viernes, 16 de noviembre de 2007

SIN CITY

Si alguna vez deciden ir a Las Vegas, asegúrense de llegar de noche, así la magia del primer encuentro durará más y las luces de neón y los grandes letreros luminosos permitirán tragarse, casi con agradecimiento, el mundo de cartón y plástico que, bajo la protección de las sombras, el ruido de las máquinas tragamonedas y las curvas de las mujeres generosamente exhibidas que sonríen desde los grandes carteles que abundan por todas partes, esconde una maquinaria impresionante creada –bajo el amparo de la mafia, la bendición de los dólares y arrullada por la música de Sinatra– para que las decenas de miles que la visitan cada día derrochen lo que tienen (y lo que no tienen) en esta “Disneylandia para adultos”, como alguien me explicó.

Llegamos al medio día, craso error (yo fui arrastrado por la buena voluntad de mis vecinos –encantadores y hospitalarios hijos de México con quienes pasamos la prueba, siempre difícil, siempre fascinante, del viaje en conjunto y de la convivencia–). La luz del día, que hace que el desierto de Nevada se vea espectacular con sus manchas de color rojo, es, sin embargo, muy mala combinación para los palacios de plástico, las pirámides de latón, las esculturas de porcelanato y toda la parafernalia hecha para lucir impresionante amparada por las luces artificiales, pero incapaz de resistir el beso de la realidad.

Desfallecíamos de hambre (las casi cuatro horas de atraso que tuvo el vuelo y el sueño de la amanecida contribuían poco a mi buen humor y a ese “es cuestión de ilusión” con el que fui advertido cuando comencé con mis críticas corrosivas), así que, tras cumplir con los trámites burocráticos y dejar cada cual sus maletas en sus habitaciones, bajamos y empezamos a caminar a un hotel que “está acá no más” y al que llegamos veinte minutos después de atravesar avenidas y puentes, subir escaleras eléctricas y mecánicas, cruzarnos con mendigos con mejores zapatillas que las mías y evitar tropezarnos con las cien mil otras personas que andaban por allí yendo quién sabe a dónde, muchos con una cerveza en la mano.

El hotel, como todos los hoteles alrededor, era impresionante, gigantesco, aparatoso, pero no elegante (eso me pareció, después, una constante en esta ciudad donde todo “parece”, pero nada “es”, donde el culto por las formas ha desplazado por completo a la esencia y sus significados). Habíamos llegado a almorzar “al hotel más caro de Las Vegas”, según me informaron; todo era luces, máquinas tragamonedas, largos pasillos, guardias discretamente disfrazados de guardias disfrazados de civiles, y mucha gente avanzando, jugando y apostando. “Tiene el mejor buffet”, y no se equivocaron. Llegamos a un ambiente donde sin glamour alguno te cobraban los correspondientes dólares antes de pasar a una de las muchas inmensas salas que conformaban el lugar, nos asignaron los asientos y “pasen a servirse”. Lo que vi fue casi una Epifanía, me encontré con lo que para un gordo es lo mismo que para un niño una tienda de juguetes a su disposición. Había todo y de todo, en cantidades desproporcionadas, inmensas, exageradas (como todo en ese país donde las carencias del alma se colman con los excesos del cuerpo). Comí infame y obscenamente. Mea culpa.

Al pasar las horas, y al ceder el sol a las sombras de la noche, las luces que todo lo iluminan con sus mil colores, fueron dibujando el rostro que yo conocía de esta ciudad, el rostro maquillado como el de sus bailarinas y camareras, el rostro acomodado para las fotografías, las poses y los flashes. Esa ciudad que sorprende al mundo desde las pantallas del cine o de la televisión y que nos tienta a todos con su magnificencia y la posibilidad de hacernos millonarios en un golpe de suerte que nos permita engrosar la lista de los que viajan en jet privado y se alojan en la suite presidencial hasta que otro golpe de (mala) suerte se encargue de devolvernos a la realidad clasemediera con cuentas por pagar, créditos hipotecarios y tarjetas que siguen inflándose en nombre de un nuevo financiamiento (la suerte es una moneda y, como tal, tiene dos caras, pero lo olvidamos).

De noche los hoteles brillan y en ellos —razón de ser y única personalidad verdadera de esta ciudad— los casinos se convierten en espacios atestados de gente que mira, cada cual de manera más desorbitada y estúpida, la pantalla de la máquina que promete hacerle rico mientras le va chupando, como un vampiro cibernético y post-modernista, los dólares virtuales de la tarjeta de crédito.

Algo me llamó poderosamente la atención —ya no sé si me decepcionó o me entusiasmó—; los dealers, contrariamente a lo que uno se imagina, son gente mayor. Cuando uno piensa en Las Vegas, a la luz de los fotos, no es difícil suponer que quienes atienden son jóvenes, tipos con esmoquin a lo yeimsbon y rubias despampanantes que esconden un cuchillo en las ligas que cubre mal la minifalda. Nada de eso, abundan, al contrario, señoras y señores con cara de haber estado repartiendo cartas aburridamente hace dos o tres décadas y que piensan más en su jubilación que en irse “a seguirla” cuando su turno termine a las cinco de la mañana.

La prostitución es un delito, claro, pero no lo es hacerle propaganda; para eso están los “solicitadores”, que le ganaron una batalla legal al gobierno de la ciudad y pueden trabajar libremente. Son todos de aspecto latino (no recuerdo haber visto africanos, asiáticos ni gringos) que se colocan al final de avenidas, puentes, calles, donde un espacio lo permita, y allí reparten una tarjetas con fotos de mujeres espectaculares (de raza, edad y formas diversas) que ofrecen sus servicios por unos cuantos billetes. No solo eso, en los dispensadores gratuitos de diarios (que en otras ciudades se usan para poner los encartes de los supermercados o la revista que regala el municipio) solo habían publicaciones, a todo color, con un número inimaginable de mujeres que por tal o cual tarifa van “discretamente” a tu hotel. Dicen que ésta es la ciudad del pecado, pero no creo que sea diferente a ninguna otra urbe, a lo mejor es más evidente y menos cínica, pero no más pecaminosa.

Sin embargo, no fueron ni los grandes edificios, ni los luminosos casinos, ni los espectáculos millonarios, ni las promocionadas prostitutas, ni el ajetreo nocturno que —según me dicen— es inacabable, lo que me dejó la más clara impresión de la ciudad. Como siempre lo he dicho, “los lugares son la gente” y para mí Las Vegas es María, la peluquera de padres mexicanos, nacida en San Francisco, con la que conversé largamente sobre el ser inmigrante en todas partes y sobre su terca soltería que le permite viajar “cuando quiera y a donde quiera”; Yessuf, el taxista, un etíope simpatiquísmo que llegó hace veinte años como jugador de fútbol, se casó con una mujer blanca (white woman only whant my money) que en el divorcio se quedó con la casa, los hijos y la pensión, un hombre alegre y optimista; John, otro taxista, un señor mayor, gringo él, de Nueva York “donde los alquileres son muy altos”, que se mudó con su mujer a la ciudad en el desierto “para ahorrar un poco, porque la pensión es baja” pero que en fiestas viaja a ver la familia; o Hassan, el marroquí que vendía corbatas en una tienda quebrada que estaba rematándolo todo “porque ya no es negocio para los dueños, cuando cierren ésta abrirán otra, con otro nombre, porque ellos son los que nunca pierden”, pero que estaba seguro de conseguir trabajo después de veintidós años de experiencia “siempre en Las Vegas”.

Ellos son los seres comunes y corrientes, aquellos que trabajan todos los días porque la fantasía de este inmenso y costoso parque de juegos funcione y nos regale, a todos los que vamos buscando no sé qué —que no es la felicidad—, la ilusión de que es posible divertirse en medio de castillos de utilería, pirámides de cartón y estatuas de plástico, ensordecidas —el alma y las preocupaciones mundanas— por el tintineo (electrónico y artificial) de las muchas monedas que ganamos para perderlas después (junto con la quincena o la jubilación) arrastrados por el vano, efímero y delicioso, espejismo de la fortuna.

lunes, 5 de noviembre de 2007

DÍA DE MUERTOS

Parece ser que desde hace dos o tres mil años, las antiguas civilizaciones que habitaron la región de Mesoamérica, tuvieron y mantuvieron la costumbre de recordar un día a sus muertos y se dieron las mañas para “traerlos” del otro mundo con ofrendas y comidas que —de alguna manera— les señalaban el camino de regreso a casa. Producto del sincretismo religioso, tras la conquista, la fiesta se confundió con dos celebraciones católicas, el Día de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos, correspondientes al uno y dos de noviembre, y hoy por hoy, (des)gracias a la globalización, las ceremonias empiezan a mezclarse nuevamente con la fiesta del “jaluhüín” gringo.

Nadie mejor que Martín para andar por las calles del D.F., así que lo llamé. Pasó por mí en su automóvil verde con lunas polarizadas (“es que así parece un carro oficial y nadie se mete con nosotros”, me dijo hace ya meses, cuando aterricé en México y quiso el azar que fuera el chofer del taxi que me recogió del aeropuerto por primera vez), llegó, como siempre, sonriente y le encantó la idea de “recorrer la ciudad” en el “Día de los muertos”.

“Vamos a un cementerio, Martín, pero, primero, te invito a comer a donde tú escojas, eso sí, que sea carne”, le dije mientras recordaba eso de “sin cadáver no hay almuerzo”, maravillosa frase que me enseñó alguna vez un amigo y que ahora —culpen al tiempo y al olvido— repito como si fuera una tradición familiar.

Martín no dudó y enrumbó al sur, unos minutos después llegamos a una calle cualquiera, “estamos en Xochimilco” me dijo, estacionó el automóvil y bajamos. A unos diez metros había un gran quiosco con un letrero inmenso que rezaba “carnitas”. “Acá tomamos desayuno con mi esposa”, me comentó confidente mientras nos sentábamos en los banquitos que escaseaban alrededor del puesto. El espectáculo era impresionante, el cerdo —¡pobre de él!— se hallaba dividido, separado y cocinado en partes que los comensales pedían insaciables al cocinero. Éste, agarraba un pedazo de bofe (pulmón) y lo tasajeaba con maestría de carnicero sobre un gran tronco que servía de mesa para realizar los cortes. Colocaba la correspondiente porción en un taco de maíz, lo bañaba de cebolla y perejil, y se lo entregaba al cliente quien, a su vez, lo embadurnaba con salsas picantes, salsa de nopales y chile (“este es el habanero, cuidadito”, me advirtió Martín). Mi compañero devoraba varios tacos surtidos que, según me explicó, contenían, al azar, tripa, maciza, buche, oreja o cualquier otra parte del sacrificado, mientras que yo, algo más tradicional, me despachaba, con las manos, como mis ancestros, un delicioso chamorro (la pata del chancho).

Bien alimentados, enrumbamos al cementerio. El tráfico en los alrededores era insoportable (“y eso no es nada, entre ayer en la noche y hoy en la mañana había mucha más gente”), estacionamos en la calle (“sólo diez pesos”) y caminamos el par de cuadras que nos separaban del camposanto. Cientos de personas deambulaban por allí; en la entrada, decenas de vendedores ofrecían flores, comida, juguetes, licores y unas graciosas y coloridas calaveras (la “calaca” o la “catrina”, cuya imagen se popularizó gracias a las maravillosas litografías de José Guadalupe Posada, el artista que hizo inmortales esos delirantes esqueletos de personajes poderosos o encopetados a los que acompañaba con una “calavera” que no era otra cosa que un verso —copla, cuarteta o décima, siempre anónima— con el que se satirizaba a los poderosos de turno “matándolos”, siquiera metafóricamente).

