martes, 30 de octubre de 2007

PUEBLA NO ES UN PUEBLO

Cuando Álvaro me invitó a un encuentro de poetas en Puebla, ese nombre solo me remitía a la cerámica de Talavera (de origen español pero ya hace mucho tiempo mexicanizada), a la china poblana (representante de la belleza popular del país de Pancho Villa —aunque los más exigentes dirán que solo se trata de las mujeres “del centro”—) y al mole poblano (salsa para paladares sublimes —y estómagos resistentes— que consiste en una mezcla de chocolate, chiles, semillas y especias, en las medidas y proporciones que solo las expertas cocineras conocen bien al haber heredado el secreto familiar por varias generaciones).

Hay que estar allí, pasearse por esta ciudad cálida y amable, recorrer las calles empedradas del centro, visitar la inmensa catedral, caminar por el zócalo impecable o dejarse deslumbrar por la magnífica biblioteca palafoxiana (legada por Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla y décimo octavo virrey de Nueva España) para entender el encanto de esta urbe que alberga a más de un millón y medio de personas sin haber perdido la prestancia y la dignidad que le otorgan la prosapia de los casi cinco siglos de existencia.

Me dijeron que estaba cerca, que los casi ciento treinta kilómetros que separan Puebla del Distrito Federal se hacía en noventa minutos, sin embargo, visitar, unas semanas antes, el pueblo de Chipilo (una deliciosa colonia de italianos de cuyas vicisitudes —y de cuyos helados— hablaré un día), a solo doce kilómetros de tierras poblanas, y tratar de pasar por la avenida Zaragoza a la salida del DF, en cuyos espacios construyen un enorme cruce aéreo de carreteras, me disuadió de emprender tal aventura. Si acompañado, las dos o tres horas que te pueden tomar pasar por allí en momentos de congestión, se hacen débilmente tolerables, hacerlo solo hubiera sido una locura, una insania a la que no estaba dispuesto, abandonado a mi neurosis en medio de la carretera.

“Los mejores buses de México salen del aeropuerto”, me dijo alguien. No es cierto. Al menos no son los mejores en los que he andado (los que van a Guadalajara son superiores, claro, será que el camino es cuatro veces más largo). Sin embargo, no son malos.

Cinco de la mañana, despertarse. Seis, tomar el taxi hasta el aeropuerto. Siete, parte el bus hacia Puebla. Pasadas las nueve llego a “cuatro oriente”, la estación particular que esa línea tiene muy cerca del centro. “No, no camine, son varias cuadras, tome un taxi, sí, de esos, los negros, no pague más de treinta pesos”. Pagué cuarenta. El hotel era uno que fue, es decir, fue de postín, fue cinco estrellas, fue famoso, hoy es un fantasma, un pálido reflejo de sí mismo, un delicioso lugar en decadencia que no tiene suficientes controles remotos para todos los televisores de todas sus habitaciones. Ese fin de semana debieron estar de fiesta, lleno total. Sin embargo, triste y todo, con fallas en el baño, con luces que no encendían, con cuadros viejos, alfombras raídas y sábanas y toallas percudidas, guardaba cierta dignidad que me emocionaba, como ese letrero que anunciaba el “helipuerto” o el de la “alberca techada y temporizada” que jamás hallé.

Si algo tenía de maravilloso era su ubicación, a solo tres cuadras del zócalo de la ciudad y, según me había advertido Álvaro, “muy cerca a la universidad” donde se realizaría el encuentro de poetas que me llevó hasta allá (amén del precio por noche, que era razonable aunque la gentileza y el dispendio de los organizadores hizo que a mí no me costara ni un centavo).

Llegué y me di cuenta de mi inmensa ingenuidad, no tenía el teléfono de Álvaro. “No importa”, pensé, “le mando un correo”. Como el hotel era de cinco estrellas, según se anunciaba en las veinte páginas web que revisé, no me había preocupado por ese tema. “Iré al bisnes center”, me dije y me dirigí al mostrador donde solo hacía unos minutos un distraído encargado me había atendido amablemente y me había indicado mi habitación. “Lo lamento, señor, no tenemos”, me dijo el señor con su uniforme pasado de moda y esbozando una sonrisa cristalizada por el tiempo, pero añadió esperanzador, “en la esquina hay una cibercofi”.

