viernes, 16 de noviembre de 2007

SIN CITY

Si alguna vez deciden ir a Las Vegas, asegúrense de llegar de noche, así la magia del primer encuentro durará más y las luces de neón y los grandes letreros luminosos permitirán tragarse, casi con agradecimiento, el mundo de cartón y plástico que, bajo la protección de las sombras, el ruido de las máquinas tragamonedas y las curvas de las mujeres generosamente exhibidas que sonríen desde los grandes carteles que abundan por todas partes, esconde una maquinaria impresionante creada –bajo el amparo de la mafia, la bendición de los dólares y arrullada por la música de Sinatra– para que las decenas de miles que la visitan cada día derrochen lo que tienen (y lo que no tienen) en esta “Disneylandia para adultos”, como alguien me explicó.

Llegamos al medio día, craso error (yo fui arrastrado por la buena voluntad de mis vecinos –encantadores y hospitalarios hijos de México con quienes pasamos la prueba, siempre difícil, siempre fascinante, del viaje en conjunto y de la convivencia–). La luz del día, que hace que el desierto de Nevada se vea espectacular con sus manchas de color rojo, es, sin embargo, muy mala combinación para los palacios de plástico, las pirámides de latón, las esculturas de porcelanato y toda la parafernalia hecha para lucir impresionante amparada por las luces artificiales, pero incapaz de resistir el beso de la realidad.

Desfallecíamos de hambre (las casi cuatro horas de atraso que tuvo el vuelo y el sueño de la amanecida contribuían poco a mi buen humor y a ese “es cuestión de ilusión” con el que fui advertido cuando comencé con mis críticas corrosivas), así que, tras cumplir con los trámites burocráticos y dejar cada cual sus maletas en sus habitaciones, bajamos y empezamos a caminar a un hotel que “está acá no más” y al que llegamos veinte minutos después de atravesar avenidas y puentes, subir escaleras eléctricas y mecánicas, cruzarnos con mendigos con mejores zapatillas que las mías y evitar tropezarnos con las cien mil otras personas que andaban por allí yendo quién sabe a dónde, muchos con una cerveza en la mano.

El hotel, como todos los hoteles alrededor, era impresionante, gigantesco, aparatoso, pero no elegante (eso me pareció, después, una constante en esta ciudad donde todo “parece”, pero nada “es”, donde el culto por las formas ha desplazado por completo a la esencia y sus significados). Habíamos llegado a almorzar “al hotel más caro de Las Vegas”, según me informaron; todo era luces, máquinas tragamonedas, largos pasillos, guardias discretamente disfrazados de guardias disfrazados de civiles, y mucha gente avanzando, jugando y apostando. “Tiene el mejor buffet”, y no se equivocaron. Llegamos a un ambiente donde sin glamour alguno te cobraban los correspondientes dólares antes de pasar a una de las muchas inmensas salas que conformaban el lugar, nos asignaron los asientos y “pasen a servirse”. Lo que vi fue casi una Epifanía, me encontré con lo que para un gordo es lo mismo que para un niño una tienda de juguetes a su disposición. Había todo y de todo, en cantidades desproporcionadas, inmensas, exageradas (como todo en ese país donde las carencias del alma se colman con los excesos del cuerpo). Comí infame y obscenamente. Mea culpa.

Al pasar las horas, y al ceder el sol a las sombras de la noche, las luces que todo lo iluminan con sus mil colores, fueron dibujando el rostro que yo conocía de esta ciudad, el rostro maquillado como el de sus bailarinas y camareras, el rostro acomodado para las fotografías, las poses y los flashes. Esa ciudad que sorprende al mundo desde las pantallas del cine o de la televisión y que nos tienta a todos con su magnificencia y la posibilidad de hacernos millonarios en un golpe de suerte que nos permita engrosar la lista de los que viajan en jet privado y se alojan en la suite presidencial hasta que otro golpe de (mala) suerte se encargue de devolvernos a la realidad clasemediera con cuentas por pagar, créditos hipotecarios y tarjetas que siguen inflándose en nombre de un nuevo financiamiento (la suerte es una moneda y, como tal, tiene dos caras, pero lo olvidamos).

