viernes, 9 de mayo de 2008

DEMASIADOS OCTUBRES ESTE MAYO

Beatriz y Gilda, a quienes nombro “en estricto orden alfabético”, como dicen en los concursos, han disputado, probablemente sin saberlo y sin quererlo, la silla que dejó mi madre hace ya demasiados octubres este mayo. No es extraño que ambas sean, a su vez, madres de dos de las personas más importantes en mi vida; Mario y Mercedes (sigo con el alfabeto).

Escribo lleno de dudas, deambulando entre dos miedos: por un lado, relegar otros afectos y amores entrañables tras la obstinada manía de andar clasificándolo y ordenándolo todo y, por el otro, pecar de vanidoso y darle razón a Josefa que dice que me encanta jactarme de los muchos y buenos amigos que tengo. Julio Ramón Ribeyro declaró alguna vez que él no necesitaba dinero porque tenía amigos, yo creo lo mismo (aunque confieso que no les he preguntado a los potenciales afectados qué opinan).

A Mario lo conozco desde que éramos los dos niños más desadaptados de cuarto de primaria; corría 1979, teníamos diez años; ni su flacura ni mi gordura habían llegado a su esplendor pero ya dedicábamos varias horas a la sedentaria tarea de reproducir, en las torturadas páginas últimas de nuestros cuadernos, las más feroces batallas en las que la Luftwaffe asolaba los cielos británicos defendidos por esos “tan pocos” de la RAF a los que tantos le debemos tanto desde el discurso de Churchill. A Mercedes la conocí en 1983, cuando en un retiro (sí, esos de curas, confesiones y charlas lacrimógenas) unas comillas mal colocadas (que hasta el día de hoy sigue discutiéndome) me permitieron inmiscuirme en su grupo, hablar, presumir y conocer a la enamorada de Ricardo (otro infinito amigo que conservo). La existencia sin ellos no sería lo que es; hemos compartido gracias y desgracias, cóleras y alegrías, cercanías y distancias, velorios y cumpleaños, nacimientos y muertes, palabras y palabras; son –junto con mis hermanos– esas pocas personas por las que pondría el pecho sin pensarlo y sin pretender jamás que ellos lo hicieran por mí.

¿Cómo podría ser extraño, entonces, que Beatriz y Gilda –que a su vez se conocen desde los días de sus propias juventudes– fueran esas dos mujeres maravillosas que, con constancia, ternura, solidaridad y desinterés, se alzaran en mi existencia como esos nombres que puedo poner junto al de Victoria, mi madre, con la certeza de que no solo no la ofendo sino que, antes bien, la honro honrándolas a ellas con el devoto, sencillo y profundo amor filial que les profeso? Estar en las que fueron las casas familiares de Mario y Mercedes, es como estar en la mía, en la de mis padres; abrir la puerta, contestar el teléfono, saquear el refrigerador, comerme un postre, sentarme a mis anchas en los sillones o conversar con cualquiera de sus habitantes, son acciones tan naturales, tan comunes, tan de todos los días, que solo se pueden hacer libremente en el hogar que nos alberga y a mí, perdónenme la vanidad, me albergan esas casas como si fueran mías.

Beatriz existe desde la primera vez que fui a visitar a Mario, ya habíamos crecido, ya éramos los dos amigos que conversaban en el patio de la secundaria mientras los otros, menos gordos y menos flacos, más ágiles y más coordinados, colmaban la canchita de fútbol con gritos de gol, reclamos y pelotazos que más de una vez rompieron vidrios o se incrustaron en estómagos ajenos a la épica pelea. Todo lo demás fue cuestión de años, de traspasar la reja, de frecuencia, de estar allí todas las tardes, de tomar lonches cebadores e interminables, de quedarnos conversando de Víctor, el esposo muerto cuando Mario era un niño, de escuchar las canciones que ese amor idealizado y trunco compuso en los labios de Beatriz, de compartir las anécdotas de otros tiempos, de escuchar mil veces esa historia de amor que solo un infarto, precoz y feroz, expropió definitivamente. Beatriz fue la sonrisa amorosa, la paciencia, el paté incomparable que devorábamos mientras, famélicos, esperábamos la cena redentora, las largas conversaciones de esto y de aquello, las cosas mundanas, las historias de barrio, las novelas exageradas que veíamos en el viejo, inmenso y maravilloso, televisor a blanco y negro cuyos bulbos demoraban tanto en calentar que una vez se olvidaron de cómo hacerlo y se apagaron para siempre. Beatriz ha sido siempre el amor militante y generoso, la maternidad asumida de quien veía (y ve) en mí al hermano varón que no tuvo Mario, el otro hermano hombre con quien sería más fácil cuidar la adolescencia de Mariana, la hermana tardía, la hija de Lucho, el segundo matrimonio, cuyo esplendor de muchacha radiante me recibe todavía cada vez que vuelvo a esa casa.