Claro, “la esquina” significaba tres cuadras más allá, un cuarto de tres por cuatro donde habían instalado una cabina de Internet con máquinas viejas, cuya velocidad me recordaba a las Apple IIe de 286k de memoria RAM con las que empecé a escribir en 1986 (creo que darme cuenta de los más de veinte años que se me separaban del salón del cómputo y del gringo ese, medio loco, que no enseñaba, fue lo que más me perturbó de ese lugar). Me tomó como media hora redactar las dos líneas que anunciaban mi presencia en Puebla, y no porque estuviera nervioso por el evento al cual me habían invitado sino porque en el ínterin se congeló la pantalla, se reinició el disco dos veces, se trabó el teclado en una docena de oportunidades y pude ser testigo, junto con otra media docena de estudiantes que habían ingresado al local, de un archivo morboso que abrió un muchacho —y que todos vimos extasiados— en el cual, para advertir contra los peligros del exceso de velocidad, se mostraban escenas realmente repugnantes de cerebros partidos, vísceras expuestas y no sé qué otras lindezas que los chiquillos al lado mío celebraban como si se tratase de una comedia.

Me demoré tonteando frente a la máquina con la esperanza de que Álvaro pudiera leerme. Fue en vano. Aburrido, emprendí el camino de regreso al hotel y, como ya nada me apuraba, pude observar las calles empedradas, las viejas y centenarias casonas, el tráfico que todo lo contaminaba, la gente andando por las calles casi con indiferencia, como si no supieran que en esa ciudad, ese mismo día se inauguraba un encuentro de poetas…

No, no lo sabían. Pregunté por la calle “¿sabe usted en qué local entregan las credenciales?” y el señor que no detuvo su paso me miró como quien ve a un lunático, pensé que había sido muy genérico e insistí con una señora que cargaba una bolsa de mercado, “disculpe, señora, ¿me podría indicar en dónde se realiza la reunión de poetas?”, esta vez la noble poblana se detuvo, me miró con cierta curiosidad y me respondió preguntándome, “no, joven, no tengo la menor idea, ¿dónde se juntarán los poetas?”. No dejé que el desánimo se apoderara de mí y seguí andando las calles hasta el hotel. Ninguno de los dos botones de la puerta tenía la menor idea y me enviaron “al mostrador”, allí, una señora reclamaba porque le habían robado la cartera frente a un impávido conserje que le decía que ya había preguntado “al encargado” y que él le aseguraba “que no se había perdido nada”, al lado, la telefonista hablaba animadamente con alguien que sin lugar a error no era un cliente, y solo unos minutos después se apareció el señor que me había permitido “chekarme” en la mañana, varias horas antes de lo indicado en el reglamento que se hallaba, como siempre, tras de la puerta principal del cuarto. Le expliqué lo que sucedía y me dijo “no se preocupe, el hotel está lleno de poetas”, le pregunté, animado, dónde era la inscripción y me dijo “no tengo idea, no es en el hotel”, lo interrogué acerca de alguna noticia dejada por los organizadores, “no, no tenemos esa información”, finalmente le pedí, al borde de la desesperación, que me aconsejara, “ah, eso es fácil, vaya a la universidad, está a tres cuadras…”.

viernes, 19 de octubre de 2007

¡SANTÍSIMA VIRGEN DE LORETO!

Después de primera y frustrada búsqueda no nos quedaba el menor ánimo de comenzar otra vez con el proceso de pasearse por medio Distrito Federal, pero fui “voluntariado” (como los soldados en las películas, “se necesitan voluntarios para una misión peligrosa… —silencio incómodo—, perfecto, tú, tu y tú, buena suerte, la patria los reconocerá”) y, casi sin darme cuenta, me encontraba en un avión rumbo a México.

