martes, 3 de junio de 2008

Suma y sigue

Mi estadía en México -y por ende los artículos que escribo sobre ese país que tan amablemente me recibió- terminó con el mes de mayo del año 2008.
Mis crónicas "Desde la isla de Java" (Jakarta, Indonesia) las pueden leer en mi nuevo blog: http://desdejava.blogspot.com/.
Gracias a todos mis lectores.

José Luis Mejía
jlmejia@gmail.com

lunes, 26 de mayo de 2008

MÉXICO

Cualquier generalización es un atrevimiento pero, según conversaba con Páramo –no Pedro sino Gabriel–, es uno de los privilegios que tenemos los extranjeros cuando andamos de visita por tierras lejanas. “Vemos de un país lo que queremos ver”, me decía mientras hablaba de su experiencia con la gentileza y paciencia de las cajeras de banco y de los conductores limeños, gentileza y paciencia que yo –“peruano del Perú”, como el burro de Vallejo– no recuerdo. ¿Cómo huir de la arbitrariedad de un comentario que se constriñe a los pocos párrafos que siguen?, ¿cómo dar una opinión sin parecer complaciente o –tanto más complicado– sin que se convierta en una vivisección, torpe y sin anestesia, justo para que no se acuse al redactor de contemplativo con el país que momentáneamente lo aloja? No tengo idea.

México es un país inmenso, acogedor y hostil, pacífico y agresivo, tierno y feroz, egoísta y solidario, un país de extremos –horribles y maravillosos– que no puede encerrarse en las pocas líneas de un artículo y tampoco en las ideas preconcebidas con las que los extranjeros llegamos al aeropuerto.

Este México es más que Pancho Villa y sus dorados, más que las películas de Cantinflas o del indio Fernández, más que el Chavo del ocho y Chespirito, más que Infante y Negrete, más que Cuauhtémoc y Cortés, más que Nezahualcóyotl y Rulfo, más que doña Marina y María Félix, más que mayas y aztecas, más que el Chivas y el América, más que tacos y enchiladas, más que el metro y los peseros, más que las trajineras de Xochimilco y los murales de Diego Rivera, más que el Zócalo y más, mucho más, que la matanza de Tlatelolco.

México –y nuevamente coincido con Páramo, quien afirma que México no es el Distrito Federal, aunque éste contenga en sí, torturada y transformada, la esencia que a aquél lo define– puede ser un lugar hermoso y pacífico, donde su gente, amable y servicial, es capaz de detener el tráfico en una ancha avenida solo para darte las indicaciones de cómo llegar a tal o cual calle y donde, contrariamente a lo que sucedería en el Perú, los otros mexicanos, cuyos carros se hallan obstruidos debido a la gentileza del taxista, esperarán pacientemente sin tocar el claxon, golpear la lata de la carrocería o recordar a la santa madre del buen hombre. Sin embargo esta amabilidad esconde y domeña la violencia subyacente que, como una marejada imprevista, puede aparecer y convertirlo todo en una carnicería sangrienta si, por ejemplo, dos bandas de narcotraficantes deciden agarrarse a balazos para saldar quién sabe qué cuentas o si federales corruptos detienen en un retén a la camioneta equivocada y, como en la canción de “Los tigres del norte”, los delincuentes (molestos por la ambición del policía que pide “demasiado”), deciden sacar los “cuernos de chivo” y desatar un infierno.

México es un país violento, por eso su gente ha optado por vivir en una gris medianía, una medianía que solo es rota –inocentemente y de vez en cuando– en las celebraciones exageradas, en las fiestas de quince años donde las familias se gastan lo que no tienen para que las niñas bailen con sus chambelanes, o en los entierros –festivos, musicales, opíparos y delirantes– cuando los mexicanos se sacuden el polvo del miedo, cantan, bailan y se burlan de la muerte a la que, de tanto temerle, le han perdido el respeto.

Puesto a elegir entre ser pusilánime o asesino, el mexicano promedio, devoto de la virgen de Guadalupe, elige no arrebatarle la vida a nadie; hasta que lo hace. Entonces las cosas sí se ponen feas. Los mexicanos no sacan la pistola para impresionar, para dárselas de valientes o presumir delante de la novia, la sacan para matar. Disparan a quemarropa y no se vienen con cuentos, la cacerina es para ser descargada, no para jugar al tiro al blanco. Las peleas entre bandas terminan en masacres, los crímenes son feroces y no es raro hallar cadáveres mutilados de personas cuyas muertes no sucedieron antes de una larga tortura que incluye quemaduras, extirpación de dedos y genitales, y decapitaciones.

Cuando la mafia mexicana decide eliminar a alguien, no se detiene en pequeñeces ni mide gastos, exagerada en las fiestas como en los horrores, manda a cuarenta sicarios armados hasta los dientes y, como dejar “un trabajo” inconcluso es sinónimo de desprestigio, no es raro que el afortunado sobreviviente de una matanza sea ejecutado en el hospital donde se encuentra recuperándose de la balacera anterior. Paradójicamente, los crímenes no son indiscriminados ni atolondrados, “eso de meterse a un restaurante y matar a veinte personas para pegarse un tiro después es de los gringos, que están locos”. El sicario tiene su tradición y su escuela, no es un improvisado; planea, prevé y ejecuta, tampoco es suicida; es temerario. No tiene ningún problema en que le peguen un tiro, “total, todos vamos a morirnos”, pero tampoco se amilana bajo una lluvia de balas.

