lunes, 26 de mayo de 2008

MÉXICO

Cualquier generalización es un atrevimiento pero, según conversaba con Páramo –no Pedro sino Gabriel–, es uno de los privilegios que tenemos los extranjeros cuando andamos de visita por tierras lejanas. “Vemos de un país lo que queremos ver”, me decía mientras hablaba de su experiencia con la gentileza y paciencia de las cajeras de banco y de los conductores limeños, gentileza y paciencia que yo –“peruano del Perú”, como el burro de Vallejo– no recuerdo. ¿Cómo huir de la arbitrariedad de un comentario que se constriñe a los pocos párrafos que siguen?, ¿cómo dar una opinión sin parecer complaciente o –tanto más complicado– sin que se convierta en una vivisección, torpe y sin anestesia, justo para que no se acuse al redactor de contemplativo con el país que momentáneamente lo aloja? No tengo idea.

México es un país inmenso, acogedor y hostil, pacífico y agresivo, tierno y feroz, egoísta y solidario, un país de extremos –horribles y maravillosos– que no puede encerrarse en las pocas líneas de un artículo y tampoco en las ideas preconcebidas con las que los extranjeros llegamos al aeropuerto.

Este México es más que Pancho Villa y sus dorados, más que las películas de Cantinflas o del indio Fernández, más que el Chavo del ocho y Chespirito, más que Infante y Negrete, más que Cuauhtémoc y Cortés, más que Nezahualcóyotl y Rulfo, más que doña Marina y María Félix, más que mayas y aztecas, más que el Chivas y el América, más que tacos y enchiladas, más que el metro y los peseros, más que las trajineras de Xochimilco y los murales de Diego Rivera, más que el Zócalo y más, mucho más, que la matanza de Tlatelolco.

México –y nuevamente coincido con Páramo, quien afirma que México no es el Distrito Federal, aunque éste contenga en sí, torturada y transformada, la esencia que a aquél lo define– puede ser un lugar hermoso y pacífico, donde su gente, amable y servicial, es capaz de detener el tráfico en una ancha avenida solo para darte las indicaciones de cómo llegar a tal o cual calle y donde, contrariamente a lo que sucedería en el Perú, los otros mexicanos, cuyos carros se hallan obstruidos debido a la gentileza del taxista, esperarán pacientemente sin tocar el claxon, golpear la lata de la carrocería o recordar a la santa madre del buen hombre. Sin embargo esta amabilidad esconde y domeña la violencia subyacente que, como una marejada imprevista, puede aparecer y convertirlo todo en una carnicería sangrienta si, por ejemplo, dos bandas de narcotraficantes deciden agarrarse a balazos para saldar quién sabe qué cuentas o si federales corruptos detienen en un retén a la camioneta equivocada y, como en la canción de “Los tigres del norte”, los delincuentes (molestos por la ambición del policía que pide “demasiado”), deciden sacar los “cuernos de chivo” y desatar un infierno.

México es un país violento, por eso su gente ha optado por vivir en una gris medianía, una medianía que solo es rota –inocentemente y de vez en cuando– en las celebraciones exageradas, en las fiestas de quince años donde las familias se gastan lo que no tienen para que las niñas bailen con sus chambelanes, o en los entierros –festivos, musicales, opíparos y delirantes– cuando los mexicanos se sacuden el polvo del miedo, cantan, bailan y se burlan de la muerte a la que, de tanto temerle, le han perdido el respeto.

Puesto a elegir entre ser pusilánime o asesino, el mexicano promedio, devoto de la virgen de Guadalupe, elige no arrebatarle la vida a nadie; hasta que lo hace. Entonces las cosas sí se ponen feas. Los mexicanos no sacan la pistola para impresionar, para dárselas de valientes o presumir delante de la novia, la sacan para matar. Disparan a quemarropa y no se vienen con cuentos, la cacerina es para ser descargada, no para jugar al tiro al blanco. Las peleas entre bandas terminan en masacres, los crímenes son feroces y no es raro hallar cadáveres mutilados de personas cuyas muertes no sucedieron antes de una larga tortura que incluye quemaduras, extirpación de dedos y genitales, y decapitaciones.

