domingo, 30 de marzo de 2008

JIS 6

Renuncio a atormentar a quien me lea con una descripción exhaustiva de cada una de las entrevistas que tuve, solo diré que, con las particulares diferencias de estilo, todas seguían un patrón parecido, un formato común generado, probablemente, en la repetición, año tras año, del mismo procedimiento: preguntas generales sobre la educación, los jóvenes y el trabajo internacional; preguntas particulares sobre mi forma de enseñanza, mi experiencia docente, mi actual circunstancia, "¿por qué quieres irte del país en el que vives?", "¿cómo te sientes con la idea de vivir en el extranjero?", "¿crees que puedas adaptarte?" (al clima, a la región, a las costumbres).

Había conversado con toda la gente que pude sobre estas entrevistas, que a mí, sin mayor experiencia previa en este tipo de ferias, se me antojaban misteriosas y hasta inciertas. Personas con más kilómetros recorridos me dieron generosos consejos, claves, trucos, palabras adecuadas, temas prohibidos, puedo decir que en un mes aprendí "el abecé de una entrevista exitosa" y quedé instruido, con afecto, en algo que hacía mucho no realizaba, una entrevista de trabajo.

La primera –y la última– que recordaba se remontaba a 1992, yo era un joven arrogante, dueño del mundo y me sentía capaz de cualquier cosa, así que –animado por mi hermana que veía con preocupación mi inclinación por las letras y mi probable futuro de poeta indigente– se me ocurrió la bizantina idea de ir, con mi recién obtenido Bachillerato en Derecho y Ciencias Políticas, a ofrecerme de jefe regional de ventas para una inmensa transnacional que hasta ahora vende, champú, jabones, papel higiénico, tampones femeninos y otras sutilezas. ¿Qué hacía allí? Nunca lo sabré con certeza, pero creo que el Jefe de Recursos Humanos se sorprendió cuando me preguntó dónde me veía en diez años y le respondí, suelto de huesos, "en su puesto" (a este paso ya sería Gerente General con carro del año en la puerta o, más probablemente, un ilustre desempleado).

Claro, mis posibilidades laborales se veían afectadas por algunos pequeños inconvenientes; para empezar, jamás había vendido nada en mi vida (salvo que cuenten los helados artesanales –agua y refresco de sobrecito– que le vendía a mi madre cuando quería compensar a los muchachos del parque España que la ayudaban a cargar la canasta de las compras o, tal vez, el próspero negocio de sánguches de pollo que abandoné a las pocas semanas porque consideré que mi amistad con Mario –que hemos logrado conservar tres décadas– era más importante que las liliputienses ganancias que generábamos mi socio y yo), pero le dije al entrevistador, con la displicencia de mis veintipocos años, que "eso es muy fácil, ¿no?"; después estaba el asunto del inglés –que los años han evolucionado de mi analfabetismo absoluto al desparpajo más o menos ilustrado que me alumbra ahora–, no era exactamente una bandera que me defendiera aunque, claro, le dije que "inglés aprende cualquiera" (afirmación tan cierta como inconsistente); y, finalmente, el pequeñísimo de que no sabía manejar pero "era cuestión de días" para que pudiera conducir como Niki Lauda la camioneta que iban a darme para usarla en los accidentados caminos de la sierra de mi país.

Como no es difícil de colegir, no me contrataron. De allí en más obtuve trabajo como se consigue en Latinoamérica, conoces a alguien que conoce a alguien que busca a alguien que haga algo que tú sabes hacer, una llamada, una recomendación, una conversación informal y, ¡listo!, ya eres empleado de alguien que, si lo hiciste bien, será el contacto y la referencia para la próxima posición a la que aspires.

Dicho esto es sencillo deducir que mi alarma ante las entrevistas que se venían encima era más que el simple alucinado producto de mi neurosis y que mi preocupación, que iba en aumento a cada minuto, fuera mayor que un "simple y comprensible nerviosismo", más aún después de la desastrosa y desmoralizante entrevista que tuve con el colegio en Medio Oriente donde mi "no título" se tradujo en "no trabajo".

Sin embargo, cuando ya la desolación me pesaba en los hombros más que el exceso de kilos que habitualmente arrastro, recordé a mi entrañable amigo Eddie, el causante de todo esto, el padre de esta situación que me tenía en la encrucijada laboral. Mientras camina por el corredor del piso en donde estaba la habitación del director del colegio en China, Eddie y su claridad, vinieron a mí con las sencillas palabras que despejaron mi panorama en uno de los tantos correos que me escribió: "Dejáte de preocupar, sé quien sos y te va a ir bien, ese es todo el sentido de la entrevista, ser honesto, te lo aseguro; además, contigo no hay medias tintas, o te corren o te contratan". Así que eso hice.

