jueves, 4 de octubre de 2007

COSA DE ACÁ Y DE ALLÁ

En México, “tu casa” significa “mi casa”, así que si se mudan por estos rumbos y alguien les dice “el próximo sábado cenamos todos en tu casa”, no se trata de un confianzudo que se anda invitando a los allegados a tu casa y a tu costa, no, quiere decir que hará una comida en su casa, “que es tu casa”, y que estás invitado. A la amiga de una amiga le sucedió aquello, le dijeron “el próximo sábado cenamos en tu casa” y ella disimuló la sorpresa por eso del “a donde fueres haz lo que vieres” y pensó que así se estilaba en estas tierras, que los nuevos en el barrio tenían que poner la casa, la comida, el trago y el baile en nombre de la buena convivencia, así que, convenciendo al marido de no mandar a rodar a todos “por abusivos”, se afanó, arregló la casa, hizo una deliciosa comida, compró varias botellas de un magnífico vino y el mejor tequila, y se preparó con la misma emoción como la de quien va a dar la fiesta de quince a la primogénita. Llegó la noche, el reloj marcó las ocho, las nueve, ¡la diez de la noche!, y no llegaba ninguno de la veintena de personas que iban a concurrir. Molestia, malhumor, decepción, “mira cómo se burlan de nosotros” y demás comentarios del ahora incontrolable esposo, hasta que suena el teléfono, “¿dónde están que no vienen?”, “¿cómo que dónde?, en la casa, esperándolos con la cena servida…”, “¿con la cena?, pero si estamos en tu casa”, “no, no están”, “¿cómo que no estamos, si todos estamos acá, en tu casa, si los estoy viendo”, “¿allá?”, “sí, en tu casa”, “mi casa es ésta”, “sí, claro, pero esta casa, que es mi casa, es también tu casa”, y después del trabalenguas, las disculpas, las risas nerviosas y aclaraciones, se levantó la pareja, metió todo en vasijas y se fueron a pasar una velada extraordinaria en la casa de los vecinos que, evidentemente, no les pertenecía pero que, de alguna manera, era, desde ahora y para siempre “su casa”.

En México, la gente le huye a la polarización, a los extremos, a las posiciones irreconciliables, en México todo es, según me enseñó José Antonio, mi maestro en semiótica lugareña, “sí, pero no”, o sea, una herencia más de nuestros tatarabuelos españoles que hicieron célebre el “en América la ley se acata pero no se cumple”, o sea, sí hay ley y, claro, es la ley, y quién lo niega, y quién la pelea, quién reclama, quién protesta, nadie, o casi nadie, se acepta como que “así debe ser” o porque “está bien” o “así no más” (y esto sí es peruanísimo como el “aquisito-no-más”), pero, eso no significa, no tiene que significar, a quién se le ocurre que signifique, que haya que aplicarla a rajatabla, ni que uno fuera fanático, licenciado. Por ende se vive en una maravillosa nebulosa, más o menos protegida, más o menos real, más o menos tangible, en la cual todos alcanzan una especie de “jaque perpetuo” donde las cosas no retroceden pero, claro, tampoco avanzan, no empeoran, pero, obviamente, no mejoran, no suben ni bajan por completo, no arriban ni parten definitivamente, no son y son ambivalente, consecuente e indefinidamente, si se entiende (o no).

En México, “comen”, no almuerzan, así que si alguien te dice, “te invito a comer” y llegas a las ocho de la noche (tú, recién arribado de tierras donde, como en las nuestras, se “come” de noche y se “almuerza” al mediodía), no te extrañe que el anfitrión te mire con mala cara y se lleve una pésima impresión tuya “porque somos impuntuales, pero no tanto”. Además, se almuerza (¡está bien!), se come tardísimo, razón por la cual en la zona turística de la ciudad los dueños de restaurantes viven de pláceme. Abren muy temprano para darle desayuno a los turistas madrugadores, entre seis y diez, a esa hora, cuando ya los extranjeros colmaron el vientre, llegan los locales, los mexicanos, que “desayunan” entre las diez de la mañana y la una de la tarde. Cuando éstos se retiran los afuerinos, especialmente los gringos, ya están llegando del paseo o de la reunión matutina y sienten que están “tardísimos” para almorzar (sí, sí, “comer”), porque ellos suelen hacerlo “en América” (como si al sur de Río Grande empezara Marte) al mediodía. En el momento en que los extranjeros más tardones abandonan el comedor, ¡feliz coincidencia!, ya son las dos o tres de la tarde y empiezan a llegar los primeros descendientes de Cuauhtémoc, los más hambrientos, porque en México se “come” a esa hora y no es raro pasar por un restaurante a las cuatro de la tarde y ver cómo a esa hora recién llegan a almorzar y, otra vez, se repite la historia, los locales dejan satisfechos sus mesas a las cinco o seis que es la hora en la que los gringos cenan; luego, a las nueve de la noche volverán los mexicanos y se quedarán hasta que cierre la cocina o los echen amablemente porque “ya vamos a cerrar”.