Cuando la mafia mexicana decide eliminar a alguien, no se detiene en pequeñeces ni mide gastos, exagerada en las fiestas como en los horrores, manda a cuarenta sicarios armados hasta los dientes y, como dejar “un trabajo” inconcluso es sinónimo de desprestigio, no es raro que el afortunado sobreviviente de una matanza sea ejecutado en el hospital donde se encuentra recuperándose de la balacera anterior. Paradójicamente, los crímenes no son indiscriminados ni atolondrados, “eso de meterse a un restaurante y matar a veinte personas para pegarse un tiro después es de los gringos, que están locos”. El sicario tiene su tradición y su escuela, no es un improvisado; planea, prevé y ejecuta, tampoco es suicida; es temerario. No tiene ningún problema en que le peguen un tiro, “total, todos vamos a morirnos”, pero tampoco se amilana bajo una lluvia de balas.

La violencia está tan presente que, cuando una alumna me contó que su padre había sido asesinado cuando ella era aún una niña, nadie, en el salón, pestañeó demasiado. Luego le pregunté indiscretamente cómo había sucedido, “¿fue un secuestro o un asalto?”, dije, “fue México”, respondió ella con la misma tranquilidad. En otra ocasión, mientras conversaba con una docena personas, se me ocurrió preguntar cuántos habían tenido un asalto en la familia, todos levantaron la mano. Cuándo les pregunté qué sentían si se cruzaban de noche con una patrulla policial, contestaron “miedo”.

Pero la violencia no es la única característica palpable, sin el concepto de “malinchismo” los mexicanos no podrían explicarse jamás todos sus males, porque toda la culpa de las desgracias de ese pueblo hallan su origen en “la Malinche”, esa “traidora”. Que, doña Marina, sin saberlo y sin quererlo, les dio a la corrupción, a la haraganería y a la ignorancia, partida de nacimiento y madre conocida (el padre, aún no se ponen de acuerdo, fue Cortés o el Tío Sam, depende del ánimo y las circunstancias).

Ahora que los “gachupines” andan demasiado lejos, los mexicanos se ejercitan odiando a los norteamericanos, odiándolos y admirándolos; porque los envidian y los desprecian al mismo nivel, en iguales proporciones; los halagan y los escupen, los insultan y los obedecen, esquilman a sus turistas y son explotados por sus empresarios, todo en una misma circunstancia, todo al mismo ritmo. Dicen que Porfirio Díaz –el célebre dictador, tan querido y tan detestado– dijo: "¡Pobre México! Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos", y algo de eso debe explicar esa adoración tan devota y tan pagana de la virgen de Guadalupe, virgen colonizadora e indigenista, virgen intocable y nunca cuestionada, mediadora paciente entre el creador de los conquistadores y un pueblo abrumadoramente católico que ha hallado, sin embargo, su mexicanísima manera de ser y no ser al mismo tiempo, dejando varada, en las arenas del olvido, la dicotomía hamletiana, porque en México –como bien me lo enseñó José Antonio cuando recién aterricé en estas tierras– todo es sí y no, a la vez, al mismo tiempo.