Lo que sucedía dentro del cementerio era realmente fascinante, cada tumba estaba limpia, vistosa, adornada con flores y con una serie de objetos que fueron, en vida, importantes para el difunto. Por ejemplo, sobre la lápida de quien debió ser un cantante, se hallaba una guitarra, un par de botas, un sombrero de charro y, claro, dos botellas de tequila. Alrededor, cinco mariachis cantaban “Amor eterno” de Juan Gabriel (“y también hay muchas rancheras antiguas que hablan del tema de los muertos”, me comentó Martín) y “compartían” con el occiso el destilado del agave. No era el único caso, varias sepulturas tenían a sus mariachis y el cementerio era una sinfonía de voces armónicas y desentonadas. En otras tumbas se hallaban familias enteras —perro incluido— sentadas alrededor de la losa de mármol, comiendo tacos, bebiendo tequila o sencillamente conversando. Me sorprendió ver que aún alrededor de las lápidas con fechas recientes, los familiares no se lamentaban ni estaban tristes, al contrario, conversaban animadamente, como si se tratara de una reunión familiar en la sala de la casa. En medio de tan tradicionales ceremonias no dejaron de sorprenderme los niños disfrazados de dráculas, frankesteines o brujas, que portando una calabaza de plástico en la mano (“made in china”) pedían unas monedas “para mi calaverita”.

Nuestro recorrido siguió en el magnífico mercado de flores de Xochimilco, pasamos por allí y vimos las cientos de macetas conteniendo la famosa “cempasúchil” o flor de muertos, coloridas, brotadas, hermosas, con tonalidades que iban del amarillo tenue al naranja encendido, olorosas y bellas, flores que en estas fechas adornan no solo las tumbas (junto a las “garras de león” o “terciopelo”) sino también los altares que en casi todas las casas se levantan con la foto del que es recordado, acompañada de ofrendas tan variadas como el pan de muerto, las calaveras de azúcar y chocolate, agua, tequila, alguna prenda del difunto y velas para orientar al ánima en su camino de regreso a casa.

Finalmente —conscientes de lo imposible de la tarea de ir al centro en automóvil— nos lanzamos al Metro —esa fabulosa red vial que en México transporta diariamente casi a cinco millones de personas—; abandonamos el coche en un centro comercial y en la estación “Doctores” nos trepamos rumbo a “Bellas Artes”. Al salir del subterráneo el espectáculo que hallamos era maravilloso. Casi todas las calles del centro se encontraban cerradas al tránsito vehicular y miles, decenas de miles de personas, caminaban por las pistas; familias enteras, grupos de amigos, niños disfrazados “a la americana”, “darks”, pelotones de gente (y hasta un punk medio extraviado con una cresta púrpura impresionante), iban y venían. Medio agotados, llegamos al Zócalo y allí la marea era impresionante, veinte o treinta mil ciudadanos caminaban —calmada y ordenadamente— recorriendo, observando, fotografiando y admirándose de las decenas de altares y ofrendas que las diversas instituciones y delegaciones, en una competencia tradicional, habían levantado alrededor de las más de cuatro hectáreas de una plaza interminable, superada en tamaño solo por la Tiananmen de Pekín y la Roja de Moscú.

La jornada, agotadora pero imprescindible, terminó —ya sin Martín— al día siguiente, en el teatro Hidalgo, viendo, como manda la tradición, la puesta en escena del “Don Juan Tenorio” de José Zorrilla. Mucha agua ha pasado desde que en 1863 se estrenó en México el drama del español, en el Castillo de Chapultepec y con la asistencia del emperador Maximiliano, y muchas versiones —serias y cómicas, de calidad y deplorables, memorables y olvidadas— se han sucedido a través de los años, sin embargo, la gente sigue asistiendo, cada primera semana de noviembre, al escalofriante diálogo con los muertos que entabla don Juan, a su condena y a su redención final —gracias al amor de doña Inés, tan casta, tan pura, tan virgen como siempre—.

El país no deja de sorprenderme, en estas festividades todos los ciudadanos, casi sin excepción —y sin importar en dónde se encuentren en la injusta pirámide social—, hacen un alto, recuerdan a los que se marcharon y comparten con ellos —en los cementerios, en los altares, con las ofrendas, los ritos, las canciones y el teatro— memorias y afectos, nostalgias e ilusiones, noticias viejas y proyectos, en un ritual que —contrariamente a lo que un analista superficial pudiera concluir— no es un culto a la muerte sino a la vida, un canto a la esperanza, una celebración de la existencia humana, un momento —reflexivo e irreverente— para detenerse, recordar de dónde venimos, planear a dónde vamos y decirle a la pelona, a la calaca, a la catrina, “hoy no te celebramos, hoy celebramos lo que fuimos y lo que somos, hoy te advertimos, bajo la luz de nuestro amor y de nuestras tradiciones, que no nos atemorizas, que no vencerás, que eres inútil, que nunca prevalecerá el olvido y jamás tu sombra reinará sobre nosotros”.

martes, 30 de octubre de 2007

PUEBLA NO ES UN PUEBLO

Cuando Álvaro me invitó a un encuentro de poetas en Puebla, ese nombre solo me remitía a la cerámica de Talavera (de origen español pero ya hace mucho tiempo mexicanizada), a la china poblana (representante de la belleza popular del país de Pancho Villa —aunque los más exigentes dirán que solo se trata de las mujeres “del centro”—) y al mole poblano (salsa para paladares sublimes —y estómagos resistentes— que consiste en una mezcla de chocolate, chiles, semillas y especias, en las medidas y proporciones que solo las expertas cocineras conocen bien al haber heredado el secreto familiar por varias generaciones).

Hay que estar allí, pasearse por esta ciudad cálida y amable, recorrer las calles empedradas del centro, visitar la inmensa catedral, caminar por el zócalo impecable o dejarse deslumbrar por la magnífica biblioteca palafoxiana (legada por Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla y décimo octavo virrey de Nueva España) para entender el encanto de esta urbe que alberga a más de un millón y medio de personas sin haber perdido la prestancia y la dignidad que le otorgan la prosapia de los casi cinco siglos de existencia.

Me dijeron que estaba cerca, que los casi ciento treinta kilómetros que separan Puebla del Distrito Federal se hacía en noventa minutos, sin embargo, visitar, unas semanas antes, el pueblo de Chipilo (una deliciosa colonia de italianos de cuyas vicisitudes —y de cuyos helados— hablaré un día), a solo doce kilómetros de tierras poblanas, y tratar de pasar por la avenida Zaragoza a la salida del DF, en cuyos espacios construyen un enorme cruce aéreo de carreteras, me disuadió de emprender tal aventura. Si acompañado, las dos o tres horas que te pueden tomar pasar por allí en momentos de congestión, se hacen débilmente tolerables, hacerlo solo hubiera sido una locura, una insania a la que no estaba dispuesto, abandonado a mi neurosis en medio de la carretera.

“Los mejores buses de México salen del aeropuerto”, me dijo alguien. No es cierto. Al menos no son los mejores en los que he andado (los que van a Guadalajara son superiores, claro, será que el camino es cuatro veces más largo). Sin embargo, no son malos.

Cinco de la mañana, despertarse. Seis, tomar el taxi hasta el aeropuerto. Siete, parte el bus hacia Puebla. Pasadas las nueve llego a “cuatro oriente”, la estación particular que esa línea tiene muy cerca del centro. “No, no camine, son varias cuadras, tome un taxi, sí, de esos, los negros, no pague más de treinta pesos”. Pagué cuarenta. El hotel era uno que fue, es decir, fue de postín, fue cinco estrellas, fue famoso, hoy es un fantasma, un pálido reflejo de sí mismo, un delicioso lugar en decadencia que no tiene suficientes controles remotos para todos los televisores de todas sus habitaciones. Ese fin de semana debieron estar de fiesta, lleno total. Sin embargo, triste y todo, con fallas en el baño, con luces que no encendían, con cuadros viejos, alfombras raídas y sábanas y toallas percudidas, guardaba cierta dignidad que me emocionaba, como ese letrero que anunciaba el “helipuerto” o el de la “alberca techada y temporizada” que jamás hallé.

Si algo tenía de maravilloso era su ubicación, a solo tres cuadras del zócalo de la ciudad y, según me había advertido Álvaro, “muy cerca a la universidad” donde se realizaría el encuentro de poetas que me llevó hasta allá (amén del precio por noche, que era razonable aunque la gentileza y el dispendio de los organizadores hizo que a mí no me costara ni un centavo).

Llegué y me di cuenta de mi inmensa ingenuidad, no tenía el teléfono de Álvaro. “No importa”, pensé, “le mando un correo”. Como el hotel era de cinco estrellas, según se anunciaba en las veinte páginas web que revisé, no me había preocupado por ese tema. “Iré al bisnes center”, me dije y me dirigí al mostrador donde solo hacía unos minutos un distraído encargado me había atendido amablemente y me había indicado mi habitación. “Lo lamento, señor, no tenemos”, me dijo el señor con su uniforme pasado de moda y esbozando una sonrisa cristalizada por el tiempo, pero añadió esperanzador, “en la esquina hay una cibercofi”.

Claro, “la esquina” significaba tres cuadras más allá, un cuarto de tres por cuatro donde habían instalado una cabina de Internet con máquinas viejas, cuya velocidad me recordaba a las Apple IIe de 286k de memoria RAM con las que empecé a escribir en 1986 (creo que darme cuenta de los más de veinte años que se me separaban del salón del cómputo y del gringo ese, medio loco, que no enseñaba, fue lo que más me perturbó de ese lugar). Me tomó como media hora redactar las dos líneas que anunciaban mi presencia en Puebla, y no porque estuviera nervioso por el evento al cual me habían invitado sino porque en el ínterin se congeló la pantalla, se reinició el disco dos veces, se trabó el teclado en una docena de oportunidades y pude ser testigo, junto con otra media docena de estudiantes que habían ingresado al local, de un archivo morboso que abrió un muchacho —y que todos vimos extasiados— en el cual, para advertir contra los peligros del exceso de velocidad, se mostraban escenas realmente repugnantes de cerebros partidos, vísceras expuestas y no sé qué otras lindezas que los chiquillos al lado mío celebraban como si se tratase de una comedia.

Me demoré tonteando frente a la máquina con la esperanza de que Álvaro pudiera leerme. Fue en vano. Aburrido, emprendí el camino de regreso al hotel y, como ya nada me apuraba, pude observar las calles empedradas, las viejas y centenarias casonas, el tráfico que todo lo contaminaba, la gente andando por las calles casi con indiferencia, como si no supieran que en esa ciudad, ese mismo día se inauguraba un encuentro de poetas…

No, no lo sabían. Pregunté por la calle “¿sabe usted en qué local entregan las credenciales?” y el señor que no detuvo su paso me miró como quien ve a un lunático, pensé que había sido muy genérico e insistí con una señora que cargaba una bolsa de mercado, “disculpe, señora, ¿me podría indicar en dónde se realiza la reunión de poetas?”, esta vez la noble poblana se detuvo, me miró con cierta curiosidad y me respondió preguntándome, “no, joven, no tengo la menor idea, ¿dónde se juntarán los poetas?”. No dejé que el desánimo se apoderara de mí y seguí andando las calles hasta el hotel. Ninguno de los dos botones de la puerta tenía la menor idea y me enviaron “al mostrador”, allí, una señora reclamaba porque le habían robado la cartera frente a un impávido conserje que le decía que ya había preguntado “al encargado” y que él le aseguraba “que no se había perdido nada”, al lado, la telefonista hablaba animadamente con alguien que sin lugar a error no era un cliente, y solo unos minutos después se apareció el señor que me había permitido “chekarme” en la mañana, varias horas antes de lo indicado en el reglamento que se hallaba, como siempre, tras de la puerta principal del cuarto. Le expliqué lo que sucedía y me dijo “no se preocupe, el hotel está lleno de poetas”, le pregunté, animado, dónde era la inscripción y me dijo “no tengo idea, no es en el hotel”, lo interrogué acerca de alguna noticia dejada por los organizadores, “no, no tenemos esa información”, finalmente le pedí, al borde de la desesperación, que me aconsejara, “ah, eso es fácil, vaya a la universidad, está a tres cuadras…”.

viernes, 19 de octubre de 2007

¡SANTÍSIMA VIRGEN DE LORETO!

