A las devotas que pensaron que este artículo iba a ser una especie de remembranza del papa Wojtyla, lamento desilusionarlas, Juan Pablo es un argentino de veintitrés años que ha recorrido buena parte de Latinoamérica a pie, en bus y en barco, valiéndose de sus estudios de joyería y de su habilidad como malabarista.
Lo conocí ayer en la noche, acababa de ver una película que narra las angustias de una joven abortista en medio del asfixiante ambiente de Rumania en los últimos años de Ceausescu, el dictador que luego sería fusilado junto a su esposa en la navidad de 1989. La cinta en cuestión, digna del cine europeo, abundaba en ansiedad y zozobra, lo que hacía lenta y pesada su digestión; así que, para que el proceso fuera menos amargo, decidí acompañarla con un jugo de fresas con leche que ofrece un kiosco que se ha apoderado de la calle solo a una cuadra del centro comercial donde suelo ver películas y a unas diez de la puerta del edificio que me alberga.
Iba, con la boca endulzada por el “batido de fresa”, pensado en lo que escribiría esta semana. Tenía decidido hace varios días hablar sobre la lluvia, esa lluvia que llega, todo lo inunda, todo lo desborda y todo lo limpia. Meditaba metáforas y buscaba ideas cuando llegué al semáforo de siempre, en la esquina del parque, al lado de la gasolinera. La luz acababa de cambiar y el rojo detuvo a los automóviles y me cedió el paso, en sentido contrario avanzaba un joven rubio y delgado jugueteando con algo en las manos, se detuvo en medio de la pista y, al pasar a su lado, vi que manipulaba unas bolas de colores con los que empezó a hacer malabares.
Cerrada como estaba la noche, las bolas, que se encendían en luces multicolores y psicodélicas, llamaban la atención. El malabarista dominada su oficio, jugaba con ellas como si las llevara sujetas de algún hilo invisible, las hacía volar por los aires, se las pasaba por los brazos, por los hombros, por la cara, y realizaba tan bien su rutina que me dejó de sorprendido espectador de la función. Diez segundos antes de la que luz se pusiera verde nuevamente, detuvo su trabajo, hizo una reverencia y se acercó sonriente a los automóviles; más de una ventana cedió y más de una persona premió su trabajo con unas monedas.
Lo esperé. La curiosidad pudo más que mis ganas de irme a dormir y lo saludé. Él respondió amable y pronto estuvimos conversando animadamente sobre sus peripecias a lo largo del continente americano.
Tiene veintitrés años y se llama Juan Pablo. Es argentino de tercera generación, sus bisabuelos llegaron a Buenos Aires a comienzos del siglo XX y sus abuelos se trasladaron a Bariloche, donde él nació y donde el “nono” fundó una funeraria. En la sangre lleva varias sangres (criollos, italianos, españoles y hasta una gitana forman su genealogía), pero “soy argentino, aunque soy vegetariano y no me gusta el fútbol”. Lo gitano lo lleva en las venas, “los emigrantes no sabemos quedarnos quietos” me dice en ese plural que me confirma que también soy extranjero en estas tierras. Empezó a recorrer América “apenas me dieron el pasaporte”, porque “en mi país podés manejar y comprar cerveza desde los dieciocho pero no podés viajar sin permiso de tus viejos hasta que tengas veintiuno”, así que apenas los cumplió armó un morral con sus cosas y se fue a andar por el mundo. Antes, en el camión de un tío transportista, había recorrido media Argentina.
Ha vivido estos últimos años gracias a dos talentos, sus estudios de orfebrería, que le permitieron ir creando con sus herramientas aretes, collares y pulseras que fue vendiendo o canjeando por alimentos y vivienda (“un cuarto, un colchón en el piso, un poco de agua, aunque sea fría, pero eso sí lo primero que tenés que hacer al llegar a cualquier ciudad es averiguar dónde pasarás la noche; en la calle jamás, es bueno ser aventurero pero no idiota”) y su necedad (“los tanos somos tercos, hace años, cuando estaba estudiando joyería, mi novia de entonces se apareció un día en el taller y me llevó tres bolas para hacer malabares y me retó a que aprendiera a usarlas, allí estuvieron las bolas varios días, las miraba y las miraba, hasta que una tarde empecé a lanzarlas al aire y me pareció imposible, se me caían, no lograba coordinar, no les encontraba el truco, pero soy tano y soy necio y no paré hasta que lo hice, me demoré más de un mes, pero lo logré, luego aprendí que todo se trata del ritmo, si tenés oído musical es mucho más fácil pero si eres una persona como yo, sin talento para la música, siempre te quedan los números, cada movimiento tiene un número y la combinación de ellos te da la rutina, ahora le puedo enseñar a cualquiera el trabajo básico en una hora”).
Hace tiempo, su mejor amigo (“¿amigo del alma?”, “no, amigo de la vida”) emigró a México (“se vino a buscar laburo y ahora trabaja de modelo publicitario y le va bien”) y él le hizo la firme promesa de seguirle los pasos (“no sé cuándo, pero iré”). No se dio cuenta, pero a los veintiuno, cuando con su morral a cuestas comenzó su jornada “por viajar un poco”, empezó a cumplir su palabra.