Así tenemos, por ejemplo, que los futbolistas son tachados de incapaces pero no existe un solo restaurante en México sin un televisor para ver, a todo momento y todos los días, alguno de los cientos de partidos que se transmiten para el deleite y orgullo nacional. Tenemos a un presidente autodenominado “legítimo” –el candidato que perdió las elecciones – que le llama “espúreo”(sic) al gobierno elegido democráticamente –nos guste o no– y del cual –allí reside la paradoja– reciben sus jugosos sueldos todos sus democráticos congresistas, quienes, para no confundirnos, participan legítimamente del gobierno ilegítimo. Tenemos que “mi casa es tu casa” y las invitaciones campean al por mayor pero es rara la vez que se concretan en visitas reales. Tenemos que la más grande empresa nacional –Pemex– arroja pérdidas astronómicas justo en los tiempos en que el petróleo ha alcanzado sus mayores precios debido a una corrupción orgánica que todos quieren preservar en nombre de la “dignidad nacional” (delicioso eufemismo para aludir al clientelaje partidario y sindical con puestos de trabajo que se heredan “revolucionariamente”, al mejor estilo monárquico). Tenemos que las canciones más populares son los narco-corridos (que cantan y conocen todos, desde los más pobres hasta los privilegiados alumnos de las universidades más “fresas”), himnos modernos que narran las “hazañas” de los narcotraficantes y denuestan la corrupción de la policía (composiciones distribuidas en discos compactos que, obviamente, exigen el respeto a los derechos de autor que esa policía corrupta protege). Tenemos decenas de periodistas asesinados año tras año ante la impasible mirada de las fuerzas del orden y el silencio cómplice de las dos grandes cadenas que monopolizan la televisión, empresas que, no obstante, ponen el grito en el cielo si el gobierno pretende disminuir los gastos en propaganda electoral; los muertos pasen, ¿pero recortar el presupuesto para comerciales? ¡Ese sí es un atentado contra la libertad de expresión! Tenemos que dos locutoras de una radio comunal son asesinadas y en la Escuela de Comunicación más prestigiosa (o, al menos, la más cara) del DF, nadie dice nada (¡peor!, nadie se entera de nada). Tenemos y no tenemos, sucede y no se sabe, se sabe y no sucede, así y así, sí y no, definitivamente, posiblemente, eventualmente.

Todas éstas son o parecen ser (sí y no) máscaras que son usadas no para disimular una cara –bella o espantosa, falsa o verdadera– sino para ocultar el hecho feroz de que a veces –muchas veces– el continente no tiene contenido, el vacío lo llena todo y debajo de ellas –de las máscaras ridículas o feroces– no se halla ningún rostro.

viernes, 9 de mayo de 2008

DEMASIADOS OCTUBRES ESTE MAYO

Beatriz y Gilda, a quienes nombro “en estricto orden alfabético”, como dicen en los concursos, han disputado, probablemente sin saberlo y sin quererlo, la silla que dejó mi madre hace ya demasiados octubres este mayo. No es extraño que ambas sean, a su vez, madres de dos de las personas más importantes en mi vida; Mario y Mercedes (sigo con el alfabeto).

Escribo lleno de dudas, deambulando entre dos miedos: por un lado, relegar otros afectos y amores entrañables tras la obstinada manía de andar clasificándolo y ordenándolo todo y, por el otro, pecar de vanidoso y darle razón a Josefa que dice que me encanta jactarme de los muchos y buenos amigos que tengo. Julio Ramón Ribeyro declaró alguna vez que él no necesitaba dinero porque tenía amigos, yo creo lo mismo (aunque confieso que no les he preguntado a los potenciales afectados qué opinan).

A Mario lo conozco desde que éramos los dos niños más desadaptados de cuarto de primaria; corría 1979, teníamos diez años; ni su flacura ni mi gordura habían llegado a su esplendor pero ya dedicábamos varias horas a la sedentaria tarea de reproducir, en las torturadas páginas últimas de nuestros cuadernos, las más feroces batallas en las que la Luftwaffe asolaba los cielos británicos defendidos por esos “tan pocos” de la RAF a los que tantos le debemos tanto desde el discurso de Churchill. A Mercedes la conocí en 1983, cuando en un retiro (sí, esos de curas, confesiones y charlas lacrimógenas) unas comillas mal colocadas (que hasta el día de hoy sigue discutiéndome) me permitieron inmiscuirme en su grupo, hablar, presumir y conocer a la enamorada de Ricardo (otro infinito amigo que conservo). La existencia sin ellos no sería lo que es; hemos compartido gracias y desgracias, cóleras y alegrías, cercanías y distancias, velorios y cumpleaños, nacimientos y muertes, palabras y palabras; son –junto con mis hermanos– esas pocas personas por las que pondría el pecho sin pensarlo y sin pretender jamás que ellos lo hicieran por mí.