La rutina fue la misma aunque ya sabíamos que, por una cuestión estratégica, no viviríamos en el norte. Ella desempeñaría sus funciones —por las que nos estábamos mudando— en las futuras oficinas que se hallarían en no sé qué cerro del sur (y, claro, como la vida se empeña en darnos la contra, se encargó de conseguirme trabajo en no sé qué cerro del norte y, a veces, cuando el tráfico se complica y estoy ya dos horas frente al volante tratando de llegar a la casa, empiezo a cuestionarme por qué no estudié más geografía en el colegio). Las órdenes eran claras “en el sur, al precio conveniente y… la que más te guste”. Sí, mi general.

La cita con la imperturbable Frida empezaría “desde muy temprano”, a las nueve de la mañana. Así que poco disfruté del relajo inconsciente y obsceno del hotel de cinco estrellas que, gracias a la tarifa corporativa, me alojaba.

“Tenemos una agenda apretada”, me dijo, y enrumbó al sur donde nos esperaban varias reuniones. Conocí a varias señoras dedicadas al negocio de alquilar casas, todas muy formales, todas muy amables, todas muy ellas, casi trabajando por aburrimiento, casi desinteresadas, casi señoras que liberan sus días inútiles mostrando casas a los probable inquilinos y que seguramente gastarían la comisión en “Antara”, ese monumento a la irrealidad, con tiendas de lujos cuyos precios, astronómicos, invitan a la mayoría a pasear por sus corredores observando vitrinas mientras, en realidad, se enrumban al cine que allí queda para gozar de la ilusión de las comodidades por solo diez dólares (eso sí, esos cinemas, “platinum” que le llama, son una delicia del la cual hablaré alguna vez).

Lo cierto es que recorrimos toda la mañana muchas casas en el sur, de todo tipo, de toda forma, de todo precio. Una vez más se cumplió la regla y las que más me gustaban estaban fuera de cualquier presupuesto humano. “Estas chicas, que no entienden, les he dicho que el presupuesto es tanto y no más, ¿porque no es más, verdad?” “No, querida Frida, no es más”. Y así seguimos andando.

Cerca del mediodía nos encontramos con Martha, una señora muy simpática, estaría comenzando la cincuentena, era, se notaba, corredora profesional. Sabía bien las casas que íbamos a ver, tenía una lista con detalles, ubicación, precio y demás detalles. Como era más sencillo ir en un solo automóvil, abandonamos el coche de Frida y los tres enrumbamos hacia los destinos que el cronograma establecía. Vimos, no sé, seis o siete casas y entonces Martha dijo “podemos parar a tomarnos un café” y Frida le respondió dirigiéndose a mí, siempre amable, siempre maternal, “no sé si tú quieres parar o prefieres terminar con las casas del día”. Yo, que de café no tomo nada salvo el día que se me antoja ese híbrido que es un capuchino “descafeinado, sin crema y sin azúcar”, edulcorado con esos polvitos maravillosos y cancerígenos con los que los gordos nos hacemos la idea de estar burlando a la balanza mientras vamos cebando la cuenta, feroz e implacable, de nuestro futuro oncólogo; “yo, yo…”, dije, dudante entre mi hartazgo y las ganas de que se acabara el día, “mejor seguimos”. Así que continuamos y vimos no sé cuántas casa más, cuántas salas más, cuántos comedores más, cuántas cocinas más, cuántas dueñas más, cuántos barrios más, ¡cuánto más!

Esa tarde, tarde, llegué al hotel agotado, determinado a no mudarme nunca más, a no moverme nunca más de los seis metros de la habitación donde me encontraba. Me metí a la ducha, dejé que el agua, abundante en esta ciudad, lo mojara todo. Mi cuerpo agotado, mi mal humor, mi aburrimiento supremo, mis ideas homicidas, todo. Me tiré en la cama y me dejé arrullar por el diálogo ininteligible para mí de no sé qué película en no sé qué idioma (eso de ser monolingüe con chapoteos grotescos de otro idioma, tiene, a veces, sus ventajas).