Después de primera y frustrada búsqueda no nos quedaba el menor ánimo de comenzar otra vez con el proceso de pasearse por medio Distrito Federal, pero fui “voluntariado” (como los soldados en las películas, “se necesitan voluntarios para una misión peligrosa… —silencio incómodo—, perfecto, tú, tu y tú, buena suerte, la patria los reconocerá”) y, casi sin darme cuenta, me encontraba en un avión rumbo a México.

La rutina fue la misma aunque ya sabíamos que, por una cuestión estratégica, no viviríamos en el norte. Ella desempeñaría sus funciones —por las que nos estábamos mudando— en las futuras oficinas que se hallarían en no sé qué cerro del sur (y, claro, como la vida se empeña en darnos la contra, se encargó de conseguirme trabajo en no sé qué cerro del norte y, a veces, cuando el tráfico se complica y estoy ya dos horas frente al volante tratando de llegar a la casa, empiezo a cuestionarme por qué no estudié más geografía en el colegio). Las órdenes eran claras “en el sur, al precio conveniente y… la que más te guste”. Sí, mi general.

La cita con la imperturbable Frida empezaría “desde muy temprano”, a las nueve de la mañana. Así que poco disfruté del relajo inconsciente y obsceno del hotel de cinco estrellas que, gracias a la tarifa corporativa, me alojaba.

“Tenemos una agenda apretada”, me dijo, y enrumbó al sur donde nos esperaban varias reuniones. Conocí a varias señoras dedicadas al negocio de alquilar casas, todas muy formales, todas muy amables, todas muy ellas, casi trabajando por aburrimiento, casi desinteresadas, casi señoras que liberan sus días inútiles mostrando casas a los probable inquilinos y que seguramente gastarían la comisión en “Antara”, ese monumento a la irrealidad, con tiendas de lujos cuyos precios, astronómicos, invitan a la mayoría a pasear por sus corredores observando vitrinas mientras, en realidad, se enrumban al cine que allí queda para gozar de la ilusión de las comodidades por solo diez dólares (eso sí, esos cinemas, “platinum” que le llama, son una delicia del la cual hablaré alguna vez).

Lo cierto es que recorrimos toda la mañana muchas casas en el sur, de todo tipo, de toda forma, de todo precio. Una vez más se cumplió la regla y las que más me gustaban estaban fuera de cualquier presupuesto humano. “Estas chicas, que no entienden, les he dicho que el presupuesto es tanto y no más, ¿porque no es más, verdad?” “No, querida Frida, no es más”. Y así seguimos andando.

Cerca del mediodía nos encontramos con Martha, una señora muy simpática, estaría comenzando la cincuentena, era, se notaba, corredora profesional. Sabía bien las casas que íbamos a ver, tenía una lista con detalles, ubicación, precio y demás detalles. Como era más sencillo ir en un solo automóvil, abandonamos el coche de Frida y los tres enrumbamos hacia los destinos que el cronograma establecía. Vimos, no sé, seis o siete casas y entonces Martha dijo “podemos parar a tomarnos un café” y Frida le respondió dirigiéndose a mí, siempre amable, siempre maternal, “no sé si tú quieres parar o prefieres terminar con las casas del día”. Yo, que de café no tomo nada salvo el día que se me antoja ese híbrido que es un capuchino “descafeinado, sin crema y sin azúcar”, edulcorado con esos polvitos maravillosos y cancerígenos con los que los gordos nos hacemos la idea de estar burlando a la balanza mientras vamos cebando la cuenta, feroz e implacable, de nuestro futuro oncólogo; “yo, yo…”, dije, dudante entre mi hartazgo y las ganas de que se acabara el día, “mejor seguimos”. Así que continuamos y vimos no sé cuántas casa más, cuántas salas más, cuántos comedores más, cuántas cocinas más, cuántas dueñas más, cuántos barrios más, ¡cuánto más!

Esa tarde, tarde, llegué al hotel agotado, determinado a no mudarme nunca más, a no moverme nunca más de los seis metros de la habitación donde me encontraba. Me metí a la ducha, dejé que el agua, abundante en esta ciudad, lo mojara todo. Mi cuerpo agotado, mi mal humor, mi aburrimiento supremo, mis ideas homicidas, todo. Me tiré en la cama y me dejé arrullar por el diálogo ininteligible para mí de no sé qué película en no sé qué idioma (eso de ser monolingüe con chapoteos grotescos de otro idioma, tiene, a veces, sus ventajas).

A la mañana siguiente madrugué. Estaba listo a las siete y sólo a las nueve pasaría Frida por mí, así que decidí desquitarme con el buffet que el hotel ofrecía “incluido” en el costo de la habitación. Madrugar valió la pena.

Siempre puntual, llegó Frida. El día entero lo dedicaríamos a ver casas con Martha, “ella es la que más casas ha conseguido, es muy buena en su trabajo”. ¿Cuántas vimos? No lo sé, ¿quince, veinte, más? No tengo ya la menor idea. Solo me recuerdo cansado como el expedicionario que atraviesa el Sahara sin más compañía que una cantimplora deshidratada. Paseamos por todo el sur, ¡ojalá hubiera sido un paseo! Mirando la “guía roji”, buscando calles referenciales, tratando de hacerme una idea de una ciudad interminable que seguía siendo un misterio para mí aunque hubiera agotado todos los recursos de Internet buscando mapas, detalles, explicaciones. Hallamos una casa que cumplía a cabalidad con nuestras expectativas, hummmm, el precio se excedía un poco pero aún “podemos negociar”, ya serían las dos de la tarde y dije “tenemos que parar un instante” y las dos señoras me miraron extrañadas y felices. En la esquina (maravillas de esta Latinoamérica nuestra) había una bodega. Entramos, nos tomamos una bebida (nombre mexicano de la gaseosa) y nos cominos una torta (que no era un pastel de chocolate que me hubiera caído muy bien, sino el mexicanismo para el peruanismo sánguche que alude, todos lo sabemos, al insulso “emparedado” castizo). Esa tarde vimos unas cuantas casas más y el día terminó, igual que el anterior, en la ducha, la cama y el arrullador e incomprensible diálogo foráneo en el cable.

Al día siguiente me vengué nuevamente con el buffet. Empezamos a rodar y Martha nos acompañó hasta la una de la tarde en que, finalmente, y después de tres días, terminamos de ver sus cuchusientasmil casas de la cuales dos o tres se acercaban en forma, tamaño, ubicación y precio, a la que estábamos buscando. A esa hora, cuando la señora, agotada como nosotros, nos dejaba, Frida le preguntó “¿cómo llego a Loreto?”, Martha le dio las indicaciones y le dijo “cuáles casas, ¿las de la plaza?”, “sí”, respondió Frida, “hummm, no creo que valgan la pena”, un cuchillo helado cortó el silencio que se hizo, “bueno, cualquier cosa, te avisamos” y nos fuimos.

Llegar no fue fácil. Atravesamos un centro comercial “porque me han dicho que por acá es más fácil” y nos perdimos en el estacionamiento, gracias a un policía recuperamos la ruta, subimos una rampa y nos dirigimos hacia la puerta, la tarjeta automática no funcionaba, “qué raro, si hay quince minutos de tolerancia”, pero no, no los había. Así que, caballero, bajarse, darse cuenta de que no tenía monedas, cambiar el billete en la farmacia, ir de nuevo a la máquina, pagar y salir, directamente a unos arcos inmensos cuyos portones anunciaban un condominio.

No los aburriré más. Allí nos esperaba un corredor. Solo tenía una casa. Solo en ese barrio. En ese condominio de casas normales, ni muy grandes ni muy pequeñas, ni muy cómodas ni muy incómodas, con vecinos normales, clasemedieros como nosotros, parejas jóvenes, bicicletas en las puertas, un jardín generoso, una pequeña glorieta, carros comunes y corrientes, perros y niños bulliciosos jugando en sus calles empedradas (bueno, nada es perfecto, tío Herodes). Lo vi y me decidí.

Aún faltó que Ella viajara, que visitara igual cinco casas (las mejores del medio centenar que visité) y me llamara y me dijera “viviremos en Loreto”.

sábado, 13 de octubre de 2007

SE ALQUILA

Nada más engorroso, torturador, desmoralizante, pesado, molesto, agobiante, aburrido y deprimente para quien está por mudarse a otro país que buscar casa cuando no se tiene la menor idea de cómo es la ciudad, cómo funcionan los medios de transporte, qué tan complicado es el tráfico, que tan largas son las distancias, cuáles son las vías rápidas, cuáles los atajos, cuáles las rutas, cuál la manera de manejar de los locales, dónde quedan los centros comerciales, los museos, los teatros, las universidades, el simple y sencillo “chino de la esquina” —que en mi país estaban en cada calle hasta que se inauguraron los supermercados y los fueron exterminando, ahogándolos con ofertas con las que ellos, pequeños empresarios de frágiles presupuestos, no pudieron competir —.

Cuando uno va a llegar a un país que desconoce por completo no hay forma de sentirse seguro, no hay forma de saber cuál se aproxima a una buena decisión a la hora de escoger un lugar donde vivir y tiene que someterse al consejo experto de quienes —por obra y gracia de las políticas corporativas— han recibido el encargo de “relocarnos” (anglicismo bastante confuso que evoca más a una loca rematada o reincidente que pretendiera atacarnos antes que a la simple “mudanza” o “reubicación” a la que se refiere). En nuestro caso tuvimos la suerte de contar con Frida, una simpatiquísima dama mexicana que hizo de esas agobiantes búsquedas, jornadas de intensidad adrenalínica al timón de su Audi mientras recorría distraídamente, de sur a norte, las calles —laberínticas, interminables y confusas— del Distrito Federal.

“La casa perfecta siempre es la que se excede del presupuesto”, ley universal que nadie debe olvidar al momento de lanzarse a buscar habitación, ergo, confórmate con la que esté bien o condénate a recorrer la ciudad que vayas a habitar hasta que el síncope termine con tu paciencia, con tu calma y contigo.

Cuando llegamos, Ella y yo, a México, nos alojamos en el piso veinticinco de un hotel capitalino y a mi pregunta de “¿será seguro pasar un terremoto a estas alturas?”, la Madre naturaleza respondió esa noche con un temblorcito de cinco grados que empezó con un “deja de mover los pies”, siguió con un “yo no me estoy moviendo” y terminó con la estoica declaración “ni modo, esperemos que aguante porque si bajo veinticinco pisos corriendo me muero de infarto, si me he de morir, que sea descansando”, por lo que decidimos seguir durmiendo con esa impunidad que te concede el sueño a las tres de la madrugada. El edificio resistió y al día siguiente, cuando conocimos a Frida, que llegó a recogernos para empezar nuestra exploración, fue el tema de la mañana mientras ellas tomaban esos adictivos cafés de la empresa ésa que tiene ahora, por no sé qué magia del marketing, la moda o la idiotez humana, tiendas regadas por los cinco continentes.

“Primero al norte”, dijo Frida y por allá vimos unas cuantas casas. Lindas todas ellas, impagables también. “Ya sabemos dónde buscar casa cuando te nombren vicepresidenta”, dije yo como tratando de explicarle a nuestra amabilísima guía que no todos los “expat” tienen presupuesto ilimitado para la renta (¿por qué a los gringos les encantan los acrónimos y la siglas?, no tengo idea, pero entre pin, vip, asap y fyi tengo una ensalada en la cabeza).

