa revolución en la que mi tatarabuelo anduvo inmiscuido guardando armas y municiones en la trastienda de la botica donde el vicepresidente —luego derrocado— se tomaba “una copita de pisco” con él y otros contertulios.

Por eso me es tan extraña la lejanía. Los aviones, como antes fueron los barcos para mis abuelos, eran para mí solo una manera de ir de paseo, de vacaciones, visitar algún amigo o compartir con otros poetas o escritores unos días de charla, de intercambio, de experiencias, que permitieran acercarnos más y dejar de ser esos extraños que de tiempo en tiempo se declaran la guerra porque algunos cuantos sujetos creen que ya es momento de gastar el arsenal o consideran conveniente empujar unos cuantos kilómetros la frontera. Ahora, ¡quién lo diría!, los aviones me llevan a casa de vez en cuando y me expulsan de ella a los pocos días.

He descubierto, no obstante, que allende la frontera también es posible construirse una casa, escribir un libro, leer un poema, pensar en el futuro, hacer planes y levantar el edificio de la propia historia con las mismas “banderas de esperanza” (el verso es de Pedro Mardones, uno de mis más entrañables amigos que emigró también, a su manera, a un mundo al que todos llegaremos un día o al que no llegará nadie, que también es lo mismo), con idénticos muros de ilusiones, con similares columnas de sueños (esperanza, ilusiones y sueños, esas tres grandes armas contra el fracaso y la muerte). No obstante, también, he aprendido, a fuerza de enfermedades, desastres y accidentes, que la distancia nos roba el momento, lo inmediato, aquello que es y ocurre en algún lugar del planeta que hasta ayer era mi casa y que ahora es solo un espacio en la tierra, porque mi casa (que no es mía) está en otra parte. Será que ahora comprendo mejor el “porque yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa” de García Lorca.

Así, mi país se convierte, a golpe de kilómetros y geografías, en otra información más del noticiero de las diez y, con suerte (mala suerte), en el titular efímero de los diarios de la mañana siguiente. Cuando ocurre un desastre, cuando un terremoto viene a asolar la costa sur de mi patria y lo remece todo y mata y hiere a cientos y deja a miles sin luz, sin agua, sin alimentos y sin techo, uno se da cuenta de lo lejos que está. Y esa lejanía, la de las tragedias, tiene dos caras, la incomunicación real y la comunicación mediática, y ambas son ingratas, son voraces y egoístas.

Por un lado es imposible saber qué está sucediendo en tu pequeño espacio, ése que alberga a tu familia, a tus amigos, a esos prójimos que son tu país porque son lo que en tu patria dejaste, los que cuentan las novedades o te anuncia difuntos o te mantienen al día de las mínimas y miserables peleas de barrio que mantienen el calor en medio del invierno que este año, como siempre sucede, es más frío que nunca. Las líneas telefónicas cortadas por las feroces tijeras de la tragedia, Internet “caído” como el soldado que muere aún antes de la batalla, toda la maquinaria moderna convertida en nada, en máquinas inútiles y obsoletas que no son capaces de transmitir esa voz que nos devuelva la calma y que nos diga que, sí, que ha sido grave, que hay víctimas, que es triste, pero que, felizmente, gracias a todos los dioses, los tuyos, los nuestros, los prójimos inolvidables, están a salvo. Sí, ya sé que es egoísta, pero es humano.

Por otro lado, los medios te llenan de cadáveres el almuerzo y el noticiero de la tarde se regodea en una solidaridad morbosa y toma tras toma los muertos se van colando por la pantalla y se apoderan del comedor, de la sala, de los dormitorios. Los diarios no hacen menos y amanecen repletos de episodios sangrientos, de recuento de víctimas, de heridos y desaparecidos, de casas caídas, de bienes perdidos, de sumas y restas que son la numerología del terror, la aritmética de la muerte.

Entonces la incertidumbre es mayor porque no es una inundación en una región ignota de Asia, ni un terremoto en algún pueblo impronunciable del Medio Oriente, ni la hambruna feroz en alguna aldea de África donde dos gorilas empaquetados y cargados de medallas se pelean por las últimas minas de diamantes. No, esta geografía es identificable, esas casas son como mi casa, esa gente como mi gente, ese idioma lo entiendo, esa forma de hablar es nuestra, esa manera llorar y lamentarse por los embelecos de la naturaleza —esa diosa monstruosa, impredecible, generosa y destructiva— es la nuestra, la de “nosotros”, esos que soy, esos de los que soy, de los que era parte, pero ya no, porque el exilio, aún el más dorado de los exilios, te roba del lugar y del momento, te secuestra del espacio que era tuyo y te convierte en un turista, en un extranjero en tierras propias (que ya no lo son) y en patrias extrañas (que lo serán siempre).

Sé que debiéramos sentir más la tragedia ajena para entender un poco mejor la nuestra, pero es difícil esa visión, esa generosidad, esa grandeza; los pobres tipos que somos, aún débiles, aún grises, aún egoístas, actuamos al revés, solo entendemos mejor la desgracia humana cuando es nuestro alrededor el que se desboca, cuando son nuestros los muertos, cuando son nuestros los niños que no tienen para llevarse un pan a la boca.

Nada me justifica, simplemente, escribo de la pena que me toca.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

muy buen texto
muy bueno
da que pensar

José Luis Mejía dijo...

Gracias, Julio, por tus comentarios. Sí, la distancia tiene sus exigencias, sus maldades y sus dudas, perot ambién tiene, hay que reconocerlo, la oportunidad de conocer un mundo nuevo donde la gente puede ser tan buena y tan amiga y tan cercana como en casa. Slaudos,
JL

Anónimo dijo...

Jose, Estoy de acuerdo contigo que es horrible estar distante y sentir impotencia de tanta desgracia y tan poquito que podamos hacer para ayudar por encontrarnos lejos... Pero en cuanto a la comunicacion... yo estuve conectada via internet, desde el preciso momento que se inicio el terremoto hasta altas horas de la noche comunicandome con todo el mundo! Que esto nos haga pensar no solo en nuestro pais sino en el mundo entero cuando haya alguna tragedia parecida... debemos tambien ser solidarios! y dejar el egoismo, que tanto dano nos hace a nosotros mismos y al mundo!
Slds,
Vicky

José Luis Mejía dijo...

Absolutamente de acuerdo, mi querida Victoria. Gracias por leerme.
JL