A la mañana siguiente madrugué. Estaba listo a las siete y sólo a las nueve pasaría Frida por mí, así que decidí desquitarme con el buffet que el hotel ofrecía “incluido” en el costo de la habitación. Madrugar valió la pena.

Siempre puntual, llegó Frida. El día entero lo dedicaríamos a ver casas con Martha, “ella es la que más casas ha conseguido, es muy buena en su trabajo”. ¿Cuántas vimos? No lo sé, ¿quince, veinte, más? No tengo ya la menor idea. Solo me recuerdo cansado como el expedicionario que atraviesa el Sahara sin más compañía que una cantimplora deshidratada. Paseamos por todo el sur, ¡ojalá hubiera sido un paseo! Mirando la “guía roji”, buscando calles referenciales, tratando de hacerme una idea de una ciudad interminable que seguía siendo un misterio para mí aunque hubiera agotado todos los recursos de Internet buscando mapas, detalles, explicaciones. Hallamos una casa que cumplía a cabalidad con nuestras expectativas, hummmm, el precio se excedía un poco pero aún “podemos negociar”, ya serían las dos de la tarde y dije “tenemos que parar un instante” y las dos señoras me miraron extrañadas y felices. En la esquina (maravillas de esta Latinoamérica nuestra) había una bodega. Entramos, nos tomamos una bebida (nombre mexicano de la gaseosa) y nos cominos una torta (que no era un pastel de chocolate que me hubiera caído muy bien, sino el mexicanismo para el peruanismo sánguche que alude, todos lo sabemos, al insulso “emparedado” castizo). Esa tarde vimos unas cuantas casas más y el día terminó, igual que el anterior, en la ducha, la cama y el arrullador e incomprensible diálogo foráneo en el cable.

Al día siguiente me vengué nuevamente con el buffet. Empezamos a rodar y Martha nos acompañó hasta la una de la tarde en que, finalmente, y después de tres días, terminamos de ver sus cuchusientasmil casas de la cuales dos o tres se acercaban en forma, tamaño, ubicación y precio, a la que estábamos buscando. A esa hora, cuando la señora, agotada como nosotros, nos dejaba, Frida le preguntó “¿cómo llego a Loreto?”, Martha le dio las indicaciones y le dijo “cuáles casas, ¿las de la plaza?”, “sí”, respondió Frida, “hummm, no creo que valgan la pena”, un cuchillo helado cortó el silencio que se hizo, “bueno, cualquier cosa, te avisamos” y nos fuimos.

Llegar no fue fácil. Atravesamos un centro comercial “porque me han dicho que por acá es más fácil” y nos perdimos en el estacionamiento, gracias a un policía recuperamos la ruta, subimos una rampa y nos dirigimos hacia la puerta, la tarjeta automática no funcionaba, “qué raro, si hay quince minutos de tolerancia”, pero no, no los había. Así que, caballero, bajarse, darse cuenta de que no tenía monedas, cambiar el billete en la farmacia, ir de nuevo a la máquina, pagar y salir, directamente a unos arcos inmensos cuyos portones anunciaban un condominio.

No los aburriré más. Allí nos esperaba un corredor. Solo tenía una casa. Solo en ese barrio. En ese condominio de casas normales, ni muy grandes ni muy pequeñas, ni muy cómodas ni muy incómodas, con vecinos normales, clasemedieros como nosotros, parejas jóvenes, bicicletas en las puertas, un jardín generoso, una pequeña glorieta, carros comunes y corrientes, perros y niños bulliciosos jugando en sus calles empedradas (bueno, nada es perfecto, tío Herodes). Lo vi y me decidí.