¿Cómo podría ser extraño, entonces, que Beatriz y Gilda –que a su vez se conocen desde los días de sus propias juventudes– fueran esas dos mujeres maravillosas que, con constancia, ternura, solidaridad y desinterés, se alzaran en mi existencia como esos nombres que puedo poner junto al de Victoria, mi madre, con la certeza de que no solo no la ofendo sino que, antes bien, la honro honrándolas a ellas con el devoto, sencillo y profundo amor filial que les profeso? Estar en las que fueron las casas familiares de Mario y Mercedes, es como estar en la mía, en la de mis padres; abrir la puerta, contestar el teléfono, saquear el refrigerador, comerme un postre, sentarme a mis anchas en los sillones o conversar con cualquiera de sus habitantes, son acciones tan naturales, tan comunes, tan de todos los días, que solo se pueden hacer libremente en el hogar que nos alberga y a mí, perdónenme la vanidad, me albergan esas casas como si fueran mías.

Beatriz existe desde la primera vez que fui a visitar a Mario, ya habíamos crecido, ya éramos los dos amigos que conversaban en el patio de la secundaria mientras los otros, menos gordos y menos flacos, más ágiles y más coordinados, colmaban la canchita de fútbol con gritos de gol, reclamos y pelotazos que más de una vez rompieron vidrios o se incrustaron en estómagos ajenos a la épica pelea. Todo lo demás fue cuestión de años, de traspasar la reja, de frecuencia, de estar allí todas las tardes, de tomar lonches cebadores e interminables, de quedarnos conversando de Víctor, el esposo muerto cuando Mario era un niño, de escuchar las canciones que ese amor idealizado y trunco compuso en los labios de Beatriz, de compartir las anécdotas de otros tiempos, de escuchar mil veces esa historia de amor que solo un infarto, precoz y feroz, expropió definitivamente. Beatriz fue la sonrisa amorosa, la paciencia, el paté incomparable que devorábamos mientras, famélicos, esperábamos la cena redentora, las largas conversaciones de esto y de aquello, las cosas mundanas, las historias de barrio, las novelas exageradas que veíamos en el viejo, inmenso y maravilloso, televisor a blanco y negro cuyos bulbos demoraban tanto en calentar que una vez se olvidaron de cómo hacerlo y se apagaron para siempre. Beatriz ha sido siempre el amor militante y generoso, la maternidad asumida de quien veía (y ve) en mí al hermano varón que no tuvo Mario, el otro hermano hombre con quien sería más fácil cuidar la adolescencia de Mariana, la hermana tardía, la hija de Lucho, el segundo matrimonio, cuyo esplendor de muchacha radiante me recibe todavía cada vez que vuelvo a esa casa.

Gilda ha sido siempre maestra, nunca tuvo actitudes maternales, nunca un gesto se desvío de una relación casi docente, casi magistral. Empecé a conversar con ella cuando, alguna vez, demorada Mercedes, en la calle o en la ducha, se tomó la molestia de interrumpir una de sus cien mil actividades y nos sentamos en la sala, bajo la mirada de sus dos chinas de porcelana antiquísima que mi volumen y mi torpeza estuvieron a punto de convertir en trizas en varias ocasiones. No sé cómo evolucionó todo, pero un día nos hallábamos ya corrigiendo mis torpes y primeras poesías bajo la paciente y rítmica batuta de su maestría como profesora de piano. Fueron horas, días, largas jornadas en las que Mercedes, aburrida de nuestras charlas sobre la métrica y el ritmo, se ponía a tocar el piano, veía televisión o salía con Ricardo (cuando sus tardanzas no "se excedían del exceso" tolerado habitualmente). De los sonetos y romances adolescentes, de cuya dudosa calidad y abundante producción fue víctima la buena voluntad de “la Señora Gilda”, pasamos a las interminables conversaciones acerca de la vida, en las que mis arrogantes lecturas de Nietzsche, Sartre, Camus, Russel o Hesse se enfrentaban, en larguísimas y amables polémicas, con su conocimiento y experiencia. Hubo una conversación que jamás olvidaré, me hallaba yo escribiendo poemas doloridos por alguna cuyos favores me fueron adversos y ella, que los corregía impasible e implacable, se detuvo, con la confianza que los años nos habían dado, a preguntarme qué sucedía. Un “lo de siempre” fue suficiente y nos embarcamos en una larga charla de la que recuerdo, con la misma nitidez de entonces, las últimas palabras: “este no es tu tiempo, tu tiempo vendrá después, cuando seas más grande, cuando sean otras cosas las que importen, esas cosas que son las verdaderamente importantes”. Sé que cada vez que cuento esto reinvento la frase que mi mala memoria tergiversa artera, pero el espíritu y el cariño con la que fue dicha y escuchada se mantienen incólumes.

