viernes, 31 de agosto de 2007

PAPELES, PERMISOS Y PAPELEOS

Es gracioso que en Latinoamérica siempre nos quejemos de lo odioso que son los gringos con el tema de las visas; detestamos hacer la cita en su embajada, pasar por sus mil controles de seguridad, llevar el millón de papeles que les demuestren que no queremos quedarnos allá sino que, sencillamente, pretendemos conocer al pato Donald o, más entusiastas, a la ratoncita Minnie. Se nos hace cuesta arriba soportar la cola (que es una fila interminable, larga y lenta, aunque un papelito infame —que costó cien dólares— afirme que te atenderán a las diez; falsedad sajona tan común como la puntualidad latina, porque recién te recibirán a las doce). Tenemos que hacer un esfuerzo y dominar todo lo que queda de nuestra efervescente sangre ibérica para enfrentar apacibles la gélida, inexpresiva, distante y casi indiferente, expresión en el rostro del cónsul que escruta nuestros documentos como si se tratara de la firma de un contrato millonario, que mira cien veces la pantalla de su computadora como preguntándole al sistema —ese oráculo de la post-modernidad— si es que somos buenos tipos o si, por el contrario, vamos a incrementar la cifra incontenible de sujetos que, con eso de "voy de shopin", terminan quedándose allá con Seguro Social falso, trabajo en negro y todo un sistema infinito e indescifrable de ilegalidad maquillada que permite que unos veinte millones de latinos se paseen como sombras indocumentadas en el "país de las oportunidades" (mientras, inocentemente, como sin quererlo, varios miles de nobles, generosos, honrados y prósperos empresarios norteamericanos se hacen más ricos pagándoles a los ilegales por debajo del salario que la ley garantiza, al mismo tiempo que el fisco recibe, sin asco, los millones que ingresan por impuestos directos e indirectos que muchos pagan sin recibir ninguna contraprestación, como correspondería).

Vaya uno a saber las barbaridades que piensan nuestros compatriotas cuando el encargado los mira con gesto de médico insensible anunciando un cáncer terminal y dice, en su español masticado, "lo lamentou, perro usté noa demostruado que no vaia a quedars allá". He visto a muchos salir maldiciendo y recordando, entre dientes ovociferando, con poca cordialidad, a la señora madre del burócrata gringo y, de paso, a las madres de todos los norteamericanos empezando por la de pobre Washington y terminando con la de impronunciable Schwarzenegger, aunque la respetable fuera austriaca.

Sin embargo, seamos honestos (y cualquiera que haya tratado de hacerlo no me dejará mentir), si bien el trato de los norteamericanos no suele ser afectuoso y muchas veces ni siquiera es amable (aunque, en beneficio de ellos debo decir que, al menos en una de las oportunidades que anduve por allí, me tocó un funcionario muy simpático más interesado en la literatura que en montón de papeles míos que no revisó), no existe burocracia más entrampada, tediosa, absurda, embaucadora y falsamente rígida que la de nuestra América Morena. Cualquier extranjero que haya intentado obtener una visa, la residencia, o un permiso de trabajo en alguno de nuestros países puede dar fe de que no miento. Ni los gringos, con su neurosis antiterrorista, pueden competir con la indescifrable emboscada de papeles, permisos y papeleos, sellos, estampillas y rúbricas, con la que castigamos a cualquiera que tenga el atrevimiento de venir legalmente a nuestras tierras. Claro, tenemos "la vía rápida", pero pasa por el arreglo, la comisión, la ayudita, la mordida, la coima, el sablazo, el padrino, el carnet o la recomendación, taras nuestras tan queridas y añoradas que tardaremos buenos siglos en abandonarlas en el basurero de las infamias de nuestra historia.

Pues bien, después de varios meses gestionando la visa para residir en México y tras un millón de documentos que fueron y vinieron como si se tratara de construir una planta nuclear en Cancún o como si la intención fuera comprar los bosques de Chapultepec para levantar allí una fábrica de enlatados, llegó el documento. Y digo así porque sencillamente es un documento en todas sus formas, no es la simple visa pegada en el pasaporte, no, este es otro pasaporte, o sea, al menos lo parece con su aspecto de cuadernillo, con carátula y grapas y todo eso (grapas que, digámoslo de una vez, son arrancadas en cada oportunidad que hay que hacer una anotación dejando sus cicatrices infames en cobertura). Documento incómodo pero indispensable que hay que llevar en el bolsillo si vas al banco, si quieres contratar el servicio de teléfono o si pretendes realizar cualquier trámite de los miles que hay que hacer (pero ese es otro cuento), y que, además, habrá que cargar siempre que se salga del país para que pueda recibir su cuota proporcional e indispensable de sellos y anotaciones en cada viaje.

