viernes, 28 de setiembre de 2007

TAN SOLO ESCRIBO PARA DAR LAS GRACIAS

Nací en un mediodía de setiembre
cuando en el Sur el tiempo es primavera,
cuando se anima el sol y se levanta
cansado y remolón, de tanta siesta.
Tuve paz, tuve amor, tuve familia,
mi madre fue mujer valiente y buena,
mi padre fue varón bueno y valiente;
ambos me dieron decisión y fuerza.
Tuve la suerte de tener hermanos
y aunque nunca faltaron las peleas
somos aún un cuerpo que defiende,
leal y solidario, sus fronteras.
Tuve una infancia como cualquier otro,
entre la fantasía y la inconsciencia;
recuerdo que jugaba desde niño
con las manos tenaces de mi abuela.
Tuvimos, unas veces, vino y carne,
otras veces besamos la pobreza,
un tiempo anduve en carro y muchos años
tuve que andar a pie o en bicicleta.
Fui como todos, fui como ninguno,
jamás me acompañó la buena letra
y fui, por hablador y distraído,
una queja común de las maestras.
Me salvaban las notas, los guarismos,
los números que honraban mi libreta,
¡aunque yo me aburriera como un hongo
al “ma-me-mi-mo-mu” y su cantaleta!
Crecí bastante más de lo debido
y pronto comenzaron con las dietas,
con los dulces prohibidos, con las pastas
“que no debes comer, porque te aumentan”.
Me dijeron “camina” y caminando
compartí parques, plazas y veredas,
primero con mi padre y de repente
con muchachas que son viejas ausencias.
Con audacia, victorias y fracasos,
llegué sereno hasta la adolescencia
y supe que el amor se viste, a veces,
de esa amiga que tiene lindas piernas.
Anduve con amigos de los cuales
conservo a los mejores, sin urgencias,
pasamos por los mismos desafíos
y compartimos lágrimas y piedras.
Conocimos mujeres para el rato,
unas en alquiler, otras en venta,
y dijimos mentira tras mentira
tan solo por un beso, ¡qué inocencia!
Nos lo jugamos todo en la partida
—que todo es nada cuando se comienza—,
y empezamos a hacernos un camino
a paso lento, sin pensar siquiera.
Cuando se es joven nunca pasa el tiempo,
lo mismo da verano o primavera,
se avanza sin volver atrás la cara,
sin extrañar las cosas que se dejan.
Nunca supe si estuve enamorado,
si fueron ilusiones o luciérnagas,
si alguno de los tantos abandonos
pudo llamarse amor, a ciencia cierta.
Sin embargo las quise como nadie
jamás en su existir podrá quererlas,
los otros se llevaron las caricias,
yo me robé su fe, simple y primera.
Un día le escribí algunas palabras
a la que entonces era la más bella,
alguien lo supo, comenzó a burlarse,
y desde entonces dicen: “es poeta”.
Estudié abogacía por un lustro,
soy bachiller en leyes —sin ofensa—
decidí no ejercer la vez que supe
que la justicia se encontraba en venta.
Me volví profesor porque a los veinte
la mala paga del docente es buena,
y vi la luz de tantos maniatados
tras la ferocidad de una carpeta.
En ellos aprendí ganas, coraje;
valor y voluntad, aprendí en ellas;
mis alumnos le dan vida a mi vida
y una alegría insospechada, inmensa.
También he publicado algunos libros
que unos cuantos leyeron con paciencia,
y he descubierto que la vida tiene
algo de cierto y mucho de novela.
Tengo a mi lado una mujer que existe
sobre las olas de cualquier anécdota,
con un alma sencilla y generosa,
con pasión, voluntad e inteligencia.
Tengo una patria que no se limita
a la vulgaridad de las banderas
y una ciudad sin cielo a la que extraño
porque en ella nací, y ella me espera.
Tengo familia, amigos, libertad,
tengo tres perros y una biblioteca,
un corazón que late todavía,
un sueño, una emoción y algún poema.
Le debo tantas cosas a los tantos
que fueron guías, brazos, centinelas,
y soy mal pagador; pido disculpas,
siempre fui torpe cancelando deudas.
La vida es un hermoso sinsentido
y es dándole sentido que se eleva,
nos consuela, nos da, nos eterniza
y nos redime de nuestras miserias.
Tan solo escribo para dar las gracias
a todos, por su tiempo y su paciencia,
porque son cómplices en el milagro
de querer y querer y que me quieran.

domingo, 23 de setiembre de 2007

¡VIVA MÉXICO!