Gilda y Beatriz probablemente no lo sepan, pero, más allá de la distancia voraz, más allá de los kilómetros que se multiplican, más allá de la imperdonable ingratitud del exiliado con pocos días de visita en la ciudad, más allá de mis silencios, de mis ausencias, de mis olvidos que jamás recuerdan aniversarios ni cumpleaños, más allá de las letras de mis historias –a veces claras y a veces confusas, a veces tristes y a veces irónicas–, más allá del tiempo y más allá de todo, ellas sobreviven con la serenidad de lo certero, con la calma de lo que es verdad, con la tranquilidad amable de lo que ya no necesita de pruebas ni evidencias.

Así como sé que mi madre está sin estar (sin jamás abandonarme) en cada uno de los pasos que recorro del camino, sé también que Beatriz y Gilda, en sus formas, en sus modos, en sus respetos y sus cautelas, se hallan en esa triada magnífica de amores únicos que hacen que este mayo –demasiado diciembre y demasiado lejos– se ilumine, otra vez, de esperanzas y proyectos, de sueños e ilusiones, de caminos probables y estaciones seguras donde será imposible estar solo, donde la soledad –esa vieja loba hambrienta– no podrá devorarme porque ellas, madres verdaderas, madres en cuerpo y alma, madres infinitas, velan incansables, cada cual a su manera, porque yo –niño para ellas todavía– pueda alcanzar una vez más el puerto y dormir en su paz y en su certeza mientras recupero fuerzas para la batalla del próximo día.

domingo, 4 de mayo de 2008

JUAN PABLO

A las devotas que pensaron que este artículo iba a ser una especie de remembranza del papa Wojtyla, lamento desilusionarlas, Juan Pablo es un argentino de veintitrés años que ha recorrido buena parte de Latinoamérica a pie, en bus y en barco, valiéndose de sus estudios de joyería y de su habilidad como malabarista.

Lo conocí ayer en la noche, acababa de ver una película que narra las angustias de una joven abortista en medio del asfixiante ambiente de Rumania en los últimos años de Ceausescu, el dictador que luego sería fusilado junto a su esposa en la navidad de 1989. La cinta en cuestión, digna del cine europeo, abundaba en ansiedad y zozobra, lo que hacía lenta y pesada su digestión; así que, para que el proceso fuera menos amargo, decidí acompañarla con un jugo de fresas con leche que ofrece un kiosco que se ha apoderado de la calle solo a una cuadra del centro comercial donde suelo ver películas y a unas diez de la puerta del edificio que me alberga.

Iba, con la boca endulzada por el “batido de fresa”, pensado en lo que escribiría esta semana. Tenía decidido hace varios días hablar sobre la lluvia, esa lluvia que llega, todo lo inunda, todo lo desborda y todo lo limpia. Meditaba metáforas y buscaba ideas cuando llegué al semáforo de siempre, en la esquina del parque, al lado de la gasolinera. La luz acababa de cambiar y el rojo detuvo a los automóviles y me cedió el paso, en sentido contrario avanzaba un joven rubio y delgado jugueteando con algo en las manos, se detuvo en medio de la pista y, al pasar a su lado, vi que manipulaba unas bolas de colores con los que empezó a hacer malabares.

Cerrada como estaba la noche, las bolas, que se encendían en luces multicolores y psicodélicas, llamaban la atención. El malabarista dominada su oficio, jugaba con ellas como si las llevara sujetas de algún hilo invisible, las hacía volar por los aires, se las pasaba por los brazos, por los hombros, por la cara, y realizaba tan bien su rutina que me dejó de sorprendido espectador de la función. Diez segundos antes de la que luz se pusiera verde nuevamente, detuvo su trabajo, hizo una reverencia y se acercó sonriente a los automóviles; más de una ventana cedió y más de una persona premió su trabajo con unas monedas.