La violencia está tan presente que, cuando una alumna me contó que su padre había sido asesinado cuando ella era aún una niña, nadie, en el salón, pestañeó demasiado. Luego le pregunté indiscretamente cómo había sucedido, “¿fue un secuestro o un asalto?”, dije, “fue México”, respondió ella con la misma tranquilidad. En otra ocasión, mientras conversaba con una docena personas, se me ocurrió preguntar cuántos habían tenido un asalto en la familia, todos levantaron la mano. Cuándo les pregunté qué sentían si se cruzaban de noche con una patrulla policial, contestaron “miedo”.

Pero la violencia no es la única característica palpable, sin el concepto de “malinchismo” los mexicanos no podrían explicarse jamás todos sus males, porque toda la culpa de las desgracias de ese pueblo hallan su origen en “la Malinche”, esa “traidora”. Que, doña Marina, sin saberlo y sin quererlo, les dio a la corrupción, a la haraganería y a la ignorancia, partida de nacimiento y madre conocida (el padre, aún no se ponen de acuerdo, fue Cortés o el Tío Sam, depende del ánimo y las circunstancias).

Ahora que los “gachupines” andan demasiado lejos, los mexicanos se ejercitan odiando a los norteamericanos, odiándolos y admirándolos; porque los envidian y los desprecian al mismo nivel, en iguales proporciones; los halagan y los escupen, los insultan y los obedecen, esquilman a sus turistas y son explotados por sus empresarios, todo en una misma circunstancia, todo al mismo ritmo. Dicen que Porfirio Díaz –el célebre dictador, tan querido y tan detestado– dijo: "¡Pobre México! Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos", y algo de eso debe explicar esa adoración tan devota y tan pagana de la virgen de Guadalupe, virgen colonizadora e indigenista, virgen intocable y nunca cuestionada, mediadora paciente entre el creador de los conquistadores y un pueblo abrumadoramente católico que ha hallado, sin embargo, su mexicanísima manera de ser y no ser al mismo tiempo, dejando varada, en las arenas del olvido, la dicotomía hamletiana, porque en México –como bien me lo enseñó José Antonio cuando recién aterricé en estas tierras– todo es sí y no, a la vez, al mismo tiempo.

Así tenemos, por ejemplo, que los futbolistas son tachados de incapaces pero no existe un solo restaurante en México sin un televisor para ver, a todo momento y todos los días, alguno de los cientos de partidos que se transmiten para el deleite y orgullo nacional. Tenemos a un presidente autodenominado “legítimo” –el candidato que perdió las elecciones – que le llama “espúreo”(sic) al gobierno elegido democráticamente –nos guste o no– y del cual –allí reside la paradoja– reciben sus jugosos sueldos todos sus democráticos congresistas, quienes, para no confundirnos, participan legítimamente del gobierno ilegítimo. Tenemos que “mi casa es tu casa” y las invitaciones campean al por mayor pero es rara la vez que se concretan en visitas reales. Tenemos que la más grande empresa nacional –Pemex– arroja pérdidas astronómicas justo en los tiempos en que el petróleo ha alcanzado sus mayores precios debido a una corrupción orgánica que todos quieren preservar en nombre de la “dignidad nacional” (delicioso eufemismo para aludir al clientelaje partidario y sindical con puestos de trabajo que se heredan “revolucionariamente”, al mejor estilo monárquico). Tenemos que las canciones más populares son los narco-corridos (que cantan y conocen todos, desde los más pobres hasta los privilegiados alumnos de las universidades más “fresas”), himnos modernos que narran las “hazañas” de los narcotraficantes y denuestan la corrupción de la policía (composiciones distribuidas en discos compactos que, obviamente, exigen el respeto a los derechos de autor que esa policía corrupta protege). Tenemos decenas de periodistas asesinados año tras año ante la impasible mirada de las fuerzas del orden y el silencio cómplice de las dos grandes cadenas que monopolizan la televisión, empresas que, no obstante, ponen el grito en el cielo si el gobierno pretende disminuir los gastos en propaganda electoral; los muertos pasen, ¿pero recortar el presupuesto para comerciales? ¡Ese sí es un atentado contra la libertad de expresión! Tenemos que dos locutoras de una radio comunal son asesinadas y en la Escuela de Comunicación más prestigiosa (o, al menos, la más cara) del DF, nadie dice nada (¡peor!, nadie se entera de nada). Tenemos y no tenemos, sucede y no se sabe, se sabe y no sucede, así y así, sí y no, definitivamente, posiblemente, eventualmente.

Todas éstas son o parecen ser (sí y no) máscaras que son usadas no para disimular una cara –bella o espantosa, falsa o verdadera– sino para ocultar el hecho feroz de que a veces –muchas veces– el continente no tiene contenido, el vacío lo llena todo y debajo de ellas –de las máscaras ridículas o feroces– no se halla ningún rostro.

viernes, 9 de mayo de 2008

DEMASIADOS OCTUBRES ESTE MAYO

Beatriz y Gilda, a quienes nombro “en estricto orden alfabético”, como dicen en los concursos, han disputado, probablemente sin saberlo y sin quererlo, la silla que dejó mi madre hace ya demasiados octubres este mayo. No es extraño que ambas sean, a su vez, madres de dos de las personas más importantes en mi vida; Mario y Mercedes (sigo con el alfabeto).

Escribo lleno de dudas, deambulando entre dos miedos: por un lado, relegar otros afectos y amores entrañables tras la obstinada manía de andar clasificándolo y ordenándolo todo y, por el otro, pecar de vanidoso y darle razón a Josefa que dice que me encanta jactarme de los muchos y buenos amigos que tengo. Julio Ramón Ribeyro declaró alguna vez que él no necesitaba dinero porque tenía amigos, yo creo lo mismo