Así, atiborrado de documentos que acreditaban mi absoluta legalidad, me embarqué (o, mejor dicho, me enavioné, porque supongo que, aunque a RAE no lo especifique, uno se embarca en barcos, se entrena en trenes, se encarra en carros y se enaviona en los susodichos aparatos voladores que aborrezco como cualquier bípedo implume nacido para andar y no para surcar los aires a ochocientos kilómetros por hora) y aterricé (bueno, aterrizó el avión) en el aeropuerto internacional del Distrito Federal.

Venía solo, las circunstancias me habían convertido en el heraldo, en la avanzada de este grupo de dos (los otros tres, inimputables y cuadrúpedos, se habían quedado en la retaguardia limeña junto con la aliada circunstancial y entusiasta que cuidaba de ellos), y me enfrenté a las autoridades de migración con el estoicismo espartano que (según mis alumnos) se inventó con el cine y las películas de “joliwud” (“¿Saben quién es Aquiles?”, “Claro, el de Troya, la película de Brad Pitt…”).

—Buenas tardes…
—Buenas tardes, sus documentos.
—Sí, verá, tengo un documento migratorio de no inmigrante…
—Permítame sus papeles.

[Paso interminable del tiempo, cara en la pantalla, revisión, gesto confuso, tecleo nervioso, revisión, radio, palabras en clave, revisión, tiempo, revisión, tiempo, tiempo, ¡tiempo!]

—¿Sucede algo, oficial?
—Tenemos que verificar la autenticidad de su visado.
—Pero…
—Sírvase acompañar al guardia, por favor.

viernes, 24 de agosto de 2007

LA INAPELABLE DISTANCIA

Por muchos años viví con la curiosidad inmensa que me causaban aquellos que, por cualquier motivo, venían de una tradición de emigrantes. Nacido y crecido en el mismo país donde mis padres, mis abuelos y los abuelos de mis abuelos nacieron, crecieron y murieron, veía con sorpresa a quienes vieron la vida en un lugar donde los padres eran extranjeros y que, por algún rigor que acompaña su sangre, decidieron a su vez, seguir andando por el mundo. Muchos se asentaron, es verdad, y se hicieron parte del país al cual llegaron; pero otros, un puñado de trashumantes, no pudieron escapar al rigor de esas alas invisibles y continuaron viajando dejando su estirpe por los cuatro puntos del globo. No es mi caso; al menos, no lo era.

Yo me crié en una de las viejas casas de las tías viejas, en sus paredes centenarias se respiraba aún el aire de los tiempos idos y mi padre recordaba en cada almuerzo la ocasión tal o el episodio cual cuando en el comedor o en la sala o en la cocina de su niñez, sucedió alguna anécdota memorable. En el jardín generoso, donde crecían las hortalizas que sembré, creció también, cincuenta años antes, la huerta que una de las tías cuidaba infatigable; y allá, en el patio del fondo, junto a ese caucho centenario e inmenso, que levantaba el piso con sus raíces, sobre el cual se explayaba a sus anchas la fabulosa enredadera que daba tanta maracuyá que había que regalarla a los vecinos, allí mismo la otra tía tuvo su corral con conejos, pichones y gallinas. ¡Cuántos higos blancos, sabrosos y acaramelados, comimos de esa vieja higuera maltratada por el tiempo!, esa higuera que recibió mis cuidados de incipiente y precoz jardinero y que fue de nuevo dulce y abundante; pues bien, de esa misma planta, disfrutaron la breva deliciosa, décadas atrás, mi abuelo y su padre. Igualmente, de ese mar, que nos despertaba por las mañanas y nos arrullaba en las tardes, comimos el bonito, sabroso y popular, mis padre y yo, sus padres y ellos. Más de una tarde, ellos y yo, todos juntos, en tiempos distintos pero probablemente en el mismo lugar del malecón, vimos vencerse el sol tras el horizonte y esperamos, con la fe de los inocentes, que la promesa del día siguiente se cumpliera. La misma vieja iglesia, las mismas beatas insobornables y sobornadas por la ilusión del paraíso, el mismo cura, con sus grandezas y sus miserias, humanamente humano. Cierto, cambiarían los nombres y las edades, pero la tradición era la misma, los ritos eran los mismos, las fiestas eran las mismas, como las mismas eran, también, las tragedias, las glorias, los triunfos y las desgracias.