Más allá de cualquier experiencia desagradable con algunos gendarmes, México es su gente y su gente es cordial, simpática, afectuosa. Si bien es muy pronto para hablar de entrañables amistades, no lo es para decir que, una vez hechas las presentaciones, puedes hallar gente cordial y amable dispuesta a darte una mano, aconsejarte dónde comprar, guiarte por las laberínticas calles del DF o, sencillamente, explicarte la mejor manera de preparar unos chiles rellenos.

Michelle y Luis son nuestros vecinos. Vivimos, “pared por medio”, en el mismo condominio y son personas sumamente cordiales y amigables. Cuando nos invitaron a su casa “a dar el grito” (y no piensen barbaridades), me pareció una ocasión fascinante para ser testigo de cómo celebran los mexicanos sus fiestas patrias.

Lo que se conmemora el 15 de setiembre es el comienzo del proceso revolucionario que empezó con el movimiento anti-bonapartista liderado por el famoso cura Hidalgo en el pueblo de Dolores, cuando éste, alertado por la mujer del Corregidor, la famosa conspiradora Josefa Ortiz de Domínguez, se apresuró a ejecutar los descubiertos planes sediciosos y, en la misa del amanecer del 16 de setiembre 1810, instó al pueblo a alzarse en armas al grito de “¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡abajo el mal gobierno!, ¡viva Fernando VII!” (porque eso del “¡Viva México!, tres veces repetido o el muy famoso “¡Mueran los gachupines!” fueron agregados posteriores, pues “México” solo se llamó así después de la independencia y la proclama del sacerdote no era independentista sino contraria a la invasión napoleónica a España). Todo esto lo averigüé navegando en Internet para no llegar completamente desinformado a la reunión que prometía ser, según nos dijo Michelle, muy emocionante.

No se equivocó. En la casa estarían media docena de familias y una docena de chiquillos entre pocos meses y catorce años, todos vecinos del mismo lugar. Estaban allí los púberes, armando un desbarajuste impresionante, yendo y viniendo, correteando; los chicos jugando fútbol en el patio, las chicas haciendo coreografías con unas canciones que no conocía. Me impresionó ver a todas las niñas vestidas con trajes típicos, unas de “chinas poblanas” otras de “adelitas” (la legendaria heroína de la revolución mexicana).

La reunión estuvo animada, una de esas reuniones de barrios donde cada cual lleva algo, todos llevan de más y hay comida, bebidas y alcohol para los próximos tres fines de semana. Las horas pasaron entre el estruendo de la música adolescente y las conversaciones a todo pulmón que manteníamos entre los adultos y que giraban, dignas de la fecha, entre los temas políticos y los históricos, sazonados, evidentemente, por la chismografía farandulesca y las últimas ocurrencias dentro del condominio. Luego de los “piqueos” de ley (que acá se llaman “botanas”) escuché el melifluo canto de sirena de Michelle que anunciaba “pasen a la mesa, la comida está lista” y empezamos a degustar una serie de platos típicos mexicanos (tópico del que me ocuparé en otra ocasión).

Estábamos en plena faena alimenticia cuando alguien dijo “ya son las once menos cinco” y, como si fuera una orden militar, todos se pusieron de pie y se dirigieron hacia el televisor que había en una salita de estar donde hasta hacía un minuto los chicos menos chicos veían no sé qué canal que transmitía estridentes videos musicales. Cambiaron a otro donde se veía la transmisión en vivo desde “el zócalo”, la plaza de armas del Distrito Federal, atestado de gente, colorido, lleno de luces y banderas mexicanas y donde miles de personas se apretujaban frente al palacio de gobierno.

Todos aguardaban la aparición del presidente. La guardia de honor fue en su búsqueda, el mandatario salió al encuentro de los uniformados y, tras los saludos de rigor, el comandante general del ejército mexicano, tomó en sus manos el estandarte que empuñaba la guardia y se dirigió a paso firme hacia un balcón. En la salita donde estábamos el silencio era respetuoso, alrededor del televisor nos encontrábamos todos los que allí habíamos ido y nadie, ni los más chicos, decían nada, mirando arrobados cómo el presidente salía a encontrarse con la gente que desbordaba la plaza.