En México, nunca lo había visto antes, puedes comprarle rosas a cualquier hora a la que ha estado esperando inútilmente que termines con esa reunión en la oficina, ¿por qué?, porque en el sur de la ciudad hay unos puestos de flores, atendidos por amables personas, que jamás cierran; he pasado por allí a las tres de la mañana y sus luces siguen encendidas, como diciéndole a los clientes “no se preocupe, señor, si se olvidó del regalo y se le hizo tarde, acá estamos nosotros, si llegó al alba de viaje y quiere sorprenderla, acá nos encuentra”. Mi “caserita” (este término no se entiende acá) se llama Noemí, y su puesto es el 19, sus precios son razonables (¿existen precios razonables en México?) y sus flores “duran ocho días” (bueno, casi siempre, aunque las rosas del fin de semana me hayan sembrado una duda tan humana y tan razonable como la del pobre Tomás que hizo célebre eso de “ojos videtus, manus palpatus” —o al menos, eso fue lo me dijo mi papá que le advirtió el incrédulo santo al de Nazareth aunque, debo confesarlo, mi progenitor, cuyo humor y cuya gracia hoy me parecen irrepetibles, pronunciaba la frase de marras en situaciones, digamos, más pedestres—).

En México, la palta no existe, pero existen unos aguacates buenísimos (que en buena cuenta, es lo mismo), casi tan buenos como la “palta punta” que vendía la morena aquella en la avenida Ricardo Palma, en Miraflores, allí, junto al chifa que está al lado de ese local de no sé qué banco. Alguna vez supe su nombre (el de la señora, no el del banco que sí me acuerdo pero no quiero escribirlo para que no me acusen de hacer propaganda subliminal), era la misma que iba los fines de semana al mercadito que se armaba allá, en esa transversal de La Mar, donde ahora está la cevichería de moda y frente a “Las Delicias”, el mejor lugar del Perú para tomarse un delicioso jugo de granadilla con mandarina o uno de chirimoya con lúcuma, delicias, como el nombre del lugar, dignas de los más refinados paladares. En ese mercadillo, que luego fue desalojado, porque la costumbre del mercado de fin de semana (el tianguis o mercado sobre ruedas mexicano que inunda todas las delegaciones del la capital, desde los barrios más modestos hasta los más encopetados) es ya, como casi todas la viejas costumbres limeñas, actividades en peligro de extinción (modernidad, supermercados y competencia desleal, que le dicen).

En México, en fin, todos te responderán con un “mande”, tan diferente al “qué” o al “qué quieres” que mi padre detestaba tanto. Un “mande” que es, sin duda, un rezago de los tiempos del colonialismo, pero que, ahora, despojado de todo contenido que implique sumisión o subordinación, solo quiere decir “disculpe” o “repita” o, más exactamente, “¿sabe?, no le entendí, hable más claro”. Así como “¡aguas!”, expresión probablemente heredada de la no menos famosa “agua va” de la Edad Media española, cuando las amas de casa advertían a los transeúntes que estaban lanzando por la ventana el contenido acuoso y colorido de la batea, sirve ahora para decir “¡cuidado!” o “ve con precaución” o más exactamente “si no te fijas, te vas a dar un madrazo” (y eso de la mención a la santa madre y sus mil significados y derivaciones, es un tema de estudio tan largo y espinudo, tan consustancial al alma mexicana, que aún no me atrevo a adentrarme por esos valles).

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