Comprensiva, la amable Frida nos llevó al día siguiente al centro; hermosos departamentos pero inservibles cuando quieres mudarte con tres perros escandalosos y engreídos que, además de amenazar con causarnos interminables quejas de los vecinos corrían el riego de deprimirse hasta el suicido en esos cien y tantos metros cuadrados de modernidad luego de haber paseado impunemente por los jardines de los pacientes padres de Ella que soportaron, estoicos, casi un año de ladridos, aullidos y quejas del trío de cuadrúpedos abandonados que, como recuerdo, le dejaron a mi suegra un jardín ligeramente redecorado por sus correrías. Claro, como esa explicación por sí sola puede ser vergonzosa (entiendo que eso de nuestras preocupaciones perrunas puedan indignar a más de uno, aunque confieso que no me causan el menor remordimiento), siempre quedaba echarle la culpa a la biblioteca familiar y sus más de setenta cajas de libros que andaban por allí apolillándose en un olvidado depósito limeño a la espera de “la dirección”, requisito indispensable para que los de Aduanas permitieran el embarque en el puerto del Callao.

Terminado el recorrido del centro, el tercer y último día de nuestro viaje lo ocupamos visitando una serie de casas en el sur que, o estaban muy expuestas, o eran muy caras, o no tenían jardín, o tenían pocos cuartos, o eran muy viejas, o estaban descuidadas o lo que fuera que solo nos dejó en la lista, después de una jornada agotadora, un par de posibilidades; una linda casa (pequeña pero hermosa y con un jardín aceptable) en el tradicional barrio de San Ángel y otra, combinación de cabaña vacacional con casa postmodernista, minimalista y sumamente práctica que, no obstante, se hallaba por el Desierto de los leones, avenida larga que es alimentada por otras avenidas largas, que no anchas, y por algunas calles empedradas, muy simpáticas para vacacionar pero poco adecuadas para enfrentar el tráfico de esta ciudad que comienza a las seis de la mañana y termina, con suerte, pasadas las diez de la noche.

Ese atardecer, sentados en el restaurante del hotel la discusión fue larga, que esta es linda, pero es cara, que esta no es segura, pero el barrio es bonito, que aquella nos sirve, pero está muy lejos, que sí, que no, que tal vez, que ya veremos, que estoy harto, que estoy cansada, que vivamos en el hotel, que no digas tonterías, que los perros, que los libros, que se queden, que se vengan, que son muchos, que sí, que no, que tal vez de nuevo y así hasta que terminado el postre, indigestada la cena, imposible la digestión a estos más de dos mil metros de altura para mi estómago costeño y mi presión veleidosa, nos dormimos para madrugar al día siguiente para emprender el regreso (esa obsesión de “ahorrar días” que termina condenándolo a uno a dormir mal, andar todo el viaje medio zombi y perder luego un fin de semana entero recuperando el sueño).

Regresamos a Miami, la ciudad sin alma que nos alojaba (vieja historia) y el camino siguieron las negociaciones, otra vez razones a favor, razones en contra, leer las descripciones de las casas, ubicarlas a duras penas manejando mal la “guía roji” (manual de supervivencia indispensable en el DF), considerar, reconsiderar, insistir, desistir, escoger, decidir. Acordamos que la casita ésa, la pequeña, no importa, nos acomodamos, la del jardín para los perros, la que no era muy segura pero el barrio es bueno, ésa, la de San Ángel, sí, esa, bueno, es lo mejor, ya está, es nuestra. Bajamos del avión satisfechos, el aeropuerto es inmenso y carece de calor humano, es desordenado o lo parece, no tiene ni una sola tienda en funcionamiento si llegas muy tarde o muy temprano y te miran, los que solo ayer eran emigrantes y ahora visten uniformes, con ferocidad y desconfianza, no vaya a ser que quieras quedarte. Terminados los odiosos trámites de aduanas y de migraciones, pisando tierra firme de nuevo y mientras íbamos en el “transfer” del aeropuerto a las oficinas donde alquilábamos el auto, llegó, a la odiosa, imprescindible y maravillosa “Blackberry” de Ella, un correo escueto de nuestra amiga Frida: “Lo siento, la casa de San Ángel ya fue alquilada”.

jueves, 4 de octubre de 2007

COSA DE ACÁ Y DE ALLÁ

En México, “tu casa” significa “mi casa”, así que si se mudan por estos rumbos y alguien les dice “el próximo sábado cenamos todos en tu casa”, no se trata de un confianzudo que se anda invitando a los allegados a tu casa y a tu costa, no, quiere decir que hará una comida en su casa, “que es tu casa”, y que estás invitado. A la amiga de una amiga le sucedió aquello, le dijeron “el próximo sábado cenamos en tu casa” y ella disimuló la sorpresa por eso del “a donde fueres haz lo que vieres” y pensó que así se estilaba en estas tierras, que los nuevos en el barrio tenían que poner la casa, la comida, el trago y el baile en nombre de la buena convivencia, así que, convenciendo al marido de no mandar a rodar a todos “por abusivos”, se afanó, arregló la casa, hizo una deliciosa comida, compró varias botellas de un magnífico vino y el mejor tequila, y se preparó con la misma emoción como la de quien va a dar la fiesta de quince a la primogénita. Llegó la noche, el reloj marcó las ocho, las nueve, ¡la diez de la noche!, y no llegaba ninguno de la veintena de personas que iban a concurrir. Molestia, malhumor, decepción, “mira cómo se burlan de nosotros” y demás comentarios del ahora incontrolable esposo, hasta que suena el teléfono, “¿dónde están que no vienen?”, “¿cómo que dónde?, en la casa, esperándolos con la cena servida…”, “¿con la cena?, pero si estamos en tu casa”, “no, no están”, “¿cómo que no estamos, si todos estamos acá, en tu casa, si los estoy viendo”, “¿allá?”, “sí, en tu casa”, “mi casa es ésta”, “sí, claro, pero esta casa, que es mi casa, es también tu casa”, y después del trabalenguas, las disculpas, las risas nerviosas y aclaraciones, se levantó la pareja, metió todo en vasijas y se fueron a pasar una velada extraordinaria en la casa de los vecinos que, evidentemente, no les pertenecía pero que, de alguna manera, era, desde ahora y para siempre “su casa”.

En México, la gente le huye a la polarización, a los extremos, a las posiciones irreconciliables, en México todo es, según me enseñó José Antonio, mi maestro en semiótica lugareña, “sí, pero no”, o sea, una herencia más de nuestros tatarabuelos españoles que hicieron célebre el “en América la ley se acata pero no se cumple”, o sea, sí hay ley y, claro, es la ley, y quién lo niega, y quién la pelea, quién reclama, quién protesta, nadie, o casi nadie, se acepta como que “así debe ser” o porque “está bien” o “así no más” (y esto sí es peruanísimo como el “aquisito-no-más”), pero, eso no significa, no tiene que significar, a quién se le ocurre que signifique, que haya que aplicarla a rajatabla, ni que uno fuera fanático, licenciado. Por ende se vive en una maravillosa nebulosa, más o menos protegida, más o menos real, más o menos tangible, en la cual todos alcanzan una especie de “jaque perpetuo” donde las cosas no retroceden pero, claro, tampoco avanzan, no empeoran, pero, obviamente, no mejoran, no suben ni bajan por completo, no arriban ni parten definitivamente, no son y son ambivalente, consecuente e indefinidamente, si se entiende (o no).

En México, “comen”, no almuerzan, así que si alguien te dice, “te invito a comer” y llegas a las ocho de la noche (tú, recién arribado de tierras donde, como en las nuestras, se “come” de noche y se “almuerza” al mediodía), no te extrañe que el anfitrión te mire con mala cara y se lleve una pésima impresión tuya “porque somos impuntuales, pero no tanto”. Además, se almuerza (¡está bien!), se come tardísimo, razón por la cual en la zona turística de la ciudad los dueños de restaurantes viven de pláceme. Abren muy temprano para darle desayuno a los turistas madrugadores, entre seis y diez, a esa hora, cuando ya los extranjeros colmaron el vientre, llegan los locales, los mexicanos, que “desayunan” entre las diez de la mañana y la una de la tarde. Cuando éstos se retiran los afuerinos, especialmente los gringos, ya están llegando del paseo o de la reunión matutina y sienten que están “tardísimos” para almorzar (sí, sí, “comer”), porque ellos suelen hacerlo “en América” (como si al sur de Río Grande empezara Marte) al mediodía. En el momento en que los extranjeros más tardones abandonan el comedor, ¡feliz coincidencia!, ya son las dos o tres de la tarde y empiezan a llegar los primeros descendientes de Cuauhtémoc, los más hambrientos, porque en México se “come” a esa hora y no es raro pasar por un restaurante a las cuatro de la tarde y ver cómo a esa hora recién llegan a almorzar y, otra vez, se repite la historia, los locales dejan satisfechos sus mesas a las cinco o seis que es la hora en la que los gringos cenan; luego, a las nueve de la noche volverán los mexicanos y se quedarán hasta que cierre la cocina o los echen amablemente porque “ya vamos a cerrar”.

En México, nunca lo había visto antes, puedes comprarle rosas a cualquier hora a la que ha estado esperando inútilmente que termines con esa reunión en la oficina, ¿por qué?, porque en el sur de la ciudad hay unos puestos de flores, atendidos por amables personas, que jamás cierran; he pasado por allí a las tres de la mañana y sus luces siguen encendidas, como diciéndole a los clientes “no se preocupe, señor, si se olvidó del regalo y se le hizo tarde, acá estamos nosotros, si llegó al alba de viaje y quiere sorprenderla, acá nos encuentra”. Mi “caserita” (este término no se entiende acá) se llama Noemí, y su puesto es el 19, sus precios son razonables (¿existen precios razonables en México?) y sus flores “duran ocho días” (bueno, casi siempre, aunque las rosas del fin de semana me hayan sembrado una duda tan humana y tan razonable como la del pobre Tomás que hizo célebre eso de “ojos videtus, manus palpatus” —o al menos, eso fue lo me dijo mi papá que le advirtió el incrédulo santo al de Nazareth aunque, debo confesarlo, mi progenitor, cuyo humor y cuya gracia hoy me parecen irrepetibles, pronunciaba la frase de marras en situaciones, digamos, más pedestres—).

En México, la palta no existe, pero existen unos aguacates buenísimos (que en buena cuenta, es lo mismo), casi tan buenos como la “palta punta” que vendía la morena aquella en la avenida Ricardo Palma, en Miraflores, allí, junto al chifa que está al lado de ese local de no sé qué banco. Alguna vez supe su nombre (el de la señora, no el del banco que sí me acuerdo pero no quiero escribirlo para que no me acusen de hacer propaganda subliminal), era la misma que iba los fines de semana al mercadito que se armaba allá, en esa transversal de La Mar, donde ahora está la cevichería de moda y frente a “Las Delicias”, el mejor lugar del Perú para tomarse un delicioso jugo de granadilla con mandarina o uno de chirimoya con lúcuma, delicias, como el nombre del lugar, dignas de los más refinados paladares. En ese mercadillo, que luego fue desalojado, porque la costumbre del mercado de fin de semana (el tianguis o mercado sobre ruedas mexicano que inunda todas las delegaciones del la capital, desde los barrios más modestos hasta los más encopetados) es ya, como casi todas la viejas costumbres limeñas, actividades en peligro de extinción (modernidad, supermercados y competencia desleal, que le dicen).