De noche los hoteles brillan y en ellos —razón de ser y única personalidad verdadera de esta ciudad— los casinos se convierten en espacios atestados de gente que mira, cada cual de manera más desorbitada y estúpida, la pantalla de la máquina que promete hacerle rico mientras le va chupando, como un vampiro cibernético y post-modernista, los dólares virtuales de la tarjeta de crédito.

Algo me llamó poderosamente la atención —ya no sé si me decepcionó o me entusiasmó—; los dealers, contrariamente a lo que uno se imagina, son gente mayor. Cuando uno piensa en Las Vegas, a la luz de los fotos, no es difícil suponer que quienes atienden son jóvenes, tipos con esmoquin a lo yeimsbon y rubias despampanantes que esconden un cuchillo en las ligas que cubre mal la minifalda. Nada de eso, abundan, al contrario, señoras y señores con cara de haber estado repartiendo cartas aburridamente hace dos o tres décadas y que piensan más en su jubilación que en irse “a seguirla” cuando su turno termine a las cinco de la mañana.

La prostitución es un delito, claro, pero no lo es hacerle propaganda; para eso están los “solicitadores”, que le ganaron una batalla legal al gobierno de la ciudad y pueden trabajar libremente. Son todos de aspecto latino (no recuerdo haber visto africanos, asiáticos ni gringos) que se colocan al final de avenidas, puentes, calles, donde un espacio lo permita, y allí reparten una tarjetas con fotos de mujeres espectaculares (de raza, edad y formas diversas) que ofrecen sus servicios por unos cuantos billetes. No solo eso, en los dispensadores gratuitos de diarios (que en otras ciudades se usan para poner los encartes de los supermercados o la revista que regala el municipio) solo habían publicaciones, a todo color, con un número inimaginable de mujeres que por tal o cual tarifa van “discretamente” a tu hotel. Dicen que ésta es la ciudad del pecado, pero no creo que sea diferente a ninguna otra urbe, a lo mejor es más evidente y menos cínica, pero no más pecaminosa.

Sin embargo, no fueron ni los grandes edificios, ni los luminosos casinos, ni los espectáculos millonarios, ni las promocionadas prostitutas, ni el ajetreo nocturno que —según me dicen— es inacabable, lo que me dejó la más clara impresión de la ciudad. Como siempre lo he dicho, “los lugares son la gente” y para mí Las Vegas es María, la peluquera de padres mexicanos, nacida en San Francisco, con la que conversé largamente sobre el ser inmigrante en todas partes y sobre su terca soltería que le permite viajar “cuando quiera y a donde quiera”; Yessuf, el taxista, un etíope simpatiquísmo que llegó hace veinte años como jugador de fútbol, se casó con una mujer blanca (white woman only whant my money) que en el divorcio se quedó con la casa, los hijos y la pensión, un hombre alegre y optimista; John, otro taxista, un señor mayor, gringo él, de Nueva York “donde los alquileres son muy altos”, que se mudó con su mujer a la ciudad en el desierto “para ahorrar un poco, porque la pensión es baja” pero que en fiestas viaja a ver la familia; o Hassan, el marroquí que vendía corbatas en una tienda quebrada que estaba rematándolo todo “porque ya no es negocio para los dueños, cuando cierren ésta abrirán otra, con otro nombre, porque ellos son los que nunca pierden”, pero que estaba seguro de conseguir trabajo después de veintidós años de experiencia “siempre en Las Vegas”.

Ellos son los seres comunes y corrientes, aquellos que trabajan todos los días porque la fantasía de este inmenso y costoso parque de juegos funcione y nos regale, a todos los que vamos buscando no sé qué —que no es la felicidad—, la ilusión de que es posible divertirse en medio de castillos de utilería, pirámides de cartón y estatuas de plástico, ensordecidas —el alma y las preocupaciones mundanas— por el tintineo (electrónico y artificial) de las muchas monedas que ganamos para perderlas después (junto con la quincena o la jubilación) arrastrados por el vano, efímero y delicioso, espejismo de la fortuna.

lunes, 5 de noviembre de 2007

DÍA DE MUERTOS

Parece ser que desde hace dos o tres mil años, las antiguas civilizaciones que habitaron la región de Mesoamérica, tuvieron y mantuvieron la costumbre de recordar un día a sus muertos y se dieron las mañas para “traerlos” del otro mundo con ofrendas y comidas que —de alguna manera— les señalaban el camino de regreso a casa. Producto del sincretismo religioso, tras la conquista, la fiesta se confundió con dos celebraciones católicas, el Día de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos, correspondientes al uno y dos de noviembre, y hoy por hoy, (des)gracias a la globalización, las ceremonias empiezan a mezclarse nuevamente con la fiesta del “jaluhüín” gringo.