Visitar la ciudad era visitar los lugares de nuestra historia, no de aquella formal y muchas veces infame que se escribe o se miente en los libros, sino de la otra, de nuestra historia, del paso de los que antes en mi familia atravesaron las mismas avenidas y visitaron los mismos parques y se sentaron a ver consumirse el día en las esas bancas y en esas plazas donde yo me senté con mi padre, tantas veces. Cuando paseaba por las calles del centro podía percibir aún, en la memoria del tiempo, la carcajada atronadora y contagiante de mi abuelo o, tal vez, con un poco de suerte, podía escuchar el galopar de los caballos de esa revolución en la que mi tatarabuelo anduvo inmiscuido guardando armas y municiones en la trastienda de la botica donde el vicepresidente —luego derrocado— se tomaba “una copita de pisco” con él y otros contertulios.

Por eso me es tan extraña la lejanía. Los aviones, como antes fueron los barcos para mis abuelos, eran para mí solo una manera de ir de paseo, de vacaciones, visitar algún amigo o compartir con otros poetas o escritores unos días de charla, de intercambio, de experiencias, que permitieran acercarnos más y dejar de ser esos extraños que de tiempo en tiempo se declaran la guerra porque algunos cuantos sujetos creen que ya es momento de gastar el arsenal o consideran conveniente empujar unos cuantos kilómetros la frontera. Ahora, ¡quién lo diría!, los aviones me llevan a casa de vez en cuando y me expulsan de ella a los pocos días.

He descubierto, no obstante, que allende la frontera también es posible construirse una casa, escribir un libro, leer un poema, pensar en el futuro, hacer planes y levantar el edificio de la propia historia con las mismas “banderas de esperanza” (el verso es de Pedro Mardones, uno de mis más entrañables amigos que emigró también, a su manera, a un mundo al que todos llegaremos un día o al que no llegará nadie, que también es lo mismo), con idénticos muros de ilusiones, con similares columnas de sueños (esperanza, ilusiones y sueños, esas tres grandes armas contra el fracaso y la muerte). No obstante, también, he aprendido, a fuerza de enfermedades, desastres y accidentes, que la distancia nos roba el momento, lo inmediato, aquello que es y ocurre en algún lugar del planeta que hasta ayer era mi casa y que ahora es solo un espacio en la tierra, porque mi casa (que no es mía) está en otra parte. Será que ahora comprendo mejor el “porque yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa” de García Lorca.

Así, mi país se convierte, a golpe de kilómetros y geografías, en otra información más del noticiero de las diez y, con suerte (mala suerte), en el titular efímero de los diarios de la mañana siguiente. Cuando ocurre un desastre, cuando un terremoto viene a asolar la costa sur de mi patria y lo remece todo y mata y hiere a cientos y deja a miles sin luz, sin agua, sin alimentos y sin techo, uno se da cuenta de lo lejos que está. Y esa lejanía, la de las tragedias, tiene dos caras, la incomunicación real y la comunicación mediática, y ambas son ingratas, son voraces y egoístas.

Por un lado es imposible saber qué está sucediendo en tu pequeño espacio, ése que alberga a tu familia, a tus amigos, a esos prójimos que son tu país porque son lo que en tu patria dejaste, los que cuentan las novedades o te anuncia difuntos o te mantienen al día de las mínimas y miserables peleas de barrio que mantienen el calor en medio del invierno que este año, como siempre sucede, es más frío que nunca. Las líneas telefónicas cortadas por las feroces tijeras de la tragedia, Internet “caído” como el soldado que muere aún antes de la batalla, toda la maquinaria moderna convertida en nada, en máquinas inútiles y obsoletas que no son capaces de transmitir esa voz que nos devuelva la calma y que nos diga que, sí, que ha sido grave, que hay víctimas, que es triste, pero que, felizmente, gracias a todos los dioses, los tuyos, los nuestros, los prójimos inolvidables, están a salvo. Sí, ya sé que es egoísta, pero es humano.

Por otro lado, los medios te llenan de cadáveres el almuerzo y el noticiero de la tarde se regodea en una solidaridad morbosa y toma tras toma los muertos se van colando por la pantalla y se apoderan del comedor, de la sala, de los dormitorios. Los diarios no hacen menos y amanecen repletos de episodios sangrientos, de recuento de víctimas, de heridos y desaparecidos, de casas caídas, de bienes perdidos, de sumas y restas que son la numerología del terror, la aritmética de la muerte.