Encaró al público y repitió la arenga que —históricamente cierta o no— se ha venido repitiendo por todos los presidentes mexicanos desde hace décadas. La arenga que en cada plaza de la república es lanzada también por los gobernadores y por los alcaldes, la arenga que se pronuncia en las embajadas de cualquier rincón del mundo y en cualquier lugar donde un grupo de mexicanos se reúna en nombre de su patria. Cada uno de los tres “¡Viva México!” que lanzó el presidente retumbó en la sala donde me hallaba, multiplicado por los gritos unísonos de todos, grandes y pequeños. Inmediatamente una banda comenzó a tocar y el “Mexicanos, al grito de guerra” inundó la habitación, no era el sonido que salía de los parlantes de la televisión, no, era el Himno Nacional de México cantado a todo pulmón, orgullosamente, por todos lo que allí me acompañaban y, como “el rugir del cañón” que en la letra se menciona, la canción lo inundó todo y lo fue todo, niños y adultos, invadidos por un fervor que, lamentablemente, jamás vi en mi país, cantaban con el mismo entusiasmo, con las mismas ganas, con el mismo amor por su patria. Cuando el presidente, que solo entonó la primera estrofa, se retiraba, en el cuarto donde yo escuchaba a mis vecinos con emocionada sorpresa, todos continuaron cantando el himno con unción y respeto, con vigor y coraje, sin miedo ni vergüenza. Solo al terminar, cuando ya hacía rato que el presidente había abandonado el estrado, alguien gito “¡Viva México!” nuevamente y todos le respondieron.

Y nada más, la noche continuó como todas pero mi mirada ya no pudo ser la misma. Quedé sorprendido y admirado del fervor que vi, no sólo en todas las plazas de México a través de la televisión sino allí, en vivo, donde me encontraba rodeado de personas comunes y corrientes que, dejando de lado sus discrepancias políticas, se sentían, esa noche y, sobre todas las cosas, mexicanos.

¿Cuál es el límite entre la identidad y el fanatismo?, ¿dónde debe trazarse la raya que separa a los que viven orgullosos de ser quienes son de los que matan porque creen que lo que son es lo único que se puede ser? No lo sé, sólo sé que esa noche fui testigo de una fiesta de armonía, de afecto, de amor por la patria y de respeto por las tradiciones, esas viejas tradiciones que, al final del día, nos forman como miembros de una comunidad.

Sí, talvez mañana todos vivamos orgullosos de ser hijos de la tierra y hermanos de la misma vida —efímera pero maravillosa— que nos toca, talvez mañana las fronteras sean solo malos recuerdos y los himnos patrios sean reemplazados por un gran himno que nos congregue a todos como miembros de la misma comunidad humana, talvez. Mientras tanto, en medio de tiempos negros, cuando la solidaridad se ha convertido en una mala palabra, ver a los mexicanos reunidos amorosa y orgullosamente alrededor de su historia, ha sido una experiencia inolvidable.

viernes, 14 de setiembre de 2007

ES CONTRA LA LEY

El sujeto que me llamó tenía cara de pocos amigos, pero, seamos honestos, no era esa cara de quien realmente es un miserable, era la del buen tipo uniformado por necesidad o casualidad cuyos complejos son tantos que cree que si no pone el gesto de gendarme estreñido y malhumorado uno no lo va a respetar. Bueno, y razones no le faltan en esta sociedad, la nuestra, donde tener el pellejo blanco y un metro ochenta y la voz gruesa te convierte de inmediato en “doctor” o “ingeniero”, mientras que con metro cincuenta, piel cetrina y vocecita de lamento andino, es muy probable que te digan “oye tú”, “muchacho” o cualquier otra cosa que te reduzca a peón o conserje.

Pasamos por la misteriosa puerta que se cerraba por el lado opuesto al “cuarto de espera”, como eufemísticamente llamaban a esa celda sin barrotes en la que nos tenían “retenidos”. Después del umbral me encontré con una oficina burocrática, gris, apagada, donde los que están allí tienen tantas ganas de trabajar como nosotros de permanecer en el retén forzado. Había unos cuantos escritorios, papeles por todos lados, alguna que otra computadora, una impresora escandalosa, teléfonos y tipos uniformados, con cara de jefes, de oficiales, de ser los que tomaban allí las decisiones.

