domingo, 30 de marzo de 2008

JIS 6

Renuncio a atormentar a quien me lea con una descripción exhaustiva de cada una de las entrevistas que tuve, solo diré que, con las particulares diferencias de estilo, todas seguían un patrón parecido, un formato común generado, probablemente, en la repetición, año tras año, del mismo procedimiento: preguntas generales sobre la educación, los jóvenes y el trabajo internacional; preguntas particulares sobre mi forma de enseñanza, mi experiencia docente, mi actual circunstancia, "¿por qué quieres irte del país en el que vives?", "¿cómo te sientes con la idea de vivir en el extranjero?", "¿crees que puedas adaptarte?" (al clima, a la región, a las costumbres).

Había conversado con toda la gente que pude sobre estas entrevistas, que a mí, sin mayor experiencia previa en este tipo de ferias, se me antojaban misteriosas y hasta inciertas. Personas con más kilómetros recorridos me dieron generosos consejos, claves, trucos, palabras adecuadas, temas prohibidos, puedo decir que en un mes aprendí "el abecé de una entrevista exitosa" y quedé instruido, con afecto, en algo que hacía mucho no realizaba, una entrevista de trabajo.

La primera –y la última– que recordaba se remontaba a 1992, yo era un joven arrogante, dueño del mundo y me sentía capaz de cualquier cosa, así que –animado por mi hermana que veía con preocupación mi inclinación por las letras y mi probable futuro de poeta indigente– se me ocurrió la bizantina idea de ir, con mi recién obtenido Bachillerato en Derecho y Ciencias Políticas, a ofrecerme de jefe regional de ventas para una inmensa transnacional que hasta ahora vende, champú, jabones, papel higiénico, tampones femeninos y otras sutilezas. ¿Qué hacía allí? Nunca lo sabré con certeza, pero creo que el Jefe de Recursos Humanos se sorprendió cuando me preguntó dónde me veía en diez años y le respondí, suelto de huesos, "en su puesto" (a este paso ya sería Gerente General con carro del año en la puerta o, más probablemente, un ilustre desempleado).

Claro, mis posibilidades laborales se veían afectadas por algunos pequeños inconvenientes; para empezar, jamás había vendido nada en mi vida (salvo que cuenten los helados artesanales –agua y refresco de sobrecito– que le vendía a mi madre cuando quería compensar a los muchachos del parque España que la ayudaban a cargar la canasta de las compras o, tal vez, el próspero negocio de sánguches de pollo que abandoné a las pocas semanas porque consideré que mi amistad con Mario –que hemos logrado conservar tres décadas– era más importante que las liliputienses ganancias que generábamos mi socio y yo), pero le dije al entrevistador, con la displicencia de mis veintipocos años, que "eso es muy fácil, ¿no?"; después estaba el asunto del inglés –que los años han evolucionado de mi analfabetismo absoluto al desparpajo más o menos ilustrado que me alumbra ahora–, no era exactamente una bandera que me defendiera aunque, claro, le dije que "inglés aprende cualquiera" (afirmación tan cierta como inconsistente); y, finalmente, el pequeñísimo de que no sabía manejar pero "era cuestión de días" para que pudiera conducir como Niki Lauda la camioneta que iban a darme para usarla en los accidentados caminos de la sierra de mi país.

Como no es difícil de colegir, no me contrataron. De allí en más obtuve trabajo como se consigue en Latinoamérica, conoces a alguien que conoce a alguien que busca a alguien que haga algo que tú sabes hacer, una llamada, una recomendación, una conversación informal y, ¡listo!, ya eres empleado de alguien que, si lo hiciste bien, será el contacto y la referencia para la próxima posición a la que aspires.

Dicho esto es sencillo deducir que mi alarma ante las entrevistas que se venían encima era más que el simple alucinado producto de mi neurosis y que mi preocupación, que iba en aumento a cada minuto, fuera mayor que un "simple y comprensible nerviosismo", más aún después de la desastrosa y desmoralizante entrevista que tuve con el colegio en Medio Oriente donde mi "no título" se tradujo en "no trabajo".

Sin embargo, cuando ya la desolación me pesaba en los hombros más que el exceso de kilos que habitualmente arrastro, recordé a mi entrañable amigo Eddie, el causante de todo esto, el padre de esta situación que me tenía en la encrucijada laboral. Mientras camina por el corredor del piso en donde estaba la habitación del director del colegio en China, Eddie y su claridad, vinieron a mí con las sencillas palabras que despejaron mi panorama en uno de los tantos correos que me escribió: "Dejáte de preocupar, sé quien sos y te va a ir bien, ese es todo el sentido de la entrevista, ser honesto, te lo aseguro; además, contigo no hay medias tintas, o te corren o te contratan". Así que eso hice.

Conversé con cada uno de los entrevistadores con la soltura que puede tener uno frente a alguien que conoce hace tiempo, claro, no con la libertad de quien habla con un viejo amigo pero sí con claridad y franqueza. Dije lo que pensaba y lo que sabía, lo que no sabía no lo dije o, si me lo preguntaron, dije que no lo sabía. Huí de ese viejo vicio de suponer que debemos tener respuesta para todo y acepté el "no lo sé" como una opción humanamente posible, comprendí que estas personas, que llevan muchos años haciendo lo mismo en una docena de ferias periódicas alrededor del mundo, tienen suficiente experiencia como para percatarse de esa antigua debilidad de querer parecer perfecto frente a quien nos está evaluando, conté mi historia como me la sé, que es como la he vivido, con sus buenos y malos ratos, con mis logros y mis fracasos, con las grandes satisfacciones que ser docente me ha dado a través del tiempo y, también, con esas temporadas en las que todo parece encaminarse al desastre, hablé de mis alumnos como hablan ellos de mí, con esa misma informalidad y cercanía con la que los he tratado en estos casi veinte años que llevo enseñando, con esa cotidianeidad a la que me niego a renunciar, esa que establece relaciones horizontales con los chicos y chicas –muchos de ellos hoy día hombres y mujeres, padres y madres de familia con quienes conservo la vieja amistad que surgió en el aula–. Pensé en mis alumnos mientras hablaba de ellos, jóvenes que no pretenden nada más que ser considerados como iguales en el más humano sentido de la palabra, que no desean otra cosa que conversar, ser escuchados, tener la certeza de que aquel que tienen delante sabe un poco más –porque tiene un poco más de experiencia– pero, sobre todas las cosas, se interesa por ellos, por sus vidas, por sus sueños, sus tristezas, sus amores y sus andanzas. Así, inspirado en esas reflexiones, hablé de lo que he aprendido en este tiempo, de cómo me hice profesor por error o, peor, por necesidad, cómo era un adolescente cuando Manolo –uno de mis amigos entrañables– tuvo la bizantina idea de abrir una academia preuniversitaria y me puse a enseñar historia para ganar unos centavos que me permitieran llevar más levemente mi propia vida de estudiante y cómo así, poco a poco, y sin darme cuenta, fui deambulando de academia en academia, fui acumulando historias y nombres y amistades y un día, sin demasiada consciencia de lo que hacía, terminé de profesor de secundaria en un maravilloso colegio de locos en Barranco donde lo importante eran los chicos y no las calificaciones, donde la preocupación era que los alumnos estuvieran bien y no que se supieran de memoria la tabla de elementos químicos o las fechas de cada una de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, donde el quehacer diario de los profesores no era perderse en mil reuniones "de coordinación" o de "análisis" o de "programaciones" sino verificar que los jóvenes estuvieran bien en el más amplio y amable sentido del término, sintiéndose parte de una comunidad a la que le importaban sus opiniones, sus vivencias y sus temores.