Nadie mejor que Martín para andar por las calles del D.F., así que lo llamé. Pasó por mí en su automóvil verde con lunas polarizadas (“es que así parece un carro oficial y nadie se mete con nosotros”, me dijo hace ya meses, cuando aterricé en México y quiso el azar que fuera el chofer del taxi que me recogió del aeropuerto por primera vez), llegó, como siempre, sonriente y le encantó la idea de “recorrer la ciudad” en el “Día de los muertos”.

“Vamos a un cementerio, Martín, pero, primero, te invito a comer a donde tú escojas, eso sí, que sea carne”, le dije mientras recordaba eso de “sin cadáver no hay almuerzo”, maravillosa frase que me enseñó alguna vez un amigo y que ahora —culpen al tiempo y al olvido— repito como si fuera una tradición familiar.

Martín no dudó y enrumbó al sur, unos minutos después llegamos a una calle cualquiera, “estamos en Xochimilco” me dijo, estacionó el automóvil y bajamos. A unos diez metros había un gran quiosco con un letrero inmenso que rezaba “carnitas”. “Acá tomamos desayuno con mi esposa”, me comentó confidente mientras nos sentábamos en los banquitos que escaseaban alrededor del puesto. El espectáculo era impresionante, el cerdo —¡pobre de él!— se hallaba dividido, separado y cocinado en partes que los comensales pedían insaciables al cocinero. Éste, agarraba un pedazo de bofe (pulmón) y lo tasajeaba con maestría de carnicero sobre un gran tronco que servía de mesa para realizar los cortes. Colocaba la correspondiente porción en un taco de maíz, lo bañaba de cebolla y perejil, y se lo entregaba al cliente quien, a su vez, lo embadurnaba con salsas picantes, salsa de nopales y chile (“este es el habanero, cuidadito”, me advirtió Martín). Mi compañero devoraba varios tacos surtidos que, según me explicó, contenían, al azar, tripa, maciza, buche, oreja o cualquier otra parte del sacrificado, mientras que yo, algo más tradicional, me despachaba, con las manos, como mis ancestros, un delicioso chamorro (la pata del chancho).

Bien alimentados, enrumbamos al cementerio. El tráfico en los alrededores era insoportable (“y eso no es nada, entre ayer en la noche y hoy en la mañana había mucha más gente”), estacionamos en la calle (“sólo diez pesos”) y caminamos el par de cuadras que nos separaban del camposanto. Cientos de personas deambulaban por allí; en la entrada, decenas de vendedores ofrecían flores, comida, juguetes, licores y unas graciosas y coloridas calaveras (la “calaca” o la “catrina”, cuya imagen se popularizó gracias a las maravillosas litografías de José Guadalupe Posada, el artista que hizo inmortales esos delirantes esqueletos de personajes poderosos o encopetados a los que acompañaba con una “calavera” que no era otra cosa que un verso —copla, cuarteta o décima, siempre anónima— con el que se satirizaba a los poderosos de turno “matándolos”, siquiera metafóricamente).

Lo que sucedía dentro del cementerio era realmente fascinante, cada tumba estaba limpia, vistosa, adornada con flores y con una serie de objetos que fueron, en vida, importantes para el difunto. Por ejemplo, sobre la lápida de quien debió ser un cantante, se hallaba una guitarra, un par de botas, un sombrero de charro y, claro, dos botellas de tequila. Alrededor, cinco mariachis cantaban “Amor eterno” de Juan Gabriel (“y también hay muchas rancheras antiguas que hablan del tema de los muertos”, me comentó Martín) y “compartían” con el occiso el destilado del agave. No era el único caso, varias sepulturas tenían a sus mariachis y el cementerio era una sinfonía de voces armónicas y desentonadas. En otras tumbas se hallaban familias enteras —perro incluido— sentadas alrededor de la losa de mármol, comiendo tacos, bebiendo tequila o sencillamente conversando. Me sorprendió ver que aún alrededor de las lápidas con fechas recientes, los familiares no se lamentaban ni estaban tristes, al contrario, conversaban animadamente, como si se tratara de una reunión familiar en la sala de la casa. En medio de tan tradicionales ceremonias no dejaron de sorprenderme los niños disfrazados de dráculas, frankesteines o brujas, que portando una calabaza de plástico en la mano (“made in china”) pedían unas monedas “para mi calaverita”.