Me acercan a uno de los escritorios, el sujeto que allí está sentado no hace el menor gesto y yo permanezco de pie mientras el guardia que me acompaña me abandona y se va quién sabe a dónde y el oficial continúa manoseando papeles entre los que puedo ver mi pasaporte. Absorto en su investigación, me ignora olímpicamente por varios minutos que para mí, puesto en sus manos en ese instante, son eternidades. El sujeto sigue leyendo y releyendo papeles como si se tratara de algo realmente importante, abre y cierra mi pasaporte, revisa mi visas, todas, una por una, como quien desconfía, como quien trata de hallar en medio de sellos, fechas y firmas, el error que demuestre que soy un inmigrante ilegal que quiere usar su país como trampolín hacia el sueño americano. Tarea inútil la del pobre uniformado, le hubiera bastado con verificar en qué vuelo había llegado y comprendería que difícilmente iba a venir de La Florida para desembarcar en el Distrito Federal, tomarme un bus y recorrer, a fuerza de destruir mi maltratada espalda, los casi dos mil kilómetros que separan la Capital del noreste y contratar allí a algún coyote que por unos cuantos miles de dólares me estafe diciéndome que va a hacerme cruzar la frontera y me abandone, por gordo, por lento, por casando, en la mitad del desierto de Sonora para morirme deshidratado.

Lo cierto es que los minutos me parecen interminables pero resisto, estoico, de pie, sin ceder al cansancio de mis piernas y a la fatiga de mis pobres rodillas esforzadas hace tanto en hacer andar mi humanidad. Me mantengo firme, aguardando la resolución del sujeto que al frente mío, guarecido por el escritorio de metal, su placa, su uniforme y los varios guardias que alrededor andaban vigilantes. Como no es difícil intuir, mi humor se encontraba, a estas alturas ligeramente avinagrado. Harto, agotado y, sobre todo, hambriento, ya no eran las neuronas sino los jugos gástricos, los que empezaban a manejar las riendas de mi carácter. A esas horas de la tarde maldecía mi absurda decisión de empezar mi enésima dieta justo con el viaje. “Un juguito y dos tostadas”, me dije esa mañana, “llegaré a DF poco después de las dos y antes de las tres ya estaré almorzando, además, no es bueno ir con el estómago lleno a la altura”, y, claro, ya eran pasadas las cinco y seguía allí mirando la nuca del uniformado empecinado en no sé qué investigación sobre mis papeles. Impaciente ya, lo interrumpí:

—Disculpe, oficial…
(silencio)
—Oficial…
(silencio)
—¡Señor!
(el cancerbero alza las cejas lentamente como incrédulo de que me hubiera atrevido a levantar el tono)
—Oficial, ¿sucede algo?, ya tengo más de tres horas acá y mis papeles están en regla.
—Bueno, eso lo decidiré yo…
—Ciertamente, solo le pido que tenga en cuenta el tiempo que ha transcurrido…
—Acá a todos los atendemos bien, ¿tiene alguna queja?
—Más allá de las horas perdidas, la incomodidad, el problema que significa…
—No siga, no siga, que estoy terminando con usted…
(silencio, ahora mío)
—Voy a hacerle un favor…
(silencio)
—Porque hay una irregularidad…
—¿Una irregularidad?
—Bueno, tiene usted dos visas y eso es contra la ley de la nación, si yo lo permito pasar con las dos visas estaría cometiendo un delito y hasta podría perder ambos visados y ser expulsado del país…
(silencio)
—…así que tendré que anular la de turista.
—Bueno, es su país, son sus leyes, usted decida.
—Sí, yo decido, pero quería que comprenda…
—Oficial, lo que yo comprenda o no, es irrelevante.
—Bueno, es verdad.
—Proceda, porque mis maletas están tiradas haces tres horas en algún lugar del aeropuerto y no sé quién se hará responsable de las pérdidas…
—En este aeropuerto sus maletas están muy seguras, no lo dude…
(silencio)
—Somos profesionales…
(silencio)
—Procederé a cancelar la visa de turista…
(silencio)
—Y podrá salir…

Vi entonces cómo mi preciada visa de turista por cinco años y con múltiples entradas era cruzada por la vulgarísima tinta roja de un lapicero que el sujeto tenía en sus manos; ni un sello, ni una explicación, ni una nada, sólo dos rayas atravesadas en cruz sobre la visa, como si lo hubiera hecho un niño de seis aburrido en una tarde de vacaciones.