Lo esperé. La curiosidad pudo más que mis ganas de irme a dormir y lo saludé. Él respondió amable y pronto estuvimos conversando animadamente sobre sus peripecias a lo largo del continente americano.

Tiene veintitrés años y se llama Juan Pablo. Es argentino de tercera generación, sus bisabuelos llegaron a Buenos Aires a comienzos del siglo XX y sus abuelos se trasladaron a Bariloche, donde él nació y donde el “nono” fundó una funeraria. En la sangre lleva varias sangres (criollos, italianos, españoles y hasta una gitana forman su genealogía), pero “soy argentino, aunque soy vegetariano y no me gusta el fútbol”. Lo gitano lo lleva en las venas, “los emigrantes no sabemos quedarnos quietos” me dice en ese plural que me confirma que también soy extranjero en estas tierras. Empezó a recorrer América “apenas me dieron el pasaporte”, porque “en mi país podés manejar y comprar cerveza desde los dieciocho pero no podés viajar sin permiso de tus viejos hasta que tengas veintiuno”, así que apenas los cumplió armó un morral con sus cosas y se fue a andar por el mundo. Antes, en el camión de un tío transportista, había recorrido media Argentina.

Ha vivido estos últimos años gracias a dos talentos, sus estudios de orfebrería, que le permitieron ir creando con sus herramientas aretes, collares y pulseras que fue vendiendo o canjeando por alimentos y vivienda (“un cuarto, un colchón en el piso, un poco de agua, aunque sea fría, pero eso sí lo primero que tenés que hacer al llegar a cualquier ciudad es averiguar dónde pasarás la noche; en la calle jamás, es bueno ser aventurero pero no idiota”) y su necedad (“los tanos somos tercos, hace años, cuando estaba estudiando joyería, mi novia de entonces se apareció un día en el taller y me llevó tres bolas para hacer malabares y me retó a que aprendiera a usarlas, allí estuvieron las bolas varios días, las miraba y las miraba, hasta que una tarde empecé a lanzarlas al aire y me pareció imposible, se me caían, no lograba coordinar, no les encontraba el truco, pero soy tano y soy necio y no paré hasta que lo hice, me demoré más de un mes, pero lo logré, luego aprendí que todo se trata del ritmo, si tenés oído musical es mucho más fácil pero si eres una persona como yo, sin talento para la música, siempre te quedan los números, cada movimiento tiene un número y la combinación de ellos te da la rutina, ahora le puedo enseñar a cualquiera el trabajo básico en una hora”).

Hace tiempo, su mejor amigo (“¿amigo del alma?”, “no, amigo de la vida”) emigró a México (“se vino a buscar laburo y ahora trabaja de modelo publicitario y le va bien”) y él le hizo la firme promesa de seguirle los pasos (“no sé cuándo, pero iré”). No se dio cuenta, pero a los veintiuno, cuando con su morral a cuestas comenzó su jornada “por viajar un poco”, empezó a cumplir su palabra.