Con el pasaporte en la mano se dirigió al norte en tren, primero a Buenos Aires, esa maravillosa inmensidad, después, Mendoza, Córdoba, Tucumán, Salta y, de allí en más, empezar a saltar fronteras. Bolivia le pareció un lugar hermoso, “sobre todo la parte de Santa Cruz”, la gente es amable y acogedora, luego el Perú, “un país espectacular”, Puno, Cuzco, Arequipa, Lima, Trujillo, Cajamarca, Piura, “me lo recorrí todo, trabajando en todas partes, estuve viviendo en Barranco, ¿no crees que se parecen Barranco y la Condesa?, yo creo que sí, aunque más se parece a Palermo en Buenos Aires; me encantó Huanchaco, qué playa más hermosa, viví en una academia de tablistas, comiendo ceviche, porque lo mejor del Perú es su comida, es deliciosa”. Después Ecuador, “donde viven medio acomplejados por el tema del dólar, la policía te persigue porque crees que vas a llevarte sus dólares, como si fueran suyos y no de los gringos”. Luego Colombia, “un país bello, con gente amable y educada, aunque Cartagena es un lugar muy caliente, mucha droga, muchas redadas” y, finalmente, Venezuela “a donde he llegado en dos oportunidades y, no sé por qué, es donde peor te tratan, no te dejan trabajar, te persiguen, si ven a alguien laburando en las calles lo paran y si te paran te ponen contra la pared, te sacan todo el dinero que tengas y se largan, te asaltan y se van, yo he estado en todas partes, me he metido a zonas pobres y zonas peligrosa y jamás sentí miedo, después de Venezuela fui a Brasil, he vivido en favelas y nunca tuve temor, en el único lugar donde sentí miedo fue en Venezuela, y solo cuando veía a la policía, en todas partes de América la policía quiere algo, es verdad, en todos los países si te paran, te van a sacar dinero, te piden una contribución, unas monedas, unos mangos, y se van, saben que estás igual que ellos y que tenés que ganarte la vida, pero en Venezuela te maltratan, dicen que hay muchos argentinos, te golpean y te roban; acá en México, por ejemplo, no se meten con uno que está trabajando en las calles, al contrario, los patrulleros pasan y se quedan mirando, hasta me invitan un refresco, el otro día una chica medio desubicada me gritó en esta misma esquina, me dijo que era un muerto de hambre, la patrulla que estaba viendo mis malabares detuvo el tráfico y por el altavoz dijo que se identificara la persona que había cometido esa falta contra los buenos modales, fue muy gracioso ver a la policía defenderme…”.
Ha recorrido mucha América, “no pude seguir mi viaje por tierra a Centro América porque no hay carretera, tenés que tomar una avioneta a Ciudad de Panamá y te exigen quinientos dólares de garantía, además, estando en Caracas me enteré que iba a ser tío, así que decidí darme la vuelta para ver a mi hermana, me fui por la sabana, pasé por la selva, estuve en los ríos, recorrí el Amazonas en barco y he visto los atardeceres, echado en mi hamaca, en la cubierta, mateando y perseguido por una docena de delfines rosados que acompañaban la nave como jugando, crucé todo Brasil y me enamoré varias veces, qué minas más hermosas, después pasé por Paraguay y llegué a Argentina y estuve con mi hermana para el parto, aún me quedé un par de meses más, compré nuevas herramientas, hice nuevas joyitas, junté algo de dinero y me lancé de nuevo, cuando llegué al Perú por segunda vez llamé a mi amigo y le dije que ahora sí, que me fuera haciendo un campo en su depa, que ya iba para allá, un año después tomé el avión en Caracas y llegué a México”.
“¿El futuro?, no sé, no me preocupa demasiado, quiero seguir viajando, quiero seguir conociendo gente y lugares, creo me quedaré un buen tiempo en México, me encanta, vivo en la Condesa, en una quinta, el cuarto me cuesta poco y, con lo que saco trabajando, me alcanza; claro, hago de todo, trabajo de mozo y también de modelo para comerciales y extra en telenovelas, me muevo todo el día, llamo aquí y allá y siempre consigo algo, por suerte jamás he pasado hambre, siempre he tenido algo que comer y un lugar donde pasar la noche, tengo una mochila con mis cosas pero casi nada es indispensable, varias veces lo he vendido todo para comprar el pasaje para la siguiente ciudad, no me gusta quedarme en un lugar por mucho tiempo, pero acá la paso bárbaro, así que estoy regularizando mis papeles con un abogado trucho que trabaja en migraciones, todavía le debo quinientos dólares así que aún no me devuelve mi pasaporte, pero ya tengo un permiso de trabajo, cuando me canse me iré, como siempre, ¿a dónde?, quiero ir a Europa, tengo amigos que allá, hacen lo mismo que yo y les va muy bien y regresan cada año a ver a la familia, yo primero quería llegar a México, para cumplir mi promesa, después ya veré, si no junto lo suficiente, a lo mejor me voy a Centro América un tiempo y regreso a Argentina a ver a mi viejita, mi mamá siempre me dice que me extraña…”.
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