No dije nada, guardé un indignado silencio sepulcral y me dejé conducir por los pasillos hasta la puerta donde, abandonadas, sin cuidado alguno, arrimadas en un rincón, hallé mis maletas.

viernes, 7 de setiembre de 2007

SI YO SOY CIUDADANO ESPAÑOL…

Nada más angustiante que ser detenido en un aeropuerto por los encargados de migraciones sin más explicación que un “sírvase acompañar al guardia”. Uno le pregunta al uniformado qué sucede y éste responde con esas espeluznantes evasivas que van desde el “ya se le va a informar” hasta el “es un asunto que yo no puedo tratar con usted” y así caminamos hasta una puerta que lleva a otra puerta que se encuentra custodiada por otros guardias armados con caras impostadas que tratan de parecer respetables o temibles debajo (en realidad “encima”) de esos uniformes que me recuerdan a los chocolateros de mi infancia que paseaban por el barrio con sus carretillas y el inconfundible sonido de la corneta que anunciaba helados, en verano, y galletas y chocolates y caramelos, en invierno. Aunque las chapitas y los botines no los ayudan demasiado, tantas armas alrededor de uno empiezan a generar cierta urticaria pero, ni modo, no hay mucho que hacer al respecto. “Espere un momento” y, de repente, te encuentras frente a una veintena de sujetos tan confundidos como tú a los que, según deduzco, les han dicho el mismo “espere” que no de “un momento” no tiene nada porque, según entiendo de la conversación que tiene la colombiana escotada con el australiano que está viendo cómo le hace para obtener el teléfono de la vendedora de productos farmacéuticos, ambos llevan allí como dos horas (¿y aún no consigue su número?, de ser al revés, el colombiano no sólo tendría el número de la australiana sino que, además, estaría dándole ya masajitos “para la tensión”).

El lugar al que nos confinaron tan amablemente (secos serían los guardias en sus maneras, pero educados también) era un cuarto rectangular con tres paredes de ladrillo y una formada por un gran ventanal con un vidrio grueso, muy grueso, casi se diría blindado. Dos de los muros, los dos largos, tenían sendas puertas; en una, por la que ingresé, los varios guardias custodiándola, en la otra, por la que entraban los agentes de migraciones, una serie de chapas y cerraduras que sólo podían activarse desde el otro lado. A través del vidrio, que formaba una de las paredes pequeñas, veíamos como “los otros”, lo demás, los afortunados, pasaban el control migratorio y se dirigían al mismo lugar donde nuestras maletas yacerían abandonadas y listas para ser reenviadas, junto con nosotros, al lugar de procedencia si es que las autoridades decidían que “no, lo lamento, no puede ingresar al país, no cumple con la documentación requerida, acompáñeme, por favor”, según oí decirle a un uniformado que se dirigía a un venezolano que estaba allí con nosotros y que lo siguió reclamándole, exigiendo “ver a su jefe” y mencionado algo de “asilo” antes de que no lo escucháramos más porque desapareció detrás de la puerta misteriosa que conducía, según supe luego, a las oficinas de migración.

A mi alrededor se levantaba las Naciones Unidas; había personas de las más variadas nacionalidades, lo que fui descubriendo al paso de los minutos, ya fuera escuchándolos conversar, cuando lo hacían en mi idioma o en el otro que entiendo a trompicones, o ya fuera husmeando indiscretamente entre los papeles que todos llevaban sostenidos entre los dedos como si fueran el salvoconducto que los librará de la guerra o en las etiquetas que las compañías de aviación colocan en los equipajes de mano.

Dos senegaleses, a los que les entendí un par de “güi, güi” y alguno otro “mercí” que se dijeron, estaban muy bien trajeados, con ropa muy moderna, elegante y de marca (al menos uno llevaba un lagartito verde estampado en la camiseta negra que lucía debajo del saco blanco como sotana de sacerdote recién consagrado), y conversaban animadamente, sin fijarse en el alrededor, como quien está tomando un café en “El Péndulo” de Polanco (magnífica librería) sin mayor apuro, sin preocupaciones, y con ganas de prolongar la tarde hasta que pase la lluvia. Hablaban y hablaban sin parar, pero no eran los únicos.