En México, en fin, todos te responderán con un “mande”, tan diferente al “qué” o al “qué quieres” que mi padre detestaba tanto. Un “mande” que es, sin duda, un rezago de los tiempos del colonialismo, pero que, ahora, despojado de todo contenido que implique sumisión o subordinación, solo quiere decir “disculpe” o “repita” o, más exactamente, “¿sabe?, no le entendí, hable más claro”. Así como “¡aguas!”, expresión probablemente heredada de la no menos famosa “agua va” de la Edad Media española, cuando las amas de casa advertían a los transeúntes que estaban lanzando por la ventana el contenido acuoso y colorido de la batea, sirve ahora para decir “¡cuidado!” o “ve con precaución” o más exactamente “si no te fijas, te vas a dar un madrazo” (y eso de la mención a la santa madre y sus mil significados y derivaciones, es un tema de estudio tan largo y espinudo, tan consustancial al alma mexicana, que aún no me atrevo a adentrarme por esos valles).

viernes, 28 de setiembre de 2007

TAN SOLO ESCRIBO PARA DAR LAS GRACIAS

Nací en un mediodía de setiembre
cuando en el Sur el tiempo es primavera,
cuando se anima el sol y se levanta
cansado y remolón, de tanta siesta.
Tuve paz, tuve amor, tuve familia,
mi madre fue mujer valiente y buena,
mi padre fue varón bueno y valiente;
ambos me dieron decisión y fuerza.
Tuve la suerte de tener hermanos
y aunque nunca faltaron las peleas
somos aún un cuerpo que defiende,
leal y solidario, sus fronteras.
Tuve una infancia como cualquier otro,
entre la fantasía y la inconsciencia;
recuerdo que jugaba desde niño
con las manos tenaces de mi abuela.
Tuvimos, unas veces, vino y carne,
otras veces besamos la pobreza,
un tiempo anduve en carro y muchos años
tuve que andar a pie o en bicicleta.
Fui como todos, fui como ninguno,
jamás me acompañó la buena letra
y fui, por hablador y distraído,
una queja común de las maestras.
Me salvaban las notas, los guarismos,
los números que honraban mi libreta,
¡aunque yo me aburriera como un hongo
al “ma-me-mi-mo-mu” y su cantaleta!
Crecí bastante más de lo debido
y pronto comenzaron con las dietas,
con los dulces prohibidos, con las pastas
“que no debes comer, porque te aumentan”.
Me dijeron “camina” y caminando
compartí parques, plazas y veredas,
primero con mi padre y de repente
con muchachas que son viejas ausencias.
Con audacia, victorias y fracasos,
llegué sereno hasta la adolescencia
y supe que el amor se viste, a veces,
de esa amiga que tiene lindas piernas.
Anduve con amigos de los cuales
conservo a los mejores, sin urgencias,
pasamos por los mismos desafíos
y compartimos lágrimas y piedras.
Conocimos mujeres para el rato,
unas en alquiler, otras en venta,
y dijimos mentira tras mentira
tan solo por un beso, ¡qué inocencia!
Nos lo jugamos todo en la partida
—que todo es nada cuando se comienza—,
y empezamos a hacernos un camino
a paso lento, sin pensar siquiera.
Cuando se es joven nunca pasa el tiempo,
lo mismo da verano o primavera,
se avanza sin volver atrás la cara,
sin extrañar las cosas que se dejan.
Nunca supe si estuve enamorado,
si fueron ilusiones o luciérnagas,
si alguno de los tantos abandonos
pudo llamarse amor, a ciencia cierta.
Sin embargo las quise como nadie
jamás en su existir podrá quererlas,
los otros se llevaron las caricias,
yo me robé su fe, simple y primera.
Un día le escribí algunas palabras
a la que entonces era la más bella,
alguien lo supo, comenzó a burlarse,
y desde entonces dicen: “es poeta”.
Estudié abogacía por un lustro,
soy bachiller en leyes —sin ofensa—
decidí no ejercer la vez que supe
que la justicia se encontraba en venta.
Me volví profesor porque a los veinte
la mala paga del docente es buena,
y vi la luz de tantos maniatados
tras la ferocidad de una carpeta.
En ellos aprendí ganas, coraje;
valor y voluntad, aprendí en ellas;
mis alumnos le dan vida a mi vida
y una alegría insospechada, inmensa.
También he publicado algunos libros
que unos cuantos leyeron con paciencia,
y he descubierto que la vida tiene
algo de cierto y mucho de novela.
Tengo a mi lado una mujer que existe
sobre las olas de cualquier anécdota,
con un alma sencilla y generosa,
con pasión, voluntad e inteligencia.
Tengo una patria que no se limita
a la vulgaridad de las banderas
y una ciudad sin cielo a la que extraño
porque en ella nací, y ella me espera.
Tengo familia, amigos, libertad,
tengo tres perros y una biblioteca,
un corazón que late todavía,
un sueño, una emoción y algún poema.
Le debo tantas cosas a los tantos
que fueron guías, brazos, centinelas,
y soy mal pagador; pido disculpas,
siempre fui torpe cancelando deudas.
La vida es un hermoso sinsentido
y es dándole sentido que se eleva,
nos consuela, nos da, nos eterniza
y nos redime de nuestras miserias.
Tan solo escribo para dar las gracias
a todos, por su tiempo y su paciencia,
porque son cómplices en el milagro
de querer y querer y que me quieran.

domingo, 23 de setiembre de 2007

¡VIVA MÉXICO!

Más allá de cualquier experiencia desagradable con algunos gendarmes, México es su gente y su gente es cordial, simpática, afectuosa. Si bien es muy pronto para hablar de entrañables amistades, no lo es para decir que, una vez hechas las presentaciones, puedes hallar gente cordial y amable dispuesta a darte una mano, aconsejarte dónde comprar, guiarte por las laberínticas calles del DF o, sencillamente, explicarte la mejor manera de preparar unos chiles rellenos.

Michelle y Luis son nuestros vecinos. Vivimos, “pared por medio”, en el mismo condominio y son personas sumamente cordiales y amigables. Cuando nos invitaron a su casa “a dar el grito” (y no piensen barbaridades), me pareció una ocasión fascinante para ser testigo de cómo celebran los mexicanos sus fiestas patrias.

Lo que se conmemora el 15 de setiembre es el comienzo del proceso revolucionario que empezó con el movimiento anti-bonapartista liderado por el famoso cura Hidalgo en el pueblo de Dolores, cuando éste, alertado por la mujer del Corregidor, la famosa conspiradora Josefa Ortiz de Domínguez, se apresuró a ejecutar los descubiertos planes sediciosos y, en la misa del amanecer del 16 de setiembre 1810, instó al pueblo a alzarse en armas al grito de “¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡abajo el mal gobierno!, ¡viva Fernando VII!” (porque eso del “¡Viva México!, tres veces repetido o el muy famoso “¡Mueran los gachupines!” fueron agregados posteriores, pues “México” solo se llamó así después de la independencia y la proclama del sacerdote no era independentista sino contraria a la invasión napoleónica a España). Todo esto lo averigüé navegando en Internet para no llegar completamente desinformado a la reunión que prometía ser, según nos dijo Michelle, muy emocionante.

No se equivocó. En la casa estarían media docena de familias y una docena de chiquillos entre pocos meses y catorce años, todos vecinos del mismo lugar. Estaban allí los púberes, armando un desbarajuste impresionante, yendo y viniendo, correteando; los chicos jugando fútbol en el patio, las chicas haciendo coreografías con unas canciones que no conocía. Me impresionó ver a todas las niñas vestidas con trajes típicos, unas de “chinas poblanas” otras de “adelitas” (la legendaria heroína de la revolución mexicana).

La reunión estuvo animada, una de esas reuniones de barrios donde cada cual lleva algo, todos llevan de más y hay comida, bebidas y alcohol para los próximos tres fines de semana. Las horas pasaron entre el estruendo de la música adolescente y las conversaciones a todo pulmón que manteníamos entre los adultos y que giraban, dignas de la fecha, entre los temas políticos y los históricos, sazonados, evidentemente, por la chismografía farandulesca y las últimas ocurrencias dentro del condominio. Luego de los “piqueos” de ley (que acá se llaman “botanas”) escuché el melifluo canto de sirena de Michelle que anunciaba “pasen a la mesa, la comida está lista” y empezamos a degustar una serie de platos típicos mexicanos (tópico del que me ocuparé en otra ocasión).

Estábamos en plena faena alimenticia cuando alguien dijo “ya son las once menos cinco” y, como si fuera una orden militar, todos se pusieron de pie y se dirigieron hacia el televisor que había en una salita de estar donde hasta hacía un minuto los chicos menos chicos veían no sé qué canal que transmitía estridentes videos musicales. Cambiaron a otro donde se veía la transmisión en vivo desde “el zócalo”, la plaza de armas del Distrito Federal, atestado de gente, colorido, lleno de luces y banderas mexicanas y donde miles de personas se apretujaban frente al palacio de gobierno.

Todos aguardaban la aparición del presidente. La guardia de honor fue en su búsqueda, el mandatario salió al encuentro de los uniformados y, tras los saludos de rigor, el comandante general del ejército mexicano, tomó en sus manos el estandarte que empuñaba la guardia y se dirigió a paso firme hacia un balcón. En la salita donde estábamos el silencio era respetuoso, alrededor del televisor nos encontrábamos todos los que allí habíamos ido y nadie, ni los más chicos, decían nada, mirando arrobados cómo el presidente salía a encontrarse con la gente que desbordaba la plaza.

Encaró al público y repitió la arenga que —históricamente cierta o no— se ha venido repitiendo por todos los presidentes mexicanos desde hace décadas. La arenga que en cada plaza de la república es lanzada también por los gobernadores y por los alcaldes, la arenga que se pronuncia en las embajadas de cualquier rincón del mundo y en cualquier lugar donde un grupo de mexicanos se reúna en nombre de su patria. Cada uno de los tres “¡Viva México!” que lanzó el presidente retumbó en la sala donde me hallaba, multiplicado por los gritos unísonos de todos, grandes y pequeños. Inmediatamente una banda comenzó a tocar y el “Mexicanos, al grito de guerra” inundó la habitación, no era el sonido que salía de los parlantes de la televisión, no, era el Himno Nacional de México cantado a todo pulmón, orgullosamente, por todos lo que allí me acompañaban y, como “el rugir del cañón” que en la letra se menciona, la canción lo inundó todo y lo fue todo, niños y adultos, invadidos por un fervor que, lamentablemente, jamás vi en mi país, cantaban con el mismo entusiasmo, con las mismas ganas, con el mismo amor por su patria. Cuando el presidente, que solo entonó la primera estrofa, se retiraba, en el cuarto donde yo escuchaba a mis vecinos con emocionada sorpresa, todos continuaron cantando el himno con unción y respeto, con vigor y coraje, sin miedo ni vergüenza. Solo al terminar, cuando ya hacía rato que el presidente había abandonado el estrado, alguien gito “¡Viva México!” nuevamente y todos le respondieron.

Y nada más, la noche continuó como todas pero mi mirada ya no pudo ser la misma. Quedé sorprendido y admirado del fervor que vi, no sólo en todas las plazas de México a través de la televisión sino allí, en vivo, donde me encontraba rodeado de personas comunes y corrientes que, dejando de lado sus discrepancias políticas, se sentían, esa noche y, sobre todas las cosas, mexicanos.

¿Cuál es el límite entre la identidad y el fanatismo?, ¿dónde debe trazarse la raya que separa a los que viven orgullosos de ser quienes son de los que matan porque creen que lo que son es lo único que se puede ser? No lo sé, sólo sé que esa noche fui testigo de una fiesta de armonía, de afecto, de amor por la patria y de respeto por las tradiciones, esas viejas tradiciones que, al final del día, nos forman como miembros de una comunidad.

Sí, talvez mañana todos vivamos orgullosos de ser hijos de la tierra y hermanos de la misma vida —efímera pero maravillosa— que nos toca, talvez mañana las fronteras sean solo malos recuerdos y los himnos patrios sean reemplazados por un gran himno que nos congregue a todos como miembros de la misma comunidad humana, talvez. Mientras tanto, en medio de tiempos negros, cuando la solidaridad se ha convertido en una mala palabra, ver a los mexicanos reunidos amorosa y orgullosamente alrededor de su historia, ha sido una experiencia inolvidable.

viernes, 14 de setiembre de 2007

ES CONTRA LA LEY

El sujeto que me llamó tenía cara de pocos amigos, pero, seamos honestos, no era esa cara de quien realmente es un miserable, era la del buen tipo uniformado por necesidad o casualidad cuyos complejos son tantos que cree que si no pone el gesto de gendarme estreñido y malhumorado uno no lo va a respetar. Bueno, y razones no le faltan en esta sociedad, la nuestra, donde tener el pellejo blanco y un metro ochenta y la voz gruesa te convierte de inmediato en “doctor” o “ingeniero”, mientras que con metro cincuenta, piel cetrina y vocecita de lamento andino, es muy probable que te digan “oye tú”, “muchacho” o cualquier otra cosa que te reduzca a peón o conserje.