Entonces la incertidumbre es mayor porque no es una inundación en una región ignota de Asia, ni un terremoto en algún pueblo impronunciable del Medio Oriente, ni la hambruna feroz en alguna aldea de África donde dos gorilas empaquetados y cargados de medallas se pelean por las últimas minas de diamantes. No, esta geografía es identificable, esas casas son como mi casa, esa gente como mi gente, ese idioma lo entiendo, esa forma de hablar es nuestra, esa manera llorar y lamentarse por los embelecos de la naturaleza —esa diosa monstruosa, impredecible, generosa y destructiva— es la nuestra, la de “nosotros”, esos que soy, esos de los que soy, de los que era parte, pero ya no, porque el exilio, aún el más dorado de los exilios, te roba del lugar y del momento, te secuestra del espacio que era tuyo y te convierte en un turista, en un extranjero en tierras propias (que ya no lo son) y en patrias extrañas (que lo serán siempre).

Sé que debiéramos sentir más la tragedia ajena para entender un poco mejor la nuestra, pero es difícil esa visión, esa generosidad, esa grandeza; los pobres tipos que somos, aún débiles, aún grises, aún egoístas, actuamos al revés, solo entendemos mejor la desgracia humana cuando es nuestro alrededor el que se desboca, cuando son nuestros los muertos, cuando son nuestros los niños que no tienen para llevarse un pan a la boca.

Nada me justifica, simplemente, escribo de la pena que me toca.

martes, 14 de agosto de 2007

DESDE TEXCOCO

Recuerdo que cuando era un niño escuchaba casi febrilmente, en el viejo tocadiscos que mi tío Tomás nos regaló, a Jorge Negrete, a Pedro Infante y a Miguel Aceves Mejía; de los tres, el primero, arrogante y orgulloso, con voz inimitable y gesto altanero, era mi favorito. Obsesivo, compulsivo y adictivo, tantas veces agoté esos discos por oír hasta el hartazgo (de los demás) las canciones que me gustaban, que me aprendí, de cabo a rabo, las rancheras más populares con las que atronaba y torturaba, desde la ducha, cuya ventana daba a la vereda, a todo aquel que se atreviera a pasar por la calle Reynaldo Morón del parque España del barrio de mi infancia (de todas la rancheras, “Juan Charrasqueado”, era mi favorita, ¿sería, acaso, por eso de “borracho, parrandero y jugador” que nunca fui ni seré aunque me empeñe en los años que de vida me restan?). Alrededor del parque, todos sabían que estaba duchándome porque, en vez del valsecito criollo de rigor, me empeñaba en lanzar al aire las notas de cuanta ranchera se me había grabado en la mollera. Como la infancia es la edad de la impunidad y de la ignorancia, hasta entrada mi adolescencia estaba seguro de que iba a ser un famoso cantante e, igual que Negrete, iba a llenar teatros, iba a hacerle un desplante de esos a los linajudos que compararan palco e iba a dirigir mi voz y mi canto “a los de arriba”, a los de allá en la cazuela, a los nacidos “en el barrio más humilde, alejado de los vicios de la falsa sociedad”. Mis padres y mis hermanos —generosos y poco dados a sembrarme de tempranas desilusiones y sabedores de que la vida se encargaría de darme el sentón indispensable— jamás me advirtieron que lo que salía de mi boca no era música sino una especie de sonidos aguardentosos y destemplados por los que Duque —mi inolvidable perro chusco, el perro de mi niñez— se escondía debajo del largo mueble de madera donde creía guarecerse, tras la barrera de sus gruñidos, de mis gritos, cuando cantaba, y de cualquier intento de meterlo a la vasija grande de plástico, cuando los meses y la mugre exigían el baño de rigor. Sólo mucho tiempo después, Pipo, mi profesor de arte, y maestro impecable e implacable, me dijo un seco “siéntate” dos segundos después de haber empezado yo con el “ah-ah-ah-ah-áh” de las audiciones para la zarzuela del colegio, y pude entender —¡oh, furibunda realidad!— que nací negado para el canto y que Negrete podía dormir tranquilo su larga muerte porque yo ya no era capaz aventajarlo en fama ni en teatros desbordantes.