En cada entrevista, me fui internando en mis recuerdos con la libertad de quien dice solo lo que sabe y lo sabe porque lo ha vivido y lo recuerda y lo vuelve a vivir; hablé de cómo llegué al mundo de los colegios internacionales de la mano de Cecilia que un día me vio leyendo poesía y creyó en mí, de mi experiencia en ese sistema diferente pero, al mismo tiempo parecido, "porque los jóvenes son jóvenes en todas partes"; narré mis experiencias trabajando al mismo tiempo con chicos de diferentes culturas, de distinta lengua materna, de tradiciones y aun de creencias distantes y muchas veces opuestas y enfrentadas; expliqué lo fascinante que puede ser tener en una misma clase a católicos, cristianos, judíos y árabes, y cómo sabía ya, con certeza, que el diálogo, la convivencia, la comprensión, la tolerancia y el respeto mutuo a las ideas no solo son necesarias sino que son absolutamente posibles.

Arrastrado por mi propio entusiasmo, fui de entrevista en entrevista con la seguridad de quien va a decir su pequeña verdad, una verdad que no puede ser contradicha ni que será jamás cazada en falta porque, con sus altos y bajos, con sus malos ratos y sus buenos días, fue lo que fue y es lo que he vivido en estos años en que me fui descubriendo como maestro, porque si bien es cierto que empecé casi por error, es más cierto aún que la docencia me fue ganando poco a poco, que se fue haciendo parte de mi vida y que, sin que yo me diera cuenta –solo lo supe el año pasado, cuando estuve muchos meses sin dar clases, lejos de mis alumnos y de mis libros–, se convirtió en parte esencial de mi existencia.

Así seguí y seguí, hablé y hablé en un inglés (que aún no sé cómo me sale) y respondí con mis simples verdades todas las preguntas que se me hicieron, planteé mis dudas, pregunté con curiosidad y fui el que soy. ¿Malo, bueno, regular?, no lo sé, eso lo dejé al juicio de los otros, esos otros que eran, en definitiva, quienes iban a darme o no el trabajo que andaba buscando. En resumen, seguí el consejo de Eddie, fui auténtico o, al menos, fui lo más auténtico que puede ser un ser humano en estos tiempos que endiosan la imagen y las formas, en estos tiempos de plástico y silicona.

Me fue muy bien. Bueno, sentí que me fue muy bien. Aunque en las cinco entrevistas de ese día no obtuve ninguna confirmación ni ningún ofrecimiento de China, ni de dos de los Emiratos, ni de Escocia ni de Estados Unidos, me sentí satisfecho conmigo y con mi jornada; como alguien me enseñó, "que se nos condene por lo que somos, no por lo que no somos".

Esa noche, antes de irnos a comer con Jessica, Marc y Gail, pasé por última vez por la sala donde teníamos los folders donde nos dejaban las notas. Hallé una, China quería conversar nuevamente conmigo...

lunes, 24 de marzo de 2008

JIS 5

A las doce empezó la segunda fase. Al concederte una cita, los reclutadores te daban su número de habitación, transformada en oficina, donde se concretaría la reunión. La media docena de ascensores se hallaba saturada por centenas de profesores que subían y bajaban frenéticamente (hubo los deportistas de escalera, pero solo hablar de ellos me cansa). Resultó interesante ver cómo, en un primer momento, las sonrisas se suspendieron como si nadie supiera bien en qué terminaría todo esto de las entrevistas, luego volverían, impostadas y practicadas hasta el cansancio, como la muestra de que las cosas empezaban a adquirir su exacta dimensión.

Era gracioso ver a los candidatos arreglándose la corbata, ordenándose la falda, acomodándose el cuello, retocando a última hora el maquillaje en una enésima revisión frente al espejo de la polvera, revisando que los zapatos estuvieran bien lustrados, inspeccionando otra vez el peinado en el reflejo metálico de la puerta del ascensor y, en general, concentrando la inteligencia en la tarea de parecer todo lo bueno que sus currículos y cartas de recomendación decían (a estas alturas ya había descubierto que eso de "la imagen es todo", que dice cierta propaganda de gaseosa, resume la filosofía de quienes evolucionaron la publicidad del arte que era a la ciencia que es, y ya no me sorprende –y supongo que a los reclutadores tampoco– leer "hojas de vida" que confunden el extracto académico-laboral con una obra de ficción; ¿será por eso que muchos mostraban una excesiva preocupación por el atuendo o es que me estaba volviendo paranoico?).

Mi primera cita fue pactada para las doce y media, así que no tuve que correr. Contaba con tiempo suficiente para observar cómo los demás apuraban el paso mientras yo avanzaba lentamente hacia mi destino. Llegué al piso correspondiente, toqué la puerta y me recibió un señor en su cincuentena, amable y cordial, era el representante de un colegio en un país del Medio Oriente.

Todo parecía empezar bien, pero la situación pronto se tornó desalentadora.