Conversé con cada uno de los entrevistadores con la soltura que puede tener uno frente a alguien que conoce hace tiempo, claro, no con la libertad de quien habla con un viejo amigo pero sí con claridad y franqueza. Dije lo que pensaba y lo que sabía, lo que no sabía no lo dije o, si me lo preguntaron, dije que no lo sabía. Huí de ese viejo vicio de suponer que debemos tener respuesta para todo y acepté el "no lo sé" como una opción humanamente posible, comprendí que estas personas, que llevan muchos años haciendo lo mismo en una docena de ferias periódicas alrededor del mundo, tienen suficiente experiencia como para percatarse de esa antigua debilidad de querer parecer perfecto frente a quien nos está evaluando, conté mi historia como me la sé, que es como la he vivido, con sus buenos y malos ratos, con mis logros y mis fracasos, con las grandes satisfacciones que ser docente me ha dado a través del tiempo y, también, con esas temporadas en las que todo parece encaminarse al desastre, hablé de mis alumnos como hablan ellos de mí, con esa misma informalidad y cercanía con la que los he tratado en estos casi veinte años que llevo enseñando, con esa cotidianeidad a la que me niego a renunciar, esa que establece relaciones horizontales con los chicos y chicas –muchos de ellos hoy día hombres y mujeres, padres y madres de familia con quienes conservo la vieja amistad que surgió en el aula–. Pensé en mis alumnos mientras hablaba de ellos, jóvenes que no pretenden nada más que ser considerados como iguales en el más humano sentido de la palabra, que no desean otra cosa que conversar, ser escuchados, tener la certeza de que aquel que tienen delante sabe un poco más –porque tiene un poco más de experiencia– pero, sobre todas las cosas, se interesa por ellos, por sus vidas, por sus sueños, sus tristezas, sus amores y sus andanzas. Así, inspirado en esas reflexiones, hablé de lo que he aprendido en este tiempo, de cómo me hice profesor por error o, peor, por necesidad, cómo era un adolescente cuando Manolo –uno de mis amigos entrañables– tuvo la bizantina idea de abrir una academia preuniversitaria y me puse a enseñar historia para ganar unos centavos que me permitieran llevar más levemente mi propia vida de estudiante y cómo así, poco a poco, y sin darme cuenta, fui deambulando de academia en academia, fui acumulando historias y nombres y amistades y un día, sin demasiada consciencia de lo que hacía, terminé de profesor de secundaria en un maravilloso colegio de locos en Barranco donde lo importante eran los chicos y no las calificaciones, donde la preocupación era que los alumnos estuvieran bien y no que se supieran de memoria la tabla de elementos químicos o las fechas de cada una de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, donde el quehacer diario de los profesores no era perderse en mil reuniones "de coordinación" o de "análisis" o de "programaciones" sino verificar que los jóvenes estuvieran bien en el más amplio y amable sentido del término, sintiéndose parte de una comunidad a la que le importaban sus opiniones, sus vivencias y sus temores.

En cada entrevista, me fui internando en mis recuerdos con la libertad de quien dice solo lo que sabe y lo sabe porque lo ha vivido y lo recuerda y lo vuelve a vivir; hablé de cómo llegué al mundo de los colegios internacionales de la mano de Cecilia que un día me vio leyendo poesía y creyó en mí, de mi experiencia en ese sistema diferente pero, al mismo tiempo parecido, "porque los jóvenes son jóvenes en todas partes"; narré mis experiencias trabajando al mismo tiempo con chicos de diferentes culturas, de distinta lengua materna, de tradiciones y aun de creencias distantes y muchas veces opuestas y enfrentadas; expliqué lo fascinante que puede ser tener en una misma clase a católicos, cristianos, judíos y árabes, y cómo sabía ya, con certeza, que el diálogo, la convivencia, la comprensión, la tolerancia y el respeto mutuo a las ideas no solo son necesarias sino que son absolutamente posibles.

Arrastrado por mi propio entusiasmo, fui de entrevista en entrevista con la seguridad de quien va a decir su pequeña verdad, una verdad que no puede ser contradicha ni que será jamás cazada en falta porque, con sus altos y bajos, con sus malos ratos y sus buenos días, fue lo que fue y es lo que he vivido en estos años en que me fui descubriendo como maestro, porque si bien es cierto que empecé casi por error, es más cierto aún que la docencia me fue ganando poco a poco, que se fue haciendo parte de mi vida y que, sin que yo me diera cuenta –solo lo supe el año pasado, cuando estuve muchos meses sin dar clases, lejos de mis alumnos y de mis libros–, se convirtió en parte esencial de mi existencia.

Así seguí y seguí, hablé y hablé en un inglés (que aún no sé cómo me sale) y respondí con mis simples verdades todas las preguntas que se me hicieron, planteé mis dudas, pregunté con curiosidad y fui el que soy. ¿Malo, bueno, regular?, no lo sé, eso lo dejé al juicio de los otros, esos otros que eran, en definitiva, quienes iban a darme o no el trabajo que andaba buscando. En resumen, seguí el consejo de Eddie, fui auténtico o, al menos, fui lo más auténtico que puede ser un ser humano en estos tiempos que endiosan la imagen y las formas, en estos tiempos de plástico y silicona.

Me fue muy bien. Bueno, sentí que me fue muy bien. Aunque en las cinco entrevistas de ese día no obtuve ninguna confirmación ni ningún ofrecimiento de China, ni de dos de los Emiratos, ni de Escocia ni de Estados Unidos, me sentí satisfecho conmigo y con mi jornada; como alguien me enseñó, "que se nos condene por lo que somos, no por lo que no somos".

Esa noche, antes de irnos a comer con Jessica, Marc y Gail, pasé por última vez por la sala donde teníamos los folders donde nos dejaban las notas. Hallé una, China quería conversar nuevamente conmigo...

1 comentario:

George dijo...

a mi me sucedi... conoci a alguien que concia a alguien y me contrataron y ahroa trabajo para algien :D