Pasamos por la misteriosa puerta que se cerraba por el lado opuesto al “cuarto de espera”, como eufemísticamente llamaban a esa celda sin barrotes en la que nos tenían “retenidos”. Después del umbral me encontré con una oficina burocrática, gris, apagada, donde los que están allí tienen tantas ganas de trabajar como nosotros de permanecer en el retén forzado. Había unos cuantos escritorios, papeles por todos lados, alguna que otra computadora, una impresora escandalosa, teléfonos y tipos uniformados, con cara de jefes, de oficiales, de ser los que tomaban allí las decisiones.

Me acercan a uno de los escritorios, el sujeto que allí está sentado no hace el menor gesto y yo permanezco de pie mientras el guardia que me acompaña me abandona y se va quién sabe a dónde y el oficial continúa manoseando papeles entre los que puedo ver mi pasaporte. Absorto en su investigación, me ignora olímpicamente por varios minutos que para mí, puesto en sus manos en ese instante, son eternidades. El sujeto sigue leyendo y releyendo papeles como si se tratara de algo realmente importante, abre y cierra mi pasaporte, revisa mi visas, todas, una por una, como quien desconfía, como quien trata de hallar en medio de sellos, fechas y firmas, el error que demuestre que soy un inmigrante ilegal que quiere usar su país como trampolín hacia el sueño americano. Tarea inútil la del pobre uniformado, le hubiera bastado con verificar en qué vuelo había llegado y comprendería que difícilmente iba a venir de La Florida para desembarcar en el Distrito Federal, tomarme un bus y recorrer, a fuerza de destruir mi maltratada espalda, los casi dos mil kilómetros que separan la Capital del noreste y contratar allí a algún coyote que por unos cuantos miles de dólares me estafe diciéndome que va a hacerme cruzar la frontera y me abandone, por gordo, por lento, por casando, en la mitad del desierto de Sonora para morirme deshidratado.

Lo cierto es que los minutos me parecen interminables pero resisto, estoico, de pie, sin ceder al cansancio de mis piernas y a la fatiga de mis pobres rodillas esforzadas hace tanto en hacer andar mi humanidad. Me mantengo firme, aguardando la resolución del sujeto que al frente mío, guarecido por el escritorio de metal, su placa, su uniforme y los varios guardias que alrededor andaban vigilantes. Como no es difícil intuir, mi humor se encontraba, a estas alturas ligeramente avinagrado. Harto, agotado y, sobre todo, hambriento, ya no eran las neuronas sino los jugos gástricos, los que empezaban a manejar las riendas de mi carácter. A esas horas de la tarde maldecía mi absurda decisión de empezar mi enésima dieta justo con el viaje. “Un juguito y dos tostadas”, me dije esa mañana, “llegaré a DF poco después de las dos y antes de las tres ya estaré almorzando, además, no es bueno ir con el estómago lleno a la altura”, y, claro, ya eran pasadas las cinco y seguía allí mirando la nuca del uniformado empecinado en no sé qué investigación sobre mis papeles. Impaciente ya, lo interrumpí:

—Disculpe, oficial…
(silencio)
—Oficial…
(silencio)
—¡Señor!
(el cancerbero alza las cejas lentamente como incrédulo de que me hubiera atrevido a levantar el tono)
—Oficial, ¿sucede algo?, ya tengo más de tres horas acá y mis papeles están en regla.
—Bueno, eso lo decidiré yo…
—Ciertamente, solo le pido que tenga en cuenta el tiempo que ha transcurrido…
—Acá a todos los atendemos bien, ¿tiene alguna queja?
—Más allá de las horas perdidas, la incomodidad, el problema que significa…
—No siga, no siga, que estoy terminando con usted…
(silencio, ahora mío)
—Voy a hacerle un favor…
(silencio)
—Porque hay una irregularidad…
—¿Una irregularidad?
—Bueno, tiene usted dos visas y eso es contra la ley de la nación, si yo lo permito pasar con las dos visas estaría cometiendo un delito y hasta podría perder ambos visados y ser expulsado del país…
(silencio)
—…así que tendré que anular la de turista.
—Bueno, es su país, son sus leyes, usted decida.
—Sí, yo decido, pero quería que comprenda…
—Oficial, lo que yo comprenda o no, es irrelevante.
—Bueno, es verdad.
—Proceda, porque mis maletas están tiradas haces tres horas en algún lugar del aeropuerto y no sé quién se hará responsable de las pérdidas…
—En este aeropuerto sus maletas están muy seguras, no lo dude…
(silencio)
—Somos profesionales…
(silencio)
—Procederé a cancelar la visa de turista…
(silencio)
—Y podrá salir…

Vi entonces cómo mi preciada visa de turista por cinco años y con múltiples entradas era cruzada por la vulgarísima tinta roja de un lapicero que el sujeto tenía en sus manos; ni un sello, ni una explicación, ni una nada, sólo dos rayas atravesadas en cruz sobre la visa, como si lo hubiera hecho un niño de seis aburrido en una tarde de vacaciones.

No dije nada, guardé un indignado silencio sepulcral y me dejé conducir por los pasillos hasta la puerta donde, abandonadas, sin cuidado alguno, arrimadas en un rincón, hallé mis maletas.

viernes, 7 de setiembre de 2007

SI YO SOY CIUDADANO ESPAÑOL…

Nada más angustiante que ser detenido en un aeropuerto por los encargados de migraciones sin más explicación que un “sírvase acompañar al guardia”. Uno le pregunta al uniformado qué sucede y éste responde con esas espeluznantes evasivas que van desde el “ya se le va a informar” hasta el “es un asunto que yo no puedo tratar con usted” y así caminamos hasta una puerta que lleva a otra puerta que se encuentra custodiada por otros guardias armados con caras impostadas que tratan de parecer respetables o temibles debajo (en realidad “encima”) de esos uniformes que me recuerdan a los chocolateros de mi infancia que paseaban por el barrio con sus carretillas y el inconfundible sonido de la corneta que anunciaba helados, en verano, y galletas y chocolates y caramelos, en invierno. Aunque las chapitas y los botines no los ayudan demasiado, tantas armas alrededor de uno empiezan a generar cierta urticaria pero, ni modo, no hay mucho que hacer al respecto. “Espere un momento” y, de repente, te encuentras frente a una veintena de sujetos tan confundidos como tú a los que, según deduzco, les han dicho el mismo “espere” que no de “un momento” no tiene nada porque, según entiendo de la conversación que tiene la colombiana escotada con el australiano que está viendo cómo le hace para obtener el teléfono de la vendedora de productos farmacéuticos, ambos llevan allí como dos horas (¿y aún no consigue su número?, de ser al revés, el colombiano no sólo tendría el número de la australiana sino que, además, estaría dándole ya masajitos “para la tensión”).

El lugar al que nos confinaron tan amablemente (secos serían los guardias en sus maneras, pero educados también) era un cuarto rectangular con tres paredes de ladrillo y una formada por un gran ventanal con un vidrio grueso, muy grueso, casi se diría blindado. Dos de los muros, los dos largos, tenían sendas puertas; en una, por la que ingresé, los varios guardias custodiándola, en la otra, por la que entraban los agentes de migraciones, una serie de chapas y cerraduras que sólo podían activarse desde el otro lado. A través del vidrio, que formaba una de las paredes pequeñas, veíamos como “los otros”, lo demás, los afortunados, pasaban el control migratorio y se dirigían al mismo lugar donde nuestras maletas yacerían abandonadas y listas para ser reenviadas, junto con nosotros, al lugar de procedencia si es que las autoridades decidían que “no, lo lamento, no puede ingresar al país, no cumple con la documentación requerida, acompáñeme, por favor”, según oí decirle a un uniformado que se dirigía a un venezolano que estaba allí con nosotros y que lo siguió reclamándole, exigiendo “ver a su jefe” y mencionado algo de “asilo” antes de que no lo escucháramos más porque desapareció detrás de la puerta misteriosa que conducía, según supe luego, a las oficinas de migración.

A mi alrededor se levantaba las Naciones Unidas; había personas de las más variadas nacionalidades, lo que fui descubriendo al paso de los minutos, ya fuera escuchándolos conversar, cuando lo hacían en mi idioma o en el otro que entiendo a trompicones, o ya fuera husmeando indiscretamente entre los papeles que todos llevaban sostenidos entre los dedos como si fueran el salvoconducto que los librará de la guerra o en las etiquetas que las compañías de aviación colocan en los equipajes de mano.

Dos senegaleses, a los que les entendí un par de “güi, güi” y alguno otro “mercí” que se dijeron, estaban muy bien trajeados, con ropa muy moderna, elegante y de marca (al menos uno llevaba un lagartito verde estampado en la camiseta negra que lucía debajo del saco blanco como sotana de sacerdote recién consagrado), y conversaban animadamente, sin fijarse en el alrededor, como quien está tomando un café en “El Péndulo” de Polanco (magnífica librería) sin mayor apuro, sin preocupaciones, y con ganas de prolongar la tarde hasta que pase la lluvia. Hablaban y hablaban sin parar, pero no eran los únicos.

A tres o cuatro metros había una pareja de peruanos, el dejo inconfundible de mi tierra me hizo saber que eran compatriotas. Los saludé con un gesto, desde la distancia, pero no me respondieron, me miraban con desconfianza, miraban a todos con desconfianza, hablaban una mezcla de castellano y quechua y a duras penas lograba entender alguna palabra, “contacto”, “amigo”, “arreglo”, “norte”, suficiente como para inferir que mis conciudadano no tenían la menor intención de quedarse en tierras de Pancho Villa sino que, como alguna vez lo hiciera el caudillo revolucionario, pretendían atravesar la frontera e “invadir” el país del norte. Al parecer algo había fallado en la cadena de visas tramposas y documentos fraguados porque llevaban allí buenas horas y tenían la preocupación impresa en el rostro.

Al poco rato llegó un grupo de chinos (eso lo supe por la tapa de un libro que llevaba uno de ellos, con caracteres indescifrables para los occidentales y con sus respectivas cuatro estrellitas doradas sobre fondo rojo que circundan una estrella más grande), la mayoría tenía cara de asustados, miraban desconcertados y hablaban en voz baja, no miraban a nadie más; no sé quiénes serían, parecían, por la tenida y por la edad, jóvenes trabajadores, obreros, técnicos en algún sistema. Lo cierto es que duraron poco en el lugar, unos minutos después llegó un guardia acompañado de otro oriental vestido con un terno muy fino, ¿sería el cónsul, el embajador, el empresario que los traía a trabajar?, y les pidieron a todos ellos unos papeles que uno, el más nervioso, se demoró en hallar en medio del caos de su maletín repleto de papeles, libros y ropa. El oriental que acompañaba al oficial les dijo algo y se fue, regresó a los cinco minutos y habló de nuevo al grupo que sonrió al unísono. Todos cogieron sus maletas y se marcharon.