El reclutador, que leyó mis papeles frente a mí (supongo que no le dio tiempo de hacerlo antes), me preguntó: "¿tienes título de profesor?", con lo que me di cuenta que no había revisado mis datos con la calma necesaria. Le expliqué lo que estaba prístinamente esclarecido en mi currículum, que no tengo título de profesor pero que hace veinte años que dicto clases, que soy Bachiller en Derecho, que estudié una Maestría y un Doctorado en Literatura, que, además, estudié un curso de titulación en pedagogía y que, como estaba señalado en mis documentos, no había hechos esas benditas tesis por lo cual tenía muchos certificados de estudio pero solo un título.

En esos momentos pensé en mi padre y en toda la razón de sus razones "si quieres sé matador de moscas, pero con título", él, un hombre cuyos conocimientos rara vez he hallado en otras personas, un hombre curioso que jamás dejó de estudiar y que siempre estuvo aprendiendo algo y en cuyo cerebro almacenaba más sabiduría que la de casi todos los demás seres humanos que he conocido, nunca obtuvo un título, nunca se hizo del cartón ése que dijera "sí, él sabe lo que certificamos acá" y vio cómo muchos, con menos luces, con menos conocimientos, con menos capacidades, obtuvieron ventajas por el mero hecho de tener el bendito cartón. "Un título no es garantía de nada", me repetía, "pero en el mundo escolarizado de hoy es indispensable". Creo que tanto me atormentó con aquello de "ten un título" que jamás lo obtuve –claro, tengo el Bachillerato en Derecho para el cual te exigían haber aprobado todos los cursos de la carrera, pero podría tener cuatro más–. Tendría que preguntárselo a mi psiquiatra –cuando contrate uno– pero supongo que esa insistencia paternal hizo nacer en mí una especie de aversión por las tesis; cada estudio que he emprendido lo he terminado, no obstante, hacer las tesis me genera cierta urticaria paralizante e inmanejable y, a pesar de que he enseñado "Metodología de investigación" en la universidad y a pesar de que he sido asesor de varias monografías –todas aprobadas– en el Bachillerato Internacional, nunca he querido (o podido) embarcarme en una. El día que den títulos por escribir libros, me apunto con un par…

Estaba pensando en mi padre y sus ignorados consejos cuando nuevamente la pregunta del entrevistador laceró mis castos oídos: "¿tienes título de profesor o algo similar?". Renuncié a repetir lo que ya le había explicado, renuncié a mostrarle de nuevo las copias de mis certificados que prueban más de once años de estudios universitarios, y dije lacónicamente: "no". Él lo lamento mucho, se deshizo en elogios "por tu excelente resumen y tus magnifica referencias", pero me dijo que en el país donde estaba el colegio que él presidía era indispensable el título de profesor para que se me otorgara la visa, que "un gusto" y "buenas tardes".

Debo confesar que su honestidad fue algo así como un golpe directo al pecho, pero como no sé perder la compostura y la función debe continuar, le sonreí, le dije que apenas sacara mi título le avisaría y caminé hacia la salida tan entero como entré. Él me acompañó amable y en la puerta se despidió de mí al mismo tiempo que le daba una cordial bienvenida al otro candidato que esperaba en el corredor. Lo saludó con la misma sonrisa, la misma simpatía, el mismo gesto seguramente mil veces repetido en otras tantas ferias y entrevistas. Yo me fui.

Ya en el ascensor, el peso de los catorce pisos del edificio me cayó encima. Una noche sin luna y con el cielo encapotado no podría ser más negra. La desolación –esa bestia hambrienta de nuestras derrotas– mostró sus dientes.

No perdí el aplomo, porque, como es sabido, no es dable perderlo en medio de la batalla y Benedetti tiene razón cuando dice "está prohibido llorar sobre los libros / porque no queda bien que la tinta se corra". Sin embargo, me pregunté, como casi siempre me pregunto, si todo esto valía la pena, si el esfuerzo se justificaba, si todo lo apostado en esta jugada tenía un sentido, si mejor no fuera dar media vuelta, hacer maletas, regresar por donde vine y terminar refugiado en la casa de mis padres.

Ah, las preguntas; ¿desde cuándo me las hago, desde cuándo sé que no tienen respuesta o que la respuesta no es única –que es lo mismo–? No lo sé, pero lo que sí tengo claro es que no hay nada más adecuado para un millón de preguntas abstractas que unas cuantas respuestas concretas. Los hechos suelen marcar nuestro rumbo y las divagaciones intelectuales no dejan de ser un hermoso ejercicio que nos sirve para que el cerebro no se oxide y para que nos alejemos de la terrible posibilidad de convertirnos en autómatas –tema fascinante, sobre todo ahora con tanto joven que vive en el autismo, voluntario y perpetuo, entre la computadora, el celular, el ipod y la televisión–. Así que las preguntas cumplieron su cometido, trajeron reflexiones y las reflexiones obligaron respuestas. Respuesta simples, sencillas, pedestres, pero indispensables en ese momento.

Lúcido ya, entendí que mis padres murieron en junio y en octubre de dos años distintos hace ya demasiado tiempo, que la casa miraflorina que era de ellos, y donde pasé mi última juventud, nos la compró mi hermana, que en Lima mi puesto de profesor había sido ocupado por otra persona hace dos años, que en México no tengo un empleo fijo y que el trabajo por horas es muy cómodo pero muy poco rentable en una ciudad tan cara como el Distrito Federal, que ya estoy viejo para desalentarme y demasiado a destiempo para pedir auxilio; entendí mis circunstancias y entendí a Ortega y Gasset (a quien jamás leí a profundidad pero cuya frase, absolutamente descontextualizada, siempre me ha perseguido), entendí sobre todo a Cortés, a Hernán Cortés, el conquistador de los Aztecas, quien a sus treinta y cuatro años decidió jugárselo todo y quemó sus naves para que no hubiera opción de volver atrás, para que la tentación del regreso se topara con la imposibilidad real de una vuelta sin sentido, para que la cobardía –si llegaba– no hallara puente, sendero ni camino y tuviera que hacerse "valor y hacia adelante", así como cuando el hombre descubre que nunca más puede ser niño. De esa manera, pensando en Cortés, se detuvo el ascensor y me encontré en el primer piso donde las caras forzadamente sonrientes de cien mil profesores me hicieron entender que el juego aún no había terminado y que quedaba aún mucho destino.