No contento con escuchar los discos, también veía las películas mexicanas en las que las tragedias sucedidas y los llantos derramados, sólo podían ser superados por las desgracias que nos mostraban sus telenovelas (sí, esas donde del guión sólo cambiaban los nombres porque en todas el asunto era una infidelidad y un amor prohibido entre ricos y pobres) que empezaban a las diez de la mañana y acompañaban a Teresa, la cocinera fiel que siguió con nosotros aún en las más graves pellejerías, mientras preparaba el almuerzo, mientras comíamos y mientras dejábamos digerir, con paciencia, las lentejas de los lunes o el recurrido arroz con huevo frito y camote de cualquier día de mi infancia, que no entendí —jamás— como consecuencia lógica de la pobreza sino como promesa de una delicia —un revoltijo maravilloso— que el más encopetado de mis amigos envidiaría. Luego, a las tres o cuatro de la tarde, cuando la batería de telenovelas mexicanas no alcanzaba —que después aprendí que había que guardar las más lacrimógenas para el horario estelar de las ocho—comenzaba la musiquita inconfundible del Chavo y toda su vecindad inmersa en esa esperanzada mediocridad —¿o mediocre esperanza?— que después supe que ilustraba tan bien los sueños extraviados de la venida a menos clase media latinoamericana. Aunque años después un mexicano, sin duda más culto y mejor informado que yo, sostuviera —casi furioso— que detestaba a Gómez Bolaños porque había creado una imagen distorsionada de México (afirmación que no discutí entonces pero que ahora —in situ y tras varias experiencias con la mexicanidad— me atrevo a poner humildemente en duda).

Más adelante, mi contacto con México salió de las efímeras esferas artístico-familiares y, ya en el colegio, estudiamos —como al pasar, como se estudiaba todo en nuestros colegios— el país de los Mayas y de los Aztecas, a Quetzaltcoalt y a Tláloc, el Popol Vuh y el Náhualt, a Cortés y a Marina —la mujer incomprendida, la justificación del machismo, la Malinche, que poco o nada tiene que ver con ese vocablo feroz que es “malinchismo”, con el que hasta ahora, con cólera sostenida, con resentimiento de macho burlado, se refieren los habitantes de estas tierras a los traidores y vende-patria—.

Entonces México se llenó de nombres y de hechos, de la grandeza de los pueblos prehispánicos, de la audacia de Cortés, ése que quemó sus barcos para obligar a los suyos a una conquista en la que nadie creía, o de la serenidad orgullosa de Cuauhtémoc y el “mi lecho no es rosas” con el que contuvo el lagrimeo femenino de los otros jefes indígenas torturados junto a él por la codicia insaciable de los españoles que, sin embargo, son también nuestros padres.

Ya adolescente, y rebuscando insaciable en la biblioteca familiar, me encontré con una biografía de Doroteo Arango —el joven labrador a quien la injusticia y la vejación de los hacendados convirtió en Pancho Villa—, que llenó mi imaginación de jinetes, revólveres y hombres rudos que hicieron la más famosa de las revoluciones de nuestra América Morena. Aprendí de Villa y Zapata, de Madero y Carranza, de esa época de valor y coraje, con guerrilleros —implacables, bigotones, con las cananas en bandolera, con sombreros inmensos y agallas de sobra— a los que cantaba Lucha Villa —“aquella famosa coronela”— con esa voz de trueno que ponía en alerta al más pintado.

Ya grande leería a Rulfo y a su “Pedro Páramo” con ese magnífico "me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre" que lanzó don Pedro cuando nadie se enteró de la muerte de Susana San Juan; o el valiente “quién es mayor de culpar / aunque cualquiera mal haga, / ¿la que peca por la paga / el que paga por pecar?” que exclama Sor Juana de Asbaje en sus “Hombres necios”, ese poema honesto y claro, escrito por una corajuda mujer del siglo XVII; o los versos de Paz cuando dice, en su “Piedra de Sol”, "soy otro cuando soy, los actos míos / son más míos si son también de todos" para que podamos entender lo que significa la solidaridad y su indispensable necesidad entre los hombres; o, por último, el disfrute tortuoso —como preparándome para este encuentro con estas tierras que tanto y tan apasionadamente han ocupado mi fantasía desde la infancia— de "Los detectives salvajes", novela en la que Bolaño —extranjero, como yo, en estas tierras— pinta tan bien una época literaria y una geografía urbana, inmensa y delirante, interminable y laberíntica, como la del DF.

Así, este espacio, a la deriva en el infinito del mundo virtual, no pretende ser otra cosa que la crónica —subjetiva, coja, iletrada y casi analfabeta— de mis días, noches, aventuras y desventuras, en este "México, lindo y querido" que ahora habito, aquí desde este lago de Texcoco que desfallece, desde este Distrito Federal que me aloja, en estos tiempos de mi vida, en estos días que se vienen, llenos de sorpresas, tropiezos, descubrimientos y novedades.