Gilda ha sido siempre maestra, nunca tuvo actitudes maternales, nunca un gesto se desvío de una relación casi docente, casi magistral. Empecé a conversar con ella cuando, alguna vez, demorada Mercedes, en la calle o en la ducha, se tomó la molestia de interrumpir una de sus cien mil actividades y nos sentamos en la sala, bajo la mirada de sus dos chinas de porcelana antiquísima que mi volumen y mi torpeza estuvieron a punto de convertir en trizas en varias ocasiones. No sé cómo evolucionó todo, pero un día nos hallábamos ya corrigiendo mis torpes y primeras poesías bajo la paciente y rítmica batuta de su maestría como profesora de piano. Fueron horas, días, largas jornadas en las que Mercedes, aburrida de nuestras charlas sobre la métrica y el ritmo, se ponía a tocar el piano, veía televisión o salía con Ricardo (cuando sus tardanzas no "se excedían del exceso" tolerado habitualmente). De los sonetos y romances adolescentes, de cuya dudosa calidad y abundante producción fue víctima la buena voluntad de “la Señora Gilda”, pasamos a las interminables conversaciones acerca de la vida, en las que mis arrogantes lecturas de Nietzsche, Sartre, Camus, Russel o Hesse se enfrentaban, en larguísimas y amables polémicas, con su conocimiento y experiencia. Hubo una conversación que jamás olvidaré, me hallaba yo escribiendo poemas doloridos por alguna cuyos favores me fueron adversos y ella, que los corregía impasible e implacable, se detuvo, con la confianza que los años nos habían dado, a preguntarme qué sucedía. Un “lo de siempre” fue suficiente y nos embarcamos en una larga charla de la que recuerdo, con la misma nitidez de entonces, las últimas palabras: “este no es tu tiempo, tu tiempo vendrá después, cuando seas más grande, cuando sean otras cosas las que importen, esas cosas que son las verdaderamente importantes”. Sé que cada vez que cuento esto reinvento la frase que mi mala memoria tergiversa artera, pero el espíritu y el cariño con la que fue dicha y escuchada se mantienen incólumes.

Gilda y Beatriz probablemente no lo sepan, pero, más allá de la distancia voraz, más allá de los kilómetros que se multiplican, más allá de la imperdonable ingratitud del exiliado con pocos días de visita en la ciudad, más allá de mis silencios, de mis ausencias, de mis olvidos que jamás recuerdan aniversarios ni cumpleaños, más allá de las letras de mis historias –a veces claras y a veces confusas, a veces tristes y a veces irónicas–, más allá del tiempo y más allá de todo, ellas sobreviven con la serenidad de lo certero, con la calma de lo que es verdad, con la tranquilidad amable de lo que ya no necesita de pruebas ni evidencias.

Así como sé que mi madre está sin estar (sin jamás abandonarme) en cada uno de los pasos que recorro del camino, sé también que Beatriz y Gilda, en sus formas, en sus modos, en sus respetos y sus cautelas, se hallan en esa triada magnífica de amores únicos que hacen que este mayo –demasiado diciembre y demasiado lejos– se ilumine, otra vez, de esperanzas y proyectos, de sueños e ilusiones, de caminos probables y estaciones seguras donde será imposible estar solo, donde la soledad –esa vieja loba hambrienta– no podrá devorarme porque ellas, madres verdaderas, madres en cuerpo y alma, madres infinitas, velan incansables, cada cual a su manera, porque yo –niño para ellas todavía– pueda alcanzar una vez más el puerto y dormir en su paz y en su certeza mientras recupero fuerzas para la batalla del próximo día.

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