Caminé hasta nuestro "cuartel general". Jessica, Mark y yo nos habíamos apoderado de "nuestra" mesa y allí prometimos juntarnos después de cada entrevista. Además, al grupo se habían unido Gail –mi antigua compañera de trabajo en Lima– y Maki –una simpática japonesa que vivía en México y que, como yo, buscaba trabajo de profesora de español, aunque ella tuviera como prioridad enseñarles a niños de seis años, algo bastante remoto entre mis expectativas–.

Les conté a todos lo sucedido. Me escucharon con la solidaria atención de estas amistades nacidas en medio de una situación forzada y estresante donde, de alguna manera, todos nos jugábamos el futuro inmediato.

Jessica, serena y hermosa, dijo: "que no tengas título de profesor no es determinante, es solo un poco más complicado" y Marc, cínico y leal, afirmó que yo no iba a tener problema en obtener un trabajo, "¿cuántos hablan tanto como tú y se manejan con esa seguridad y esa autoestima?", "sólo tú, Marc", respondí, "exacto", retrucó el gringo, "pero yo enseño Física y no Literatura, así que no soy competencia para ti". Todos nos reímos de buena gana. Mi ánimo cambió por completo y me fui, como quien va decidido al combate (con la decisión de quien sabe que todas sus viejas naves arden en la orilla) a mi siguiente reunión.

Eran las dos de la tarde, y el colegio quedaba en China.

lunes, 17 de marzo de 2008

JIS 4

El procedimiento para obtener una entrevista con uno de los reclutadores es muy sencillo y deja de lado cualquier modernidad tecnológica. Me explico, uno llega a las siete de la mañana al hotel (muchos se alojaban allí, otros estábamos en uno cercano, algunos, como Jessica, se pasaron la noche en casa de algún pariente y otros pocos, como Marc, habían rechazado los grandes hoteles de los alrededores y se alojaban en hoteles más tradicionales en el centro de Boston) y se pasea por el gran salón donde ya a esa hora se han colocado infinidad de mesas detrás de las cuales –pegados en la pared– se hallan grandes papeles en los que cada colegio se identifica y declara cuáles son los profesores que necesita ("no hay más lista actualizada que ésta, todo lo de Internet es obsoleto frente a esta información", me explicaba Jessica, con quien me encontré en la puerta del hotel y quien, como yo, estaba en el grupo de los madrugadores).

Cuando el bus de las 6:45 nos dejó, aún no eran las siete. Sin embargo, la fila de los impacientes insomnes que esperaban ya tendría unas cincuenta personas; eso no era nada, en unos minutos más seríamos quinientos. Se abrieron las puertas del salón e ingresamos. La gente se desplazaba desordenadamente, como tratando de ubicar presurosa los colegios que se encontraban en la cima de sus preferencias (como yo no tenía, en estas nuevas circunstancias que he declarado, más pretensión que obtener un trabajo, miraba indiferente el apuro de los demás y avanzaba pausado por el amplio ambiente saturado de profesores vestidos con sus mejores telas –lo que no deja de ser una ficción, porque así no se imparten las clases, salvo algún colegio demasiado tradicionalista y conservador, más inglés que norteamericano–).

Caminaba al lado de Jessica quien, de pronto, sacó de la cartera ese block que no la abandonaba y empezó a escribir con la dedicación que suele hacer las cosas. "¿Qué anotas?", pregunté curioso, "hago una lista de los colegios que necesitan profesores de música, la comparo con la que ya tengo, borro los que ya no tienen vacantes, agrego los que tienen nuevas vacantes, y hago un mapa del salón para saber a dónde debo dirigirme primero". Sí, así es ella, en ese momento no supe si envidiarla o agradecer a mis genes por el caos bohemio que me ampara. Frente a esta muchacha tan ordenada, tan previsora, tan lista para salir airosa del trance que se avecinaba, me encontré arrastrando –sin demasiada atención– la mochila donde iban mi computadora (probablemente el único bien material al que hoy el guardo cierto aprecio, salvo que tomemos en cuenta mi ropa extra grande que solo hallo en algunas ciudades del mundo donde la obesidad no es una mala palabra sino un buen negocio), las veinte copias de mi currículum y algunos ejemplares de los libros que me han publicado (estos como un as bajo la manga porque los escritores, quién sabe por qué, tenemos cierta impunidad laboral y cierto prestigio social). "¿No vas a anotar?", me preguntó cuando ya terminábamos de dar la vuelta al lugar y yo la miré con los mismos ojos de incertidumbre con los que veo cada vez que no sé algo y que despiertan no sé qué oculto instinto materno en las mujeres; "vamos, yo te anoto", me dijo la bella, joven y amable maestra de música y recorrimos nuevamente el espacio repleto de profesores y profesoras que no lograban ocultar su nerviosismo debajo de sus camisas recién planchadas y sus decentísimas faldas debajo de las rodillas.

A las ocho ingresaron los reclutadores. Se colocaran en sus mesas. Empezó el baile. Frente a la zona destinada a cada colegio se fueron formando filas –unas largas y otras cortas, dependiendo de quién sabe qué acto de selección y discriminación que los postulantes entendían de perlas y que para mí sigue siendo tan misterioso y fascinante como la fe, el amor y un helado servido justo en la mitad del invierno–. Ante las mesas donde los reclutadores coordinaban febrilmente sus citas, desfilaban uno por uno los aspirantes. Los directivos de las instituciones tenían un minuto o dos, para verificar si te conocían (si ya les habías escrito previamente) o para darle una mirada, a vuelo de pájaro, al currículum que les entregabas. Leían, te veían, te escrutaban unos instantes con la experiencia de los que llevan años "leyendo" a las personas en pocos segundos, conversaban dos o tres palabras entre ellos y te daban una cita o te decían "lo siento, no es lo que estamos buscando" o acudían al "en este momento no tengo espacio libre para dar citas, pero déjeme su hoja de vida y si se presenta la ocasión nos comunicamos con usted", una frase vacía, pero llena de esperanza (claro, hay variaciones, en la mesa de Rusia, por ejemplo, una amabilísima mujer me dijo "tienes la experiencia que necesitamos y me encantaría contratarte, pero en la República Rusa, por cuestiones de visa, solo contratamos norteamericanos e ingleses", ni modo).