A tres o cuatro metros había una pareja de peruanos, el dejo inconfundible de mi tierra me hizo saber que eran compatriotas. Los saludé con un gesto, desde la distancia, pero no me respondieron, me miraban con desconfianza, miraban a todos con desconfianza, hablaban una mezcla de castellano y quechua y a duras penas lograba entender alguna palabra, “contacto”, “amigo”, “arreglo”, “norte”, suficiente como para inferir que mis conciudadano no tenían la menor intención de quedarse en tierras de Pancho Villa sino que, como alguna vez lo hiciera el caudillo revolucionario, pretendían atravesar la frontera e “invadir” el país del norte. Al parecer algo había fallado en la cadena de visas tramposas y documentos fraguados porque llevaban allí buenas horas y tenían la preocupación impresa en el rostro.

Al poco rato llegó un grupo de chinos (eso lo supe por la tapa de un libro que llevaba uno de ellos, con caracteres indescifrables para los occidentales y con sus respectivas cuatro estrellitas doradas sobre fondo rojo que circundan una estrella más grande), la mayoría tenía cara de asustados, miraban desconcertados y hablaban en voz baja, no miraban a nadie más; no sé quiénes serían, parecían, por la tenida y por la edad, jóvenes trabajadores, obreros, técnicos en algún sistema. Lo cierto es que duraron poco en el lugar, unos minutos después llegó un guardia acompañado de otro oriental vestido con un terno muy fino, ¿sería el cónsul, el embajador, el empresario que los traía a trabajar?, y les pidieron a todos ellos unos papeles que uno, el más nervioso, se demoró en hallar en medio del caos de su maletín repleto de papeles, libros y ropa. El oriental que acompañaba al oficial les dijo algo y se fue, regresó a los cinco minutos y habló de nuevo al grupo que sonrió al unísono. Todos cogieron sus maletas y se marcharon.


Por allí se apareció un tipo de lo más raro, pequeño, chato sin llegar a enano, flaco, con el pelo como recién cortado en peluquería, con ropas que rayaban en lo extravagante y con un rollo en la mano. Es decir, un portarrollos, como esos que usan los estudiantes de arquitectura. Se le veía indignado, feroz, molesto, sin un atisbo de preocupación y con grandes muestras de estar a punto de hacer un escándalo. A su lado había un caribeño, nunca supe si era de Panamá o de Costa Rica pero mencionó ambos países en medio de la cháchara en la que se embarcó con el indignado. Los estados de ánimo contrastaban deliciosamente, el del corte de peluquería ardía de indignación y el otro, sentado sobre su maletín de mano, relajado, se fumaba apaciblemente un cigarrillo, aunque el letrero de “prohibido fumar” relumbraba inútil sobre su cabeza. El caribeño era un turista; “siempre me confunden con cubanos”, dijo por toda explicación y el otro empezó a maldecir porque “no sé por qué diablos le hice caso a Juan y me vine con el pasaporte cubano si yo soy ciudadano español…”; era pintor, residía en La Florida, se le escapaba el aire cuando hablaba y Juan, el de la mala idea, era su pareja. En el portarrollos lleva “importantísimas” pinturas suyas que él iba a exponer “como un favor especial” en no sé qué museo mexicano, “porque yo normalmente expongo en Europa”.

Estaba muy distraído en medio de los reclamos del pintor así que no me di cuenta de las tres horas que ya habían pasado hasta que mis rodillas, compañeras probadas de kilos y andanzas, empezaron a recordarme que, “por razones de peso”, lo más conveniente era renunciar a mi estoicismo espartano y sentarme en la primera silla que algún distraído desocupara o en el congelado suelo de losa donde ya varios se encontraban. Como comprenderán, sentarme sobre mi maletín de mano era una posibilidad descartada de plano, era nuevo y poco dado a soportar sobrecarga. Eso me llevó a meditar sobre mis posibilidades para pararme del suelo de un solo movimiento y sin hacer demasiado escándalo…

“¿La dignidad o las rodillas?” era el dilema en el que me encontraba cuando se abrió la puerta y dijeron mi nombre…