Con el pasaporte en la mano se dirigió al norte en tren, primero a Buenos Aires, esa maravillosa inmensidad, después, Mendoza, Córdoba, Tucumán, Salta y, de allí en más, empezar a saltar fronteras. Bolivia le pareció un lugar hermoso, “sobre todo la parte de Santa Cruz”, la gente es amable y acogedora, luego el Perú, “un país espectacular”, Puno, Cuzco, Arequipa, Lima, Trujillo, Cajamarca, Piura, “me lo recorrí todo, trabajando en todas partes, estuve viviendo en Barranco, ¿no crees que se parecen Barranco y la Condesa?, yo creo que sí, aunque más se parece a Palermo en Buenos Aires; me encantó Huanchaco, qué playa más hermosa, viví en una academia de tablistas, comiendo ceviche, porque lo mejor del Perú es su comida, es deliciosa”. Después Ecuador, “donde viven medio acomplejados por el tema del dólar, la policía te persigue porque crees que vas a llevarte sus dólares, como si fueran suyos y no de los gringos”. Luego Colombia, “un país bello, con gente amable y educada, aunque Cartagena es un lugar muy caliente, mucha droga, muchas redadas” y, finalmente, Venezuela “a donde he llegado en dos oportunidades y, no sé por qué, es donde peor te tratan, no te dejan trabajar, te persiguen, si ven a alguien laburando en las calles lo paran y si te paran te ponen contra la pared, te sacan todo el dinero que tengas y se largan, te asaltan y se van, yo he estado en todas partes, me he metido a zonas pobres y zonas peligrosa y jamás sentí miedo, después de Venezuela fui a Brasil, he vivido en favelas y nunca tuve temor, en el único lugar donde sentí miedo fue en Venezuela, y solo cuando veía a la policía, en todas partes de América la policía quiere algo, es verdad, en todos los países si te paran, te van a sacar dinero, te piden una contribución, unas monedas, unos mangos, y se van, saben que estás igual que ellos y que tenés que ganarte la vida, pero en Venezuela te maltratan, dicen que hay muchos argentinos, te golpean y te roban; acá en México, por ejemplo, no se meten con uno que está trabajando en las calles, al contrario, los patrulleros pasan y se quedan mirando, hasta me invitan un refresco, el otro día una chica medio desubicada me gritó en esta misma esquina, me dijo que era un muerto de hambre, la patrulla que estaba viendo mis malabares detuvo el tráfico y por el altavoz dijo que se identificara la persona que había cometido esa falta contra los buenos modales, fue muy gracioso ver a la policía defenderme…”.

Ha recorrido mucha América, “no pude seguir mi viaje por tierra a Centro América porque no hay carretera, tenés que tomar una avioneta a Ciudad de Panamá y te exigen quinientos dólares de garantía, además, estando en Caracas me enteré que iba a ser tío, así que decidí darme la vuelta para ver a mi hermana, me fui por la sabana, pasé por la selva, estuve en los ríos, recorrí el Amazonas en barco y he visto los atardeceres, echado en mi hamaca, en la cubierta, mateando y perseguido por una docena de delfines rosados que acompañaban la nave como jugando, crucé todo Brasil y me enamoré varias veces, qué minas más hermosas, después pasé por Paraguay y llegué a Argentina y estuve con mi hermana para el parto, aún me quedé un par de meses más, compré nuevas herramientas, hice nuevas joyitas, junté algo de dinero y me lancé de nuevo, cuando llegué al Perú por segunda vez llamé a mi amigo y le dije que ahora sí, que me fuera haciendo un campo en su depa, que ya iba para allá, un año después tomé el avión en Caracas y llegué a México”.

“¿El futuro?, no sé, no me preocupa demasiado, quiero seguir viajando, quiero seguir conociendo gente y lugares, creo me quedaré un buen tiempo en México, me encanta, vivo en la Condesa, en una quinta, el cuarto me cuesta poco y, con lo que saco trabajando, me alcanza; claro, hago de todo, trabajo de mozo y también de modelo para comerciales y extra en telenovelas, me muevo todo el día, llamo aquí y allá y siempre consigo algo, por suerte jamás he pasado hambre, siempre he tenido algo que comer y un lugar donde pasar la noche, tengo una mochila con mis cosas pero casi nada es indispensable, varias veces lo he vendido todo para comprar el pasaje para la siguiente ciudad, no me gusta quedarme en un lugar por mucho tiempo, pero acá la paso bárbaro, así que estoy regularizando mis papeles con un abogado trucho que trabaja en migraciones, todavía le debo quinientos dólares así que aún no me devuelve mi pasaporte, pero ya tengo un permiso de trabajo, cuando me canse me iré, como siempre, ¿a dónde?, quiero ir a Europa, tengo amigos que allá, hacen lo mismo que yo y les va muy bien y regresan cada año a ver a la familia, yo primero quería llegar a México, para cumplir mi promesa, después ya veré, si no junto lo suficiente, a lo mejor me voy a Centro América un tiempo y regreso a Argentina a ver a mi viejita, mi mamá siempre me dice que me extraña…”.