Aún faltó que Ella viajara, que visitara igual cinco casas (las mejores del medio centenar que visité) y me llamara y me dijera “viviremos en Loreto”.

sábado, 13 de octubre de 2007

SE ALQUILA

Nada más engorroso, torturador, desmoralizante, pesado, molesto, agobiante, aburrido y deprimente para quien está por mudarse a otro país que buscar casa cuando no se tiene la menor idea de cómo es la ciudad, cómo funcionan los medios de transporte, qué tan complicado es el tráfico, que tan largas son las distancias, cuáles son las vías rápidas, cuáles los atajos, cuáles las rutas, cuál la manera de manejar de los locales, dónde quedan los centros comerciales, los museos, los teatros, las universidades, el simple y sencillo “chino de la esquina” —que en mi país estaban en cada calle hasta que se inauguraron los supermercados y los fueron exterminando, ahogándolos con ofertas con las que ellos, pequeños empresarios de frágiles presupuestos, no pudieron competir —.

Cuando uno va a llegar a un país que desconoce por completo no hay forma de sentirse seguro, no hay forma de saber cuál se aproxima a una buena decisión a la hora de escoger un lugar donde vivir y tiene que someterse al consejo experto de quienes —por obra y gracia de las políticas corporativas— han recibido el encargo de “relocarnos” (anglicismo bastante confuso que evoca más a una loca rematada o reincidente que pretendiera atacarnos antes que a la simple “mudanza” o “reubicación” a la que se refiere). En nuestro caso tuvimos la suerte de contar con Frida, una simpatiquísima dama mexicana que hizo de esas agobiantes búsquedas, jornadas de intensidad adrenalínica al timón de su Audi mientras recorría distraídamente, de sur a norte, las calles —laberínticas, interminables y confusas— del Distrito Federal.

“La casa perfecta siempre es la que se excede del presupuesto”, ley universal que nadie debe olvidar al momento de lanzarse a buscar habitación, ergo, confórmate con la que esté bien o condénate a recorrer la ciudad que vayas a habitar hasta que el síncope termine con tu paciencia, con tu calma y contigo.

Cuando llegamos, Ella y yo, a México, nos alojamos en el piso veinticinco de un hotel capitalino y a mi pregunta de “¿será seguro pasar un terremoto a estas alturas?”, la Madre naturaleza respondió esa noche con un temblorcito de cinco grados que empezó con un “deja de mover los pies”, siguió con un “yo no me estoy moviendo” y terminó con la estoica declaración “ni modo, esperemos que aguante porque si bajo veinticinco pisos corriendo me muero de infarto, si me he de morir, que sea descansando”, por lo que decidimos seguir durmiendo con esa impunidad que te concede el sueño a las tres de la madrugada. El edificio resistió y al día siguiente, cuando conocimos a Frida, que llegó a recogernos para empezar nuestra exploración, fue el tema de la mañana mientras ellas tomaban esos adictivos cafés de la empresa ésa que tiene ahora, por no sé qué magia del marketing, la moda o la idiotez humana, tiendas regadas por los cinco continentes.

“Primero al norte”, dijo Frida y por allá vimos unas cuantas casas. Lindas todas ellas, impagables también. “Ya sabemos dónde buscar casa cuando te nombren vicepresidenta”, dije yo como tratando de explicarle a nuestra amabilísima guía que no todos los “expat” tienen presupuesto ilimitado para la renta (¿por qué a los gringos les encantan los acrónimos y la siglas?, no tengo idea, pero entre pin, vip, asap y fyi tengo una ensalada en la cabeza).

Comprensiva, la amable Frida nos llevó al día siguiente al centro; hermosos departamentos pero inservibles cuando quieres mudarte con tres perros escandalosos y engreídos que, además de amenazar con causarnos interminables quejas de los vecinos corrían el riego de deprimirse hasta el suicido en esos cien y tantos metros cuadrados de modernidad luego de haber paseado impunemente por los jardines de los pacientes padres de Ella que soportaron, estoicos, casi un año de ladridos, aullidos y quejas del trío de cuadrúpedos abandonados que, como recuerdo, le dejaron a mi suegra un jardín ligeramente redecorado por sus correrías. Claro, como esa explicación por sí sola puede ser vergonzosa (entiendo que eso de nuestras preocupaciones perrunas puedan indignar a más de uno, aunque confieso que no me causan el menor remordimiento), siempre quedaba echarle la culpa a la biblioteca familiar y sus más de setenta cajas de libros que andaban por allí apolillándose en un olvidado depósito limeño a la espera de “la dirección”, requisito indispensable para que los de Aduanas permitieran el embarque en el puerto del Callao.