Así pasaron dos horas. A las diez vaciaron el salón, cambiaron los papeles, pusieron otros de otros colegios con nuevas vacantes y, nuevamente, empezó la segunda ronda de la cacería de una cita que pudiera ser la promesa de un trabajo en algún rincón del mundo. Con tantos colegios participantes y más de medio millar de candidatos, no había lugar en el hotel donde pudiéramos estar todos juntos, por eso la división.

Haciendo uso del plano que la amabilidad de Jessica me había dibujado, me dirigí a las mesas que buscaban profesores de castellano y elegí, primero, las filas más cortas (ya Sally lo había advertido "no desprecien un colegio porque no sepan dónde queda o les suene un lugar muy lejano o les cause temor no saber nada de esa región, todas las instituciones que participan en esta feria han sido verificadas por la Asociación y son extraordinarios lugares para trabajar") y, una vez que había asegurado algunas entrevistas, hice las colas más largas (generalmente en colegios muy grandes con mucha oferta de trabajo). El trámite fue sencillo y expeditivo; esas primeras horas pasaron feroces.

A las doce del día se dio por concluida esa etapa. Los reclutadores se levantaron y se marcharon a sus habitaciones, convertidas en improvisadas oficinas, donde entablarían decenas de conversaciones con decenas de desconocidos a los que, con las preguntas precisas, con la experiencia acumulada, con el ojo acostumbrado a "leer" a las personas más allá de sus papeles y recomendaciones, con todo lo aprendido en años de trabajo como administradores, tendrían que discriminar en un "este sí me interesa, éste no" a todos los profesores que con nuestros mejores trajes y nuestras mejores sonrisas nos presentábamos como "la opción", como la mejor elección en ese mar de centenas de maestros buscando trabajo.

Concluida la primera parte del proceso todos estábamos allí, con nuestras pocas o muchas entrevistas pactadas, listos para empezar. Las citas que había logrado pactar serían todas mis citas posibles (aunque al día siguiente se abrió una especie de "última opción" donde los colegios que aún no contrataban, daban una nueva ocasión para conseguir una entrevista para el sábado en la tarde o el domingo en la mañana; fui por curiosidad, realmente eran pocas las oportunidades de trabajo que quedaban, aunque en el tema de las oportunidades sabemos que –como en la lotería– basta con una, si es la premiada).

Yo obtuve nueve citas (tres de las cuales habían sido pactadas con anterioridad con los benditos mensajitos que te dejaban en el folder y que solo se reconfirmaron allí; por ejemplo, un reclutador de un colegio en China, me vio en la fila, me llamó y me dijo "sabes que estamos interesados en ti, ¿nos vemos a las dos?", y eso fue todo); Jessica consiguió quince; Marc, con quien luego nos encontramos y quien tenía muy claro a dónde quería ir y a dónde no, tenía pactadas un poco más de media docena de reuniones (buenos números, porque después supe de otros que solo consiguieron tres o cuatro).

Terminada la primera función uno se halla con un montón de papeles en la mano y las promesas de "a tal hora conversamos", con su riesgo de nada y de silencio, con sus angustias previas, sus nervios, su espera, su andar por los pasillos dando vueltas, su reloj consumiendo el tiempo y la entereza, sus idas y venidas, sus personas que suben y bajan por las escaleras o los ascensores con cara de "este trabajo es mío" o, a la vuelta, con esa expresión imprecisa de "¿me habrá ido bien?". Las "ratos libres" son odiosos, el tiempo entre entrevista y entrevista es una especie de hoyo negro del que todos huyen revisando nuevamente folletos, encartes, propaganda, buscando en Internet (que a mí se me asemeja a ese árbol de la sabiduría del Bien y del Mal del que leí en las viejas leyendas de la religión en la que me criaron mis padres), buscando información, buscando detalles, buscando experiencias previas, buscando los mapas o las fotos de las ciudades donde están los colegios a los que se aspira como si "ver" ese mundo sirviera para hacerse una idea del futuro.

Así el compás de espera empezaba a desesperar, con el minutero que no avanza o que avanza muy rápido, con su no saber, con su expectativa, con la urgencia de sostener la compostura y no dejarse ganar por la humanísima tentación de salir corriendo…

domingo, 9 de marzo de 2008

JIS 3

Nuestra primera reunión era “solo de postulantes” (la de “solo reclutadores” había sido antes). Cuando se fue acercando la hora, los que allá estábamos, en los “salones para profesores”, esperando y consumiendo el tiempo mientras distraíamos nuestro nerviosismo, unos –los muchos– sumergidos en sus papeles, revisiones de libros, manuales y páginas de Internet, y otro –los pocos– con bromas, risas y el suficiente cinismo que nos permitiera sobrevivir a la tensión que, como un olor que se cuela imperceptible hasta que se apodera del ambiente, se hallaba allí entre nosotros, recordándonos dónde estábamos y por qué nos encontrábamos allí (finalmente, la verdad era que íbamos a buscar trabajo y, salvo uno que otro excéntrico que busca empleo porque está aburrido de sus millones, todos los demás mortales necesitamos desarrollar ciertas actividades laborales que garanticen esas vulgaridades como pagar la renta, el teléfono, el gas y, claro, las hamburguesas).

Llegada la hora, todos, como movidos con invisibles relojes cuyas alarmas sonaran al unísono en nuestras consciencias (a eso se le llama angustia, en cristiano), nos levantamos y, con una calma más fingida que real, avanzamos hacia los ascensores; allí, unos pasos más adelante, se abrían las puertas de un futuro incierto como todos los futuros (aunque la incertidumbre con trabajo suele ser más llevadera). Era una maravilla lo que allí se veía, todos nos comportábamos civilizadamente, actuando como cualquier profesor que se precie, esperando en la fila con paciencia y avanzado con calma como si realmente nada nos alterara. Entramos. El salón donde se desarrollaría la reunión era el mismo que al día siguiente iba a ser el primer campo de batalla, pero aún faltaba para eso. El ambiente era inmenso, como para una recepción de vestido largo. Habían sido dispuestas varios centenares de sillas plegables y, cuando logramos entrar, estaba lleno de tope a tope. Nos encontrábamos allí todos los profesores que pretendíamos hallar un trabajo ese fin de semana y todos, ¡oh maravilla de la escenificación!, sonreíamos amables, mirábamos con confianza, y nos comportábamos como si en realidad se tratara de una reunión de camaradería del club social o el té de las vecinas del barrio. Solo en este momento pude darme una idea clara de cuántos éramos y de cómo éramos; un grupo variopinto de mujeres y hombres, jóvenes y mayores, experimentados e inexpertos. Sin embargo, los jóvenes –donde supongo que yo ya no me debo contar– formaban el grupo mayor. Muchachos y muchachas que difícilmente llegaban a la treintena y que, en ese momento que consideraban ideal, se disponían a iniciar esta aventura de andar por el mundo dictando clases en lugares tan distintos uno del otro –en kilómetros, en costumbres, en realidades– como Lima y Jakarta, como Budapest y Abu Dabhi. Otros, como yo, estábamos allí porque las circunstancias, ese alrededor inestable como las olas del mar, nos ponían de nuevo a cabalgar, en lomos de la aventura, por las arenas inciertas de los grandes cambios.