Por allí se apareció un tipo de lo más raro, pequeño, chato sin llegar a enano, flaco, con el pelo como recién cortado en peluquería, con ropas que rayaban en lo extravagante y con un rollo en la mano. Es decir, un portarrollos, como esos que usan los estudiantes de arquitectura. Se le veía indignado, feroz, molesto, sin un atisbo de preocupación y con grandes muestras de estar a punto de hacer un escándalo. A su lado había un caribeño, nunca supe si era de Panamá o de Costa Rica pero mencionó ambos países en medio de la cháchara en la que se embarcó con el indignado. Los estados de ánimo contrastaban deliciosamente, el del corte de peluquería ardía de indignación y el otro, sentado sobre su maletín de mano, relajado, se fumaba apaciblemente un cigarrillo, aunque el letrero de “prohibido fumar” relumbraba inútil sobre su cabeza. El caribeño era un turista; “siempre me confunden con cubanos”, dijo por toda explicación y el otro empezó a maldecir porque “no sé por qué diablos le hice caso a Juan y me vine con el pasaporte cubano si yo soy ciudadano español…”; era pintor, residía en La Florida, se le escapaba el aire cuando hablaba y Juan, el de la mala idea, era su pareja. En el portarrollos lleva “importantísimas” pinturas suyas que él iba a exponer “como un favor especial” en no sé qué museo mexicano, “porque yo normalmente expongo en Europa”.

Estaba muy distraído en medio de los reclamos del pintor así que no me di cuenta de las tres horas que ya habían pasado hasta que mis rodillas, compañeras probadas de kilos y andanzas, empezaron a recordarme que, “por razones de peso”, lo más conveniente era renunciar a mi estoicismo espartano y sentarme en la primera silla que algún distraído desocupara o en el congelado suelo de losa donde ya varios se encontraban. Como comprenderán, sentarme sobre mi maletín de mano era una posibilidad descartada de plano, era nuevo y poco dado a soportar sobrecarga. Eso me llevó a meditar sobre mis posibilidades para pararme del suelo de un solo movimiento y sin hacer demasiado escándalo…

“¿La dignidad o las rodillas?” era el dilema en el que me encontraba cuando se abrió la puerta y dijeron mi nombre…

viernes, 31 de agosto de 2007

PAPELES, PERMISOS Y PAPELEOS

Es gracioso que en Latinoamérica siempre nos quejemos de lo odioso que son los gringos con el tema de las visas; detestamos hacer la cita en su embajada, pasar por sus mil controles de seguridad, llevar el millón de papeles que les demuestren que no queremos quedarnos allá sino que, sencillamente, pretendemos conocer al pato Donald o, más entusiastas, a la ratoncita Minnie. Se nos hace cuesta arriba soportar la cola (que es una fila interminable, larga y lenta, aunque un papelito infame —que costó cien dólares— afirme que te atenderán a las diez; falsedad sajona tan común como la puntualidad latina, porque recién te recibirán a las doce). Tenemos que hacer un esfuerzo y dominar todo lo que queda de nuestra efervescente sangre ibérica para enfrentar apacibles la gélida, inexpresiva, distante y casi indiferente, expresión en el rostro del cónsul que escruta nuestros documentos como si se tratara de la firma de un contrato millonario, que mira cien veces la pantalla de su computadora como preguntándole al sistema —ese oráculo de la post-modernidad— si es que somos buenos tipos o si, por el contrario, vamos a incrementar la cifra incontenible de sujetos que, con eso de "voy de shopin", terminan quedándose allá con Seguro Social falso, trabajo en negro y todo un sistema infinito e indescifrable de ilegalidad maquillada que permite que unos veinte millones de latinos se paseen como sombras indocumentadas en el "país de las oportunidades" (mientras, inocentemente, como sin quererlo, varios miles de nobles, generosos, honrados y prósperos empresarios norteamericanos se hacen más ricos pagándoles a los ilegales por debajo del salario que la ley garantiza, al mismo tiempo que el fisco recibe, sin asco, los millones que ingresan por impuestos directos e indirectos que muchos pagan sin recibir ninguna contraprestación, como correspondería).

Vaya uno a saber las barbaridades que piensan nuestros compatriotas cuando el encargado los mira con gesto de médico insensible anunciando un cáncer terminal y dice, en su español masticado, "lo lamentou, perro usté noa demostruado que no vaia a quedars allá". He visto a muchos salir maldiciendo y recordando, entre dientes ovociferando, con poca cordialidad, a la señora madre del burócrata gringo y, de paso, a las madres de todos los norteamericanos empezando por la de pobre Washington y terminando con la de impronunciable Schwarzenegger, aunque la respetable fuera austriaca.

Sin embargo, seamos honestos (y cualquiera que haya tratado de hacerlo no me dejará mentir), si bien el trato de los norteamericanos no suele ser afectuoso y muchas veces ni siquiera es amable (aunque, en beneficio de ellos debo decir que, al menos en una de las oportunidades que anduve por allí, me tocó un funcionario muy simpático más interesado en la literatura que en montón de papeles míos que no revisó), no existe burocracia más entrampada, tediosa, absurda, embaucadora y falsamente rígida que la de nuestra América Morena. Cualquier extranjero que haya intentado obtener una visa, la residencia, o un permiso de trabajo en alguno de nuestros países puede dar fe de que no miento. Ni los gringos, con su neurosis antiterrorista, pueden competir con la indescifrable emboscada de papeles, permisos y papeleos, sellos, estampillas y rúbricas, con la que castigamos a cualquiera que tenga el atrevimiento de venir legalmente a nuestras tierras. Claro, tenemos "la vía rápida", pero pasa por el arreglo, la comisión, la ayudita, la mordida, la coima, el sablazo, el padrino, el carnet o la recomendación, taras nuestras tan queridas y añoradas que tardaremos buenos siglos en abandonarlas en el basurero de las infamias de nuestra historia.

Pues bien, después de varios meses gestionando la visa para residir en México y tras un millón de documentos que fueron y vinieron como si se tratara de construir una planta nuclear en Cancún o como si la intención fuera comprar los bosques de Chapultepec para levantar allí una fábrica de enlatados, llegó el documento. Y digo así porque sencillamente es un documento en todas sus formas, no es la simple visa pegada en el pasaporte, no, este es otro pasaporte, o sea, al menos lo parece con su aspecto de cuadernillo, con carátula y grapas y todo eso (grapas que, digámoslo de una vez, son arrancadas en cada oportunidad que hay que hacer una anotación dejando sus cicatrices infames en cobertura). Documento incómodo pero indispensable que hay que llevar en el bolsillo si vas al banco, si quieres contratar el servicio de teléfono o si pretendes realizar cualquier trámite de los miles que hay que hacer (pero ese es otro cuento), y que, además, habrá que cargar siempre que se salga del país para que pueda recibir su cuota proporcional e indispensable de sellos y anotaciones en cada viaje.

Así, atiborrado de documentos que acreditaban mi absoluta legalidad, me embarqué (o, mejor dicho, me enavioné, porque supongo que, aunque a RAE no lo especifique, uno se embarca en barcos, se entrena en trenes, se encarra en carros y se enaviona en los susodichos aparatos voladores que aborrezco como cualquier bípedo implume nacido para andar y no para surcar los aires a ochocientos kilómetros por hora) y aterricé (bueno, aterrizó el avión) en el aeropuerto internacional del Distrito Federal.

Venía solo, las circunstancias me habían convertido en el heraldo, en la avanzada de este grupo de dos (los otros tres, inimputables y cuadrúpedos, se habían quedado en la retaguardia limeña junto con la aliada circunstancial y entusiasta que cuidaba de ellos), y me enfrenté a las autoridades de migración con el estoicismo espartano que (según mis alumnos) se inventó con el cine y las películas de “joliwud” (“¿Saben quién es Aquiles?”, “Claro, el de Troya, la película de Brad Pitt…”).

—Buenas tardes…
—Buenas tardes, sus documentos.
—Sí, verá, tengo un documento migratorio de no inmigrante…
—Permítame sus papeles.

[Paso interminable del tiempo, cara en la pantalla, revisión, gesto confuso, tecleo nervioso, revisión, radio, palabras en clave, revisión, tiempo, revisión, tiempo, tiempo, ¡tiempo!]

—¿Sucede algo, oficial?
—Tenemos que verificar la autenticidad de su visado.
—Pero…
—Sírvase acompañar al guardia, por favor.

viernes, 24 de agosto de 2007

LA INAPELABLE DISTANCIA

Por muchos años viví con la curiosidad inmensa que me causaban aquellos que, por cualquier motivo, venían de una tradición de emigrantes. Nacido y crecido en el mismo país donde mis padres, mis abuelos y los abuelos de mis abuelos nacieron, crecieron y murieron, veía con sorpresa a quienes vieron la vida en un lugar donde los padres eran extranjeros y que, por algún rigor que acompaña su sangre, decidieron a su vez, seguir andando por el mundo. Muchos se asentaron, es verdad, y se hicieron parte del país al cual llegaron; pero otros, un puñado de trashumantes, no pudieron escapar al rigor de esas alas invisibles y continuaron viajando dejando su estirpe por los cuatro puntos del globo. No es mi caso; al menos, no lo era.

Yo me crié en una de las viejas casas de las tías viejas, en sus paredes centenarias se respiraba aún el aire de los tiempos idos y mi padre recordaba en cada almuerzo la ocasión tal o el episodio cual cuando en el comedor o en la sala o en la cocina de su niñez, sucedió alguna anécdota memorable. En el jardín generoso, donde crecían las hortalizas que sembré, creció también, cincuenta años antes, la huerta que una de las tías cuidaba infatigable; y allá, en el patio del fondo, junto a ese caucho centenario e inmenso, que levantaba el piso con sus raíces, sobre el cual se explayaba a sus anchas la fabulosa enredadera que daba tanta maracuyá que había que regalarla a los vecinos, allí mismo la otra tía tuvo su corral con conejos, pichones y gallinas. ¡Cuántos higos blancos, sabrosos y acaramelados, comimos de esa vieja higuera maltratada por el tiempo!, esa higuera que recibió mis cuidados de incipiente y precoz jardinero y que fue de nuevo dulce y abundante; pues bien, de esa misma planta, disfrutaron la breva deliciosa, décadas atrás, mi abuelo y su padre. Igualmente, de ese mar, que nos despertaba por las mañanas y nos arrullaba en las tardes, comimos el bonito, sabroso y popular, mis padre y yo, sus padres y ellos. Más de una tarde, ellos y yo, todos juntos, en tiempos distintos pero probablemente en el mismo lugar del malecón, vimos vencerse el sol tras el horizonte y esperamos, con la fe de los inocentes, que la promesa del día siguiente se cumpliera. La misma vieja iglesia, las mismas beatas insobornables y sobornadas por la ilusión del paraíso, el mismo cura, con sus grandezas y sus miserias, humanamente humano. Cierto, cambiarían los nombres y las edades, pero la tradición era la misma, los ritos eran los mismos, las fiestas eran las mismas, como las mismas eran, también, las tragedias, las glorias, los triunfos y las desgracias.

Visitar la ciudad era visitar los lugares de nuestra historia, no de aquella formal y muchas veces infame que se escribe o se miente en los libros, sino de la otra, de nuestra historia, del paso de los que antes en mi familia atravesaron las mismas avenidas y visitaron los mismos parques y se sentaron a ver consumirse el día en las esas bancas y en esas plazas donde yo me senté con mi padre, tantas veces. Cuando paseaba por las calles del centro podía percibir aún, en la memoria del tiempo, la carcajada atronadora y contagiante de mi abuelo o, tal vez, con un poco de suerte, podía escuchar el galopar de los caballos de esa revolución en la que mi tatarabuelo anduvo inmiscuido guardando armas y municiones en la trastienda de la botica donde el vicepresidente —luego derrocado— se tomaba “una copita de pisco” con él y otros contertulios.

Por eso me es tan extraña la lejanía. Los aviones, como antes fueron los barcos para mis abuelos, eran para mí solo una manera de ir de paseo, de vacaciones, visitar algún amigo o compartir con otros poetas o escritores unos días de charla, de intercambio, de experiencias, que permitieran acercarnos más y dejar de ser esos extraños que de tiempo en tiempo se declaran la guerra porque algunos cuantos sujetos creen que ya es momento de gastar el arsenal o consideran conveniente empujar unos cuantos kilómetros la frontera. Ahora, ¡quién lo diría!, los aviones me llevan a casa de vez en cuando y me expulsan de ella a los pocos días.