Nuestro recorrido siguió en el magnífico mercado de flores de Xochimilco, pasamos por allí y vimos las cientos de macetas conteniendo la famosa “cempasúchil” o flor de muertos, coloridas, brotadas, hermosas, con tonalidades que iban del amarillo tenue al naranja encendido, olorosas y bellas, flores que en estas fechas adornan no solo las tumbas (junto a las “garras de león” o “terciopelo”) sino también los altares que en casi todas las casas se levantan con la foto del que es recordado, acompañada de ofrendas tan variadas como el pan de muerto, las calaveras de azúcar y chocolate, agua, tequila, alguna prenda del difunto y velas para orientar al ánima en su camino de regreso a casa.

Finalmente —conscientes de lo imposible de la tarea de ir al centro en automóvil— nos lanzamos al Metro —esa fabulosa red vial que en México transporta diariamente casi a cinco millones de personas—; abandonamos el coche en un centro comercial y en la estación “Doctores” nos trepamos rumbo a “Bellas Artes”. Al salir del subterráneo el espectáculo que hallamos era maravilloso. Casi todas las calles del centro se encontraban cerradas al tránsito vehicular y miles, decenas de miles de personas, caminaban por las pistas; familias enteras, grupos de amigos, niños disfrazados “a la americana”, “darks”, pelotones de gente (y hasta un punk medio extraviado con una cresta púrpura impresionante), iban y venían. Medio agotados, llegamos al Zócalo y allí la marea era impresionante, veinte o treinta mil ciudadanos caminaban —calmada y ordenadamente— recorriendo, observando, fotografiando y admirándose de las decenas de altares y ofrendas que las diversas instituciones y delegaciones, en una competencia tradicional, habían levantado alrededor de las más de cuatro hectáreas de una plaza interminable, superada en tamaño solo por la Tiananmen de Pekín y la Roja de Moscú.

La jornada, agotadora pero imprescindible, terminó —ya sin Martín— al día siguiente, en el teatro Hidalgo, viendo, como manda la tradición, la puesta en escena del “Don Juan Tenorio” de José Zorrilla. Mucha agua ha pasado desde que en 1863 se estrenó en México el drama del español, en el Castillo de Chapultepec y con la asistencia del emperador Maximiliano, y muchas versiones —serias y cómicas, de calidad y deplorables, memorables y olvidadas— se han sucedido a través de los años, sin embargo, la gente sigue asistiendo, cada primera semana de noviembre, al escalofriante diálogo con los muertos que entabla don Juan, a su condena y a su redención final —gracias al amor de doña Inés, tan casta, tan pura, tan virgen como siempre—.

El país no deja de sorprenderme, en estas festividades todos los ciudadanos, casi sin excepción —y sin importar en dónde se encuentren en la injusta pirámide social—, hacen un alto, recuerdan a los que se marcharon y comparten con ellos —en los cementerios, en los altares, con las ofrendas, los ritos, las canciones y el teatro— memorias y afectos, nostalgias e ilusiones, noticias viejas y proyectos, en un ritual que —contrariamente a lo que un analista superficial pudiera concluir— no es un culto a la muerte sino a la vida, un canto a la esperanza, una celebración de la existencia humana, un momento —reflexivo e irreverente— para detenerse, recordar de dónde venimos, planear a dónde vamos y decirle a la pelona, a la calaca, a la catrina, “hoy no te celebramos, hoy celebramos lo que fuimos y lo que somos, hoy te advertimos, bajo la luz de nuestro amor y de nuestras tradiciones, que no nos atemorizas, que no vencerás, que eres inútil, que nunca prevalecerá el olvido y jamás tu sombra reinará sobre nosotros”.