Si bien no se dijo nada reveladoramente nuevo en la reunión, por la reacción de muchos de los allí presentes, me di cuenta de lo que para la experiencia de los organizadores es evidente, son pocos los que leen los correos y menos los que siguen las instrucciones (si eso pasa entre maestros, ¡imagínense que pasa con los alumnos!).

La voz cantante la llevó John, el creador de esta organización que ya ha colocado a más de mil quinientos de sus asociados en puestos de profesores, directivos y administradores en decenas de escuelas internacionales alrededor del mundo. Sin duda, debió haber sido un gran profesor, sencillo, jovial y divertido, un viejo zorro que sabía cómo distender la atmósfera cargada de preocupación y ansiedad. Hizo mucho más que repetir las mil indicaciones que ya nos conocíamos de memoria, pasó rápidamente por lo que supuso que ya sabíamos (aunque luego algunas preguntas demostrarían la poca atención que muchos le dieron a los mensajes que nos habían enviado) y luego se dedicó a contarnos una serie de anécdotas sobre la vida de los profesores internacionales, anécdotas que ubicaba en África, en Asia o en Sudamérica, lugares, todos ellos –incluida nuestra América Latina–, tan exóticos, distantes, lejanos, novedosos y llenos de misterio para la gran mayoría de los que allí se hallaban (de los quinientos que éramos no supe más que de diez latinos y, salvo una muy simpática señora nicaragüense y yo, los demás eran más gringos que los rubios que por allí andaban, latinos de origen pero –segunda o tercera generación de cubanos, puertorriqueños o centroamericanos nacidos allá– criados en las costumbres y aún en el idioma de Shakespeare para quienes una hamburguesa es lo habitual y los Andes o el Amazonas les son tan ajenos como el Himalaya o el desierto del Sahara). Las historias tenían un objetivo, graficar lo interesante y lo emocionante que puede ser la vida “en el extranjero” y John las contaba con la maestría de quien tiene años en el oficio, con ese humor tan correcto de los norteamericanos, ese humor casi naif, casi inocente, ese humor que a veces a nosotros, los latinos, nos suena tan extraño.

Todas las historias iban al mismo lugar, al mismo demostrarnos lo interesante de la situación y alentarnos a armarnos de valor para iniciar la jornada del día siguiente. La intención era tranquilizarnos, convencernos de lo emociónante de este juego y hacernos partícipes de la idea de que, sin importar los resultados –consigas trabajo o no– era una experiencia digna de ser vivida. Estuve de acuerdo; “al menos escribiré un artículo”, le dije a Jessica quien, distrayéndose un instante de las mil notas que tomaba en su block, me respondió con esa infinita y natural sonrisa que la redime de cualquier culpa y neurosis. Marc, más pragmático e irónico, dijo que felizmente no tenía que convencerse de nada “en mi caso, el peor escenario es que me retire a la casa de mi hermano en las montañas con mi pensión de jubilado…”, “¿puedo odiarte?”, le dije y él, me dijo un “por supuesto” con un delicioso sarcasmo que solo los discípulos de Diógenes entendemos sin ofendernos.

Luego, una hora después, levantada la sesión principal, los “nuevos”, es decir, los que íbamos a una feria de trabajo por primera vez, permanecimos allí y nos juntamos alrededor de Sally dispuesta a emanciparnos de cualquier duda. Fue una hora más de lugares comunes y preguntas irrelevantes (una vez más, Sally no tuvo la culpa de que muchos no leyeran las mil indicaciones y recomendaciones que ella, tan ordenadamente, nos hizo llegar), sin embargo, se hicieron dos o tres buenas acotaciones en las que Sally profundizó y se nos aclararon ciertas cuestiones sobre cómo manejarse con los entrevistadores y cómo comportarse en medio de una serie de situaciones complicadas o embarazosas que podían surgir, aunque la recomendación final fue obvia: “sé tú, sé natural” y al diablo con Hamlet.

Sally explicaba que la “batalla” comenzaba al día siguiente; una particular lucha en la que muchos profesores están buscando hacerse de una de las pocas vacantes que los colegios ofrecen de su materia. Nunca manejé las estadísticas y sé que oficialmente no las había (porque Sally jamás hizo mención de ellas), sin embargo, supe desde la mañana, por un viejo compañero de trabajo que me encontré allí, que alguna información existía, al menos extraoficial, porque él se hallaba de lo más tranquilo (“hay diez vacantes alrededor del mundo y solo hemos venido tres profesores de teatro”, me dijo muy confiado mientras nos saludábamos). Pero no solo me encontré con Randall y su confiado manejo de las estadísticas (y de las mujeres), también hallé que a la feria asistía Gail (cuya hija, Camilia, fue alumna mía) y Judy (también profesora en el colegio donde todos nosotros trabajamos). Luego Gail me presentó a la bibliotecaria del colegio que me conocía “por tus libros”, quien, junto a su esposo, también se hallaba en la feria buscando un nuevo destino para los próximos dos años (que es el tiempo habitual de los contratos ofrecidos por los colegios, tanto porque muchos de estos profesores prefieren vivir deambulando por el mundo como porque, supongo, es una manera de curarse en salud si el maestro –al que solo conocieron por la feria y del cual solo saben por las referencias de sus ex jefes – no resulta ser tan extraordinario como las cartas de recomendación y las evaluaciones sugerían).