He descubierto, no obstante, que allende la frontera también es posible construirse una casa, escribir un libro, leer un poema, pensar en el futuro, hacer planes y levantar el edificio de la propia historia con las mismas “banderas de esperanza” (el verso es de Pedro Mardones, uno de mis más entrañables amigos que emigró también, a su manera, a un mundo al que todos llegaremos un día o al que no llegará nadie, que también es lo mismo), con idénticos muros de ilusiones, con similares columnas de sueños (esperanza, ilusiones y sueños, esas tres grandes armas contra el fracaso y la muerte). No obstante, también, he aprendido, a fuerza de enfermedades, desastres y accidentes, que la distancia nos roba el momento, lo inmediato, aquello que es y ocurre en algún lugar del planeta que hasta ayer era mi casa y que ahora es solo un espacio en la tierra, porque mi casa (que no es mía) está en otra parte. Será que ahora comprendo mejor el “porque yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa” de García Lorca.

Así, mi país se convierte, a golpe de kilómetros y geografías, en otra información más del noticiero de las diez y, con suerte (mala suerte), en el titular efímero de los diarios de la mañana siguiente. Cuando ocurre un desastre, cuando un terremoto viene a asolar la costa sur de mi patria y lo remece todo y mata y hiere a cientos y deja a miles sin luz, sin agua, sin alimentos y sin techo, uno se da cuenta de lo lejos que está. Y esa lejanía, la de las tragedias, tiene dos caras, la incomunicación real y la comunicación mediática, y ambas son ingratas, son voraces y egoístas.

Por un lado es imposible saber qué está sucediendo en tu pequeño espacio, ése que alberga a tu familia, a tus amigos, a esos prójimos que son tu país porque son lo que en tu patria dejaste, los que cuentan las novedades o te anuncia difuntos o te mantienen al día de las mínimas y miserables peleas de barrio que mantienen el calor en medio del invierno que este año, como siempre sucede, es más frío que nunca. Las líneas telefónicas cortadas por las feroces tijeras de la tragedia, Internet “caído” como el soldado que muere aún antes de la batalla, toda la maquinaria moderna convertida en nada, en máquinas inútiles y obsoletas que no son capaces de transmitir esa voz que nos devuelva la calma y que nos diga que, sí, que ha sido grave, que hay víctimas, que es triste, pero que, felizmente, gracias a todos los dioses, los tuyos, los nuestros, los prójimos inolvidables, están a salvo. Sí, ya sé que es egoísta, pero es humano.

Por otro lado, los medios te llenan de cadáveres el almuerzo y el noticiero de la tarde se regodea en una solidaridad morbosa y toma tras toma los muertos se van colando por la pantalla y se apoderan del comedor, de la sala, de los dormitorios. Los diarios no hacen menos y amanecen repletos de episodios sangrientos, de recuento de víctimas, de heridos y desaparecidos, de casas caídas, de bienes perdidos, de sumas y restas que son la numerología del terror, la aritmética de la muerte.

Entonces la incertidumbre es mayor porque no es una inundación en una región ignota de Asia, ni un terremoto en algún pueblo impronunciable del Medio Oriente, ni la hambruna feroz en alguna aldea de África donde dos gorilas empaquetados y cargados de medallas se pelean por las últimas minas de diamantes. No, esta geografía es identificable, esas casas son como mi casa, esa gente como mi gente, ese idioma lo entiendo, esa forma de hablar es nuestra, esa manera llorar y lamentarse por los embelecos de la naturaleza —esa diosa monstruosa, impredecible, generosa y destructiva— es la nuestra, la de “nosotros”, esos que soy, esos de los que soy, de los que era parte, pero ya no, porque el exilio, aún el más dorado de los exilios, te roba del lugar y del momento, te secuestra del espacio que era tuyo y te convierte en un turista, en un extranjero en tierras propias (que ya no lo son) y en patrias extrañas (que lo serán siempre).

Sé que debiéramos sentir más la tragedia ajena para entender un poco mejor la nuestra, pero es difícil esa visión, esa generosidad, esa grandeza; los pobres tipos que somos, aún débiles, aún grises, aún egoístas, actuamos al revés, solo entendemos mejor la desgracia humana cuando es nuestro alrededor el que se desboca, cuando son nuestros los muertos, cuando son nuestros los niños que no tienen para llevarse un pan a la boca.

Nada me justifica, simplemente, escribo de la pena que me toca.

martes, 14 de agosto de 2007

DESDE TEXCOCO

Recuerdo que cuando era un niño escuchaba casi febrilmente, en el viejo tocadiscos que mi tío Tomás nos regaló, a Jorge Negrete, a Pedro Infante y a Miguel Aceves Mejía; de los tres, el primero, arrogante y orgulloso, con voz inimitable y gesto altanero, era mi favorito. Obsesivo, compulsivo y adictivo, tantas veces agoté esos discos por oír hasta el hartazgo (de los demás) las canciones que me gustaban, que me aprendí, de cabo a rabo, las rancheras más populares con las que atronaba y torturaba, desde la ducha, cuya ventana daba a la vereda, a todo aquel que se atreviera a pasar por la calle Reynaldo Morón del parque España del barrio de mi infancia (de todas la rancheras, “Juan Charrasqueado”, era mi favorita, ¿sería, acaso, por eso de “borracho, parrandero y jugador” que nunca fui ni seré aunque me empeñe en los años que de vida me restan?). Alrededor del parque, todos sabían que estaba duchándome porque, en vez del valsecito criollo de rigor, me empeñaba en lanzar al aire las notas de cuanta ranchera se me había grabado en la mollera. Como la infancia es la edad de la impunidad y de la ignorancia, hasta entrada mi adolescencia estaba seguro de que iba a ser un famoso cantante e, igual que Negrete, iba a llenar teatros, iba a hacerle un desplante de esos a los linajudos que compararan palco e iba a dirigir mi voz y mi canto “a los de arriba”, a los de allá en la cazuela, a los nacidos “en el barrio más humilde, alejado de los vicios de la falsa sociedad”. Mis padres y mis hermanos —generosos y poco dados a sembrarme de tempranas desilusiones y sabedores de que la vida se encargaría de darme el sentón indispensable— jamás me advirtieron que lo que salía de mi boca no era música sino una especie de sonidos aguardentosos y destemplados por los que Duque —mi inolvidable perro chusco, el perro de mi niñez— se escondía debajo del largo mueble de madera donde creía guarecerse, tras la barrera de sus gruñidos, de mis gritos, cuando cantaba, y de cualquier intento de meterlo a la vasija grande de plástico, cuando los meses y la mugre exigían el baño de rigor. Sólo mucho tiempo después, Pipo, mi profesor de arte, y maestro impecable e implacable, me dijo un seco “siéntate” dos segundos después de haber empezado yo con el “ah-ah-ah-ah-áh” de las audiciones para la zarzuela del colegio, y pude entender —¡oh, furibunda realidad!— que nací negado para el canto y que Negrete podía dormir tranquilo su larga muerte porque yo ya no era capaz aventajarlo en fama ni en teatros desbordantes.

No contento con escuchar los discos, también veía las películas mexicanas en las que las tragedias sucedidas y los llantos derramados, sólo podían ser superados por las desgracias que nos mostraban sus telenovelas (sí, esas donde del guión sólo cambiaban los nombres porque en todas el asunto era una infidelidad y un amor prohibido entre ricos y pobres) que empezaban a las diez de la mañana y acompañaban a Teresa, la cocinera fiel que siguió con nosotros aún en las más graves pellejerías, mientras preparaba el almuerzo, mientras comíamos y mientras dejábamos digerir, con paciencia, las lentejas de los lunes o el recurrido arroz con huevo frito y camote de cualquier día de mi infancia, que no entendí —jamás— como consecuencia lógica de la pobreza sino como promesa de una delicia —un revoltijo maravilloso— que el más encopetado de mis amigos envidiaría. Luego, a las tres o cuatro de la tarde, cuando la batería de telenovelas mexicanas no alcanzaba —que después aprendí que había que guardar las más lacrimógenas para el horario estelar de las ocho—comenzaba la musiquita inconfundible del Chavo y toda su vecindad inmersa en esa esperanzada mediocridad —¿o mediocre esperanza?— que después supe que ilustraba tan bien los sueños extraviados de la venida a menos clase media latinoamericana. Aunque años después un mexicano, sin duda más culto y mejor informado que yo, sostuviera —casi furioso— que detestaba a Gómez Bolaños porque había creado una imagen distorsionada de México (afirmación que no discutí entonces pero que ahora —in situ y tras varias experiencias con la mexicanidad— me atrevo a poner humildemente en duda).

Más adelante, mi contacto con México salió de las efímeras esferas artístico-familiares y, ya en el colegio, estudiamos —como al pasar, como se estudiaba todo en nuestros colegios— el país de los Mayas y de los Aztecas, a Quetzaltcoalt y a Tláloc, el Popol Vuh y el Náhualt, a Cortés y a Marina —la mujer incomprendida, la justificación del machismo, la Malinche, que poco o nada tiene que ver con ese vocablo feroz que es “malinchismo”, con el que hasta ahora, con cólera sostenida, con resentimiento de macho burlado, se refieren los habitantes de estas tierras a los traidores y vende-patria—.

Entonces México se llenó de nombres y de hechos, de la grandeza de los pueblos prehispánicos, de la audacia de Cortés, ése que quemó sus barcos para obligar a los suyos a una conquista en la que nadie creía, o de la serenidad orgullosa de Cuauhtémoc y el “mi lecho no es rosas” con el que contuvo el lagrimeo femenino de los otros jefes indígenas torturados junto a él por la codicia insaciable de los españoles que, sin embargo, son también nuestros padres.

Ya adolescente, y rebuscando insaciable en la biblioteca familiar, me encontré con una biografía de Doroteo Arango —el joven labrador a quien la injusticia y la vejación de los hacendados convirtió en Pancho Villa—, que llenó mi imaginación de jinetes, revólveres y hombres rudos que hicieron la más famosa de las revoluciones de nuestra América Morena. Aprendí de Villa y Zapata, de Madero y Carranza, de esa época de valor y coraje, con guerrilleros —implacables, bigotones, con las cananas en bandolera, con sombreros inmensos y agallas de sobra— a los que cantaba Lucha Villa —“aquella famosa coronela”— con esa voz de trueno que ponía en alerta al más pintado.

Ya grande leería a Rulfo y a su “Pedro Páramo” con ese magnífico "me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre" que lanzó don Pedro cuando nadie se enteró de la muerte de Susana San Juan; o el valiente “quién es mayor de culpar / aunque cualquiera mal haga, / ¿la que peca por la paga / el que paga por pecar?” que exclama Sor Juana de Asbaje en sus “Hombres necios”, ese poema honesto y claro, escrito por una corajuda mujer del siglo XVII; o los versos de Paz cuando dice, en su “Piedra de Sol”, "soy otro cuando soy, los actos míos / son más míos si son también de todos" para que podamos entender lo que significa la solidaridad y su indispensable necesidad entre los hombres; o, por último, el disfrute tortuoso —como preparándome para este encuentro con estas tierras que tanto y tan apasionadamente han ocupado mi fantasía desde la infancia— de "Los detectives salvajes", novela en la que Bolaño —extranjero, como yo, en estas tierras— pinta tan bien una época literaria y una geografía urbana, inmensa y delirante, interminable y laberíntica, como la del DF.

Así, este espacio, a la deriva en el infinito del mundo virtual, no pretende ser otra cosa que la crónica —subjetiva, coja, iletrada y casi analfabeta— de mis días, noches, aventuras y desventuras, en este "México, lindo y querido" que ahora habito, aquí desde este lago de Texcoco que desfallece, desde este Distrito Federal que me aloja, en estos tiempos de mi vida, en estos días que se vienen, llenos de sorpresas, tropiezos, descubrimientos y novedades.