Terminado el recorrido del centro, el tercer y último día de nuestro viaje lo ocupamos visitando una serie de casas en el sur que, o estaban muy expuestas, o eran muy caras, o no tenían jardín, o tenían pocos cuartos, o eran muy viejas, o estaban descuidadas o lo que fuera que solo nos dejó en la lista, después de una jornada agotadora, un par de posibilidades; una linda casa (pequeña pero hermosa y con un jardín aceptable) en el tradicional barrio de San Ángel y otra, combinación de cabaña vacacional con casa postmodernista, minimalista y sumamente práctica que, no obstante, se hallaba por el Desierto de los leones, avenida larga que es alimentada por otras avenidas largas, que no anchas, y por algunas calles empedradas, muy simpáticas para vacacionar pero poco adecuadas para enfrentar el tráfico de esta ciudad que comienza a las seis de la mañana y termina, con suerte, pasadas las diez de la noche.

Ese atardecer, sentados en el restaurante del hotel la discusión fue larga, que esta es linda, pero es cara, que esta no es segura, pero el barrio es bonito, que aquella nos sirve, pero está muy lejos, que sí, que no, que tal vez, que ya veremos, que estoy harto, que estoy cansada, que vivamos en el hotel, que no digas tonterías, que los perros, que los libros, que se queden, que se vengan, que son muchos, que sí, que no, que tal vez de nuevo y así hasta que terminado el postre, indigestada la cena, imposible la digestión a estos más de dos mil metros de altura para mi estómago costeño y mi presión veleidosa, nos dormimos para madrugar al día siguiente para emprender el regreso (esa obsesión de “ahorrar días” que termina condenándolo a uno a dormir mal, andar todo el viaje medio zombi y perder luego un fin de semana entero recuperando el sueño).

Regresamos a Miami, la ciudad sin alma que nos alojaba (vieja historia) y el camino siguieron las negociaciones, otra vez razones a favor, razones en contra, leer las descripciones de las casas, ubicarlas a duras penas manejando mal la “guía roji” (manual de supervivencia indispensable en el DF), considerar, reconsiderar, insistir, desistir, escoger, decidir. Acordamos que la casita ésa, la pequeña, no importa, nos acomodamos, la del jardín para los perros, la que no era muy segura pero el barrio es bueno, ésa, la de San Ángel, sí, esa, bueno, es lo mejor, ya está, es nuestra. Bajamos del avión satisfechos, el aeropuerto es inmenso y carece de calor humano, es desordenado o lo parece, no tiene ni una sola tienda en funcionamiento si llegas muy tarde o muy temprano y te miran, los que solo ayer eran emigrantes y ahora visten uniformes, con ferocidad y desconfianza, no vaya a ser que quieras quedarte. Terminados los odiosos trámites de aduanas y de migraciones, pisando tierra firme de nuevo y mientras íbamos en el “transfer” del aeropuerto a las oficinas donde alquilábamos el auto, llegó, a la odiosa, imprescindible y maravillosa “Blackberry” de Ella, un correo escueto de nuestra amiga Frida: “Lo siento, la casa de San Ángel ya fue alquilada”.