Terminadas las rondas de preguntas y respuestas, Sally dio por concluida la reunión y nos recomendó “descansar para la jornada de mañana”; obedientes, todos abandonamos lentamente el lugar. Serían las ocho de la noche cuando nos despedimos. Jessica partió a la casa del tío que la hospedaba, a cuarenta minutos de distancia, Marc se fue al tradicional hotel en el centro que obtuvo por un mejor precio (“soy frugal”), Gail se dirigió a su habitación, puesto que se alojaba en el mismo hotel del evento y yo, junto a otra docena de profesores, tomamos el bus que graciosa y gratuitamente nos devolvió al edificio que nos alojaba.

El camino de regreso, de unos seis o siete minutos, fue silencioso, todos los que estábamos en el bus andábamos demasiados abstraídos en nuestros pensamientos como para mantener una charla siquiera casual. Al día siguiente, a las siete de la mañana, comenzaría una fraternal y amable batalla –pero batalla al fin– por conseguir una de las vacantes ofrecidas por los colegios que a la feria habían acudido. Todos tenían claras sus preferencias, todos –según había conversado con mis nuevos compañeros de aventura en las horas de espera– habían realizado averiguaciones, habían revisado manuales, brochures, encartes y páginas web y, al parecer, apuntaban a una o dos posibilidades que los seducían, ya fuera por lo exótico del país, por el prestigio de la institución o por el paquete económico que ofrecían.

Yo –reincidamos en las confesiones– solo buscaba un trabajo. Cuando temprano en esa tarde le había dicho a Jessica: “si me contratan para dictar Suajili en Katmandú diría que sí” había sido absolutamente honesto, aunque ella, seducida por la delicia del sarcasmo, había reído de tan buena gana que hasta yo llegué a convencerme de que mi frase desesperada no era sino una broma. En nombre de la esperanza –el don más bello e inútil que se nos ha otorgado– me fui a dormir creyéndole a Eddie, mi viejo amigo, y ese “creétela y verás que conseguís laburo”.

martes, 4 de marzo de 2008

JIS 2

Si es cierto que detesto los vuelos, es más cierto que los trasbordos avivan mi neurosis, el corre-que-se-va-el-avión me genera angustia y, sobre todo, cansancio. Soy gordo, no corro. Camino despacio, voy con calma, me molesta que me apuren. Ni modo, era el pasaje más adecuado (por hora y precio), así que a respirar hondo. Llegar a los Estados Unidos, si uno tiene los papeles en regla, se me antoja más fácil que irse. En la decena de veces que el azar y las circunstancias me hicieron ingresar al país de la Coca-Cola, nunca tuve mayores problemas, solo la ya para mí repetida incidencia por culpa de lo común de mi nombre. Basta con revisar ese árbol de la sabiduría del Bien y del Mal que es Google para hallar a un jefe de las FARC, a un cantante mexicano, a un cretino que atropelló a no sé quien en no sé qué pueblo de mi país al que nunca he ido, y un buscado narcotraficante que andan persiguiendo los gringos hace años y por el cual, las tres primeras veces que pisé su país, tuve pasar “al cuarto de al lado” donde tras las confirmaciones de mi itinerario, me dejaban salir sin mayores problemas. Ser gordo, finalmente, tiene sus ventajas, al estar fuera del estándar es sencillo ser discriminado en la revisiones de ley (¿que vivan las diferencias?).

Llegué a Boston poco después de la una de la mañana (de Dallas conocí el aeropuerto que solo hace un par de años fue inaugurado y la vista aérea a la hora del aterrizaje y la partida, se me hizo una ciudad inmensa rodeada de piedras y desierto, en los grandes conglomerados de casas –esa masificación de la vivienda costosa llamada “condominio”– vi pequeños puntos celestes en cada patio, así que parece que a los texanos les gusta la piscina o el calor es infame o las dos cosas). Mi imprevisión hotelera (por comprar el pasaje después de hacer las reservas) me tenía una noche en el aire o, mejor dicho, en la calle, así que acudí a la generosa solidaridad de mis ex alumnos. Nicolás y Paco me esperaban en su departamento, muy cerca de la universidad donde estudian y en camino al hotel en el que iba a alojarme cuando amaneciera. Conversar con ellos hasta las cuatro de la mañana fue reconfortante.

Temprano, mientras ellos aún rendían tributo a Morfeo, di un paseo por el barrio, la temperatura andaría en dos o tres grados y mi chalina de alpaca daba una flaca pelea. Entré a un supermercado y compré comida, ya con el cuerpo más acomodado, regresé al departamento poco antes de las once. Los muchachos se fueron a estudiar y yo tomé un taxi. Me registré en el hotel y tomé una ducha caliente, larga y reparadora. A la una de la tarde partía el primer bus hacia el centro de convenciones, lo tomé.

Llegué muy temprano al lugar donde se realizaría la feria, pero no era el único que ese jueves había sido precavido con el horario, ya un centenar de personas (muchas alojadas en el mismo hotel donde se realizaba el evento) daban vueltas por allí. Me vi rodeado de profesores que, como yo, andaban buscando un trabajo, y me asaltaron las dudas, ¿cuántos conseguiremos un empleo es esta una especie de batalla o sálvese-quien-pueda?, ¿cómo es que yo, un peruano varado en México, había terminado allí, en una feria buscando trabajo como profesor en uno de los tantos colegios internacionales que hay alrededor del mundo? Sin duda la filosofía no iba a servir de nada en esos momentos, así que me aferré de la experiencia de Carlota, la primera de nosotros, la primera de las profesoras peruanas en el colegio americano en el que trabajábamos, que se atrevió a hacer el intento y que desde hace tres semestres les enseña, como solo ella sabe, a amar la música a sus alumnos en Kobe. Así que Carlota fue la inspiración final que necesité para armarme de valor e ingresar a ese salón en donde todos, por una vieja costumbre que no logro entender, sonreían.