jueves, 4 de octubre de 2007

COSA DE ACÁ Y DE ALLÁ

En México, “tu casa” significa “mi casa”, así que si se mudan por estos rumbos y alguien les dice “el próximo sábado cenamos todos en tu casa”, no se trata de un confianzudo que se anda invitando a los allegados a tu casa y a tu costa, no, quiere decir que hará una comida en su casa, “que es tu casa”, y que estás invitado. A la amiga de una amiga le sucedió aquello, le dijeron “el próximo sábado cenamos en tu casa” y ella disimuló la sorpresa por eso del “a donde fueres haz lo que vieres” y pensó que así se estilaba en estas tierras, que los nuevos en el barrio tenían que poner la casa, la comida, el trago y el baile en nombre de la buena convivencia, así que, convenciendo al marido de no mandar a rodar a todos “por abusivos”, se afanó, arregló la casa, hizo una deliciosa comida, compró varias botellas de un magnífico vino y el mejor tequila, y se preparó con la misma emoción como la de quien va a dar la fiesta de quince a la primogénita. Llegó la noche, el reloj marcó las ocho, las nueve, ¡la diez de la noche!, y no llegaba ninguno de la veintena de personas que iban a concurrir. Molestia, malhumor, decepción, “mira cómo se burlan de nosotros” y demás comentarios del ahora incontrolable esposo, hasta que suena el teléfono, “¿dónde están que no vienen?”, “¿cómo que dónde?, en la casa, esperándolos con la cena servida…”, “¿con la cena?, pero si estamos en tu casa”, “no, no están”, “¿cómo que no estamos, si todos estamos acá, en tu casa, si los estoy viendo”, “¿allá?”, “sí, en tu casa”, “mi casa es ésta”, “sí, claro, pero esta casa, que es mi casa, es también tu casa”, y después del trabalenguas, las disculpas, las risas nerviosas y aclaraciones, se levantó la pareja, metió todo en vasijas y se fueron a pasar una velada extraordinaria en la casa de los vecinos que, evidentemente, no les pertenecía pero que, de alguna manera, era, desde ahora y para siempre “su casa”.

En México, la gente le huye a la polarización, a los extremos, a las posiciones irreconciliables, en México todo es, según me enseñó José Antonio, mi maestro en semiótica lugareña, “sí, pero no”, o sea, una herencia más de nuestros tatarabuelos españoles que hicieron célebre el “en América la ley se acata pero no se cumple”, o sea, sí hay ley y, claro, es la ley, y quién lo niega, y quién la pelea, quién reclama, quién protesta, nadie, o casi nadie, se acepta como que “así debe ser” o porque “está bien” o “así no más” (y esto sí es peruanísimo como el “aquisito-no-más”), pero, eso no significa, no tiene que significar, a quién se le ocurre que signifique, que haya que aplicarla a rajatabla, ni que uno fuera fanático, licenciado. Por ende se vive en una maravillosa nebulosa, más o menos protegida, más o menos real, más o menos tangible, en la cual todos alcanzan una especie de “jaque perpetuo” donde las cosas no retroceden pero, claro, tampoco avanzan, no empeoran, pero, obviamente, no mejoran, no suben ni bajan por completo, no arriban ni parten definitivamente, no son y son ambivalente, consecuente e indefinidamente, si se entiende (o no).

En México, “comen”, no almuerzan, así que si alguien te dice, “te invito a comer” y llegas a las ocho de la noche (tú, recién arribado de tierras donde, como en las nuestras, se “come” de noche y se “almuerza” al mediodía), no te extrañe que el anfitrión te mire con mala cara y se lleve una pésima impresión tuya “porque somos impuntuales, pero no tanto”. Además, se almuerza (¡está bien!), se come tardísimo, razón por la cual en la zona turística de la ciudad los dueños de restaurantes viven de pláceme. Abren muy temprano para darle desayuno a los turistas madrugadores, entre seis y diez, a esa hora, cuando ya los extranjeros colmaron el vientre, llegan los locales, los mexicanos, que “desayunan” entre las diez de la mañana y la una de la tarde. Cuando éstos se retiran los afuerinos, especialmente los gringos, ya están llegando del paseo o de la reunión matutina y sienten que están “tardísimos” para almorzar (sí, sí, “comer”), porque ellos suelen hacerlo “en América” (como si al sur de Río Grande empezara Marte) al mediodía. En el momento en que los extranjeros más tardones abandonan el comedor, ¡feliz coincidencia!, ya son las dos o tres de la tarde y empiezan a llegar los primeros descendientes de Cuauhtémoc, los más hambrientos, porque en México se “come” a esa hora y no es raro pasar por un restaurante a las cuatro de la tarde y ver cómo a esa hora recién llegan a almorzar y, otra vez, se repite la historia, los locales dejan satisfechos sus mesas a las cinco o seis que es la hora en la que los gringos cenan; luego, a las nueve de la noche volverán los mexicanos y se quedarán hasta que cierre la cocina o los echen amablemente porque “ya vamos a cerrar”.

En México, nunca lo había visto antes, puedes comprarle rosas a cualquier hora a la que ha estado esperando inútilmente que termines con esa reunión en la oficina, ¿por qué?, porque en el sur de la ciudad hay unos puestos de flores, atendidos por amables personas, que jamás cierran; he pasado por allí a las tres de la mañana y sus luces siguen encendidas, como diciéndole a los clientes “no se preocupe, señor, si se olvidó del regalo y se le hizo tarde, acá estamos nosotros, si llegó al alba de viaje y quiere sorprenderla, acá nos encuentra”. Mi “caserita” (este término no se entiende acá) se llama Noemí, y su puesto es el 19, sus precios son razonables (¿existen precios razonables en México?) y sus flores “duran ocho días” (bueno, casi siempre, aunque las rosas del fin de semana me hayan sembrado una duda tan humana y tan razonable como la del pobre Tomás que hizo célebre eso de “ojos videtus, manus palpatus” —o al menos, eso fue lo me dijo mi papá que le advirtió el incrédulo santo al de Nazareth aunque, debo confesarlo, mi progenitor, cuyo humor y cuya gracia hoy me parecen irrepetibles, pronunciaba la frase de marras en situaciones, digamos, más pedestres—).

En México, la palta no existe, pero existen unos aguacates buenísimos (que en buena cuenta, es lo mismo), casi tan buenos como la “palta punta” que vendía la morena aquella en la avenida Ricardo Palma, en Miraflores, allí, junto al chifa que está al lado de ese local de no sé qué banco. Alguna vez supe su nombre (el de la señora, no el del banco que sí me acuerdo pero no quiero escribirlo para que no me acusen de hacer propaganda subliminal), era la misma que iba los fines de semana al mercadito que se armaba allá, en esa transversal de La Mar, donde ahora está la cevichería de moda y frente a “Las Delicias”, el mejor lugar del Perú para tomarse un delicioso jugo de granadilla con mandarina o uno de chirimoya con lúcuma, delicias, como el nombre del lugar, dignas de los más refinados paladares. En ese mercadillo, que luego fue desalojado, porque la costumbre del mercado de fin de semana (el tianguis o mercado sobre ruedas mexicano que inunda todas las delegaciones del la capital, desde los barrios más modestos hasta los más encopetados) es ya, como casi todas la viejas costumbres limeñas, actividades en peligro de extinción (modernidad, supermercados y competencia desleal, que le dicen).

En México, en fin, todos te responderán con un “mande”, tan diferente al “qué” o al “qué quieres” que mi padre detestaba tanto. Un “mande” que es, sin duda, un rezago de los tiempos del colonialismo, pero que, ahora, despojado de todo contenido que implique sumisión o subordinación, solo quiere decir “disculpe” o “repita” o, más exactamente, “¿sabe?, no le entendí, hable más claro”. Así como “¡aguas!”, expresión probablemente heredada de la no menos famosa “agua va” de la Edad Media española, cuando las amas de casa advertían a los transeúntes que estaban lanzando por la ventana el contenido acuoso y colorido de la batea, sirve ahora para decir “¡cuidado!” o “ve con precaución” o más exactamente “si no te fijas, te vas a dar un madrazo” (y eso de la mención a la santa madre y sus mil significados y derivaciones, es un tema de estudio tan largo y espinudo, tan consustancial al alma mexicana, que aún no me atrevo a adentrarme por esos valles).