De una a cinco de la tarde eran las inscripciones y a las seis se efectuaría la reunión en la que los profesores podríamos escuchar los últimos consejos de los organizadores. Saludé a Sally, quien me recibió con mucho cariño mientras agradecía honestamente el “Hi, i am José Luis” tan salvador en estas reuniones donde cientos de personas tienen la ingenua idea de que los organizadores recordarán sus rostros y podrán relacionarlos con sus nombres en medio de un mar de gente buscando trabajo. Después de los cumplidos de rigor, me dio una carpeta y me dijo “sigue las instrucciones”. Había un formulario para llenar en ese instante y otro para entregarlo “al final”, me pasé unos minutos completando los datos, entregué el papel verde donde estaba señalado y me di cuenta de que Sally ya estaba atareada atendiendo a uno más de los cuchucientosmil profesores que íbamos a estar reunidos esa noche.

Miré un poco más allá y me encontré con Philip, mi jefe, y con Carol, la jefa de mi jefe (ambos habían respondido a mis pedidos virtuales y sus evaluaciones, la de él como mi Director y la de ella como Superintendente del colegio, formaban parte de las que se sumaban en mi archivo). Los dos se encontraban, también, llenando formularios (después supe que, con obvias diferencias de contenido, reclutadores y profesores pasamos más o menos por los mismos trámites) y los saludos fueron más que amables. Philip, inglés e irónico hasta el tuétano, hizo uno de esos comentarios mordaces que solo los mordaces comprendemos (en mi caso, solo cuando no me pierdo en su acentuada pronunciación shakesperiana); ambos me dieron sus números de habitación (“por si necesitas una recomendación en vivo”) y siguieron con sus mil papeleos. Me puse a deambular por el lobby del hotel hasta que encontré de nuevo a Sally y, antes de que fuera abordada por alguno de las decenas que miraban con cara de “y ahora qué hago”, le pregunté, “Sally, ya me inscribí, ¿y ahora qué hago?”. Ella sonrió y me dijo “conoce gente” y a conocer gente me fui.

Había dos salones acondicionados para los profesores, en el primero, donde estaban los folders personales en los cuales los reclutadores que así los estimaran nos pondrían mensajes o nos pedirían citas, se hallaba comprensiblemente lleno de profesores que en medio de un silencio sepulcral, revisaban papeles, libros, folletos, miraban y remiraban, escribían y esperaban en una actitud casi penitente. “Acá no”, pensé y de inmediato me pasé al siguiente. Como era de suponer, se hallaba casi vacío. De las ocho mesas disponibles, la mitad estaría con algunas personas en la misma silenciosa actitud, tan enfocados en sus papeles como hace un rato eran de coloquiales en las conversaciones del pasillo; no entendí.

Miré a mi alrededor y vi que en la mesa más próxima a la puerta se hallaba una muchacha sola, escribía unas tarjetas coloridas y, al levantar la mirada, cuando sintió mi presencia, sonrió casi inocente, casi verdadera, sin mostrar todos los dientes como otros que repartían sonrisas odontológicas como quien reparte tarjetas de presentación. Su sonrisa era simple y natural, así que le correspondí el gesto y, claro, me senté. Me puse a observar a los demás que frenéticamente trabajaban; hasta Jessica (que así se llamaba según supe por el cartón plastificado que todos nos colocamos en la solapa) seguía en el proceso de escribir no sé qué cosa en unas tarjetas misteriosas que luego introducía en un sobre cuyos bordes con pegamento lamía graciosamente con un ligero gesto de asco y cerraba mientras su sonrisa se mantenía al nivel de la más deliciosa naturalidad (después me enteraría que eran tarjetas personales, unas para confirmar citas que ya le habían hecho a través de los mensajitos que dejaban en su folder, otras para agradecer “después de cada entrevista”, “¿una tarjeta después de hablar con cada uno de los reclutadores?”, “sí, por cortesía”, “¿de agradecimiento?”, “sí, ¿no trajiste las tuyas?”; la miré desolado y comprendió, “después yo te presto”, me dijo cuando ya hacía rato que conversábamos y su sonrisa se había mantenido en el margen preciso de lo creíble).

Jessica me contó que enseñaba música y que buscaba un colegio donde valoraran su trabajo (“para muchos el arte es solo un entretenimiento o un mal necesario para cumplir con el programa”) y yo le dije que creía que enseñaba castellano (“pero si me contratan para dictar Suajili en Katmandú diría que sí”). Ella se estaba riendo de buena gana con mi declaración cuando en eso el salón fue invadido por un hombre en sus cincuentas que conservaba una detenida juventud en su larga cola de caballo y en una barba entrecana que me recordó a los viejos hippies que hasta el día de hoy atraviesan carreteras en sus inmensas y nostálgicas motocicletas. Y digo “invadido” porque, como yo lo había hecho un rato antes, entró con desenfado, ocupó el espacio con su presencia y renunció a copiar el ceremonioso silencio que allí se imponía. Se sentó en nuestra mesa, saludó y saludamos (luego supe que se habían conocido en la fila de inscripción). ¿De qué hablamos? ¡De qué no hablamos! Era poco antes de las dos de la tarde y teníamos para echar raíces allí por cinco horas más, así que, con el desparpajo de quienes saben quiénes son (o lo sospechan con bastante certeza) nos pusimos a conversar como conversan tres amigos que se reúnen después de un tiempo.

Ella era músico de profesión, su instrumento es el oboe pero, como ya está dicho, trabaja de maestra (“el año pasado hubo solamente una vacante para oboísta en todo el país”) para pagar el crédito universitario con el cual en Lima hubiera podido comprarse un departamento de lujo o estudiar tres carreras en la mejor universidad del país. Renuncio a describirla pero diré, en su beneficio, que su único defecto era un novio que la esperaba en otra ciudad, a cuarenta minutos de Boston y con el cual se casaría (se casará) en abril.

El hippie, efectivamente era hippie o un sobreviviente, estudió física en la universidad y se dedicó diez años al trabajo de investigación hasta que un día su jefe lo mandó, por no sé qué programa de intercambio, a enseñar física a un colegio secundario en Tucson y allí se quedó hasta la jubilación recién entregada que le permite, a sus cincuentaitantos, pensar en irse a buscar trabajo en Asia o el Medio Oriente, “para pasear, conocer y ahorrar un poco”. Se llama Marc, es frugal, directo y cínico, odia la burocracia y tiene el mismo humor negro que Philip, mi jefe. ¿Será por eso que nos llevamos tan bien?

El día siguió imparable pero sin apuro y llegó la hora esperada, fuimos pasando, en una inmensa procesión a un salón muy grande donde cientos de sillas nos esperaban. La primera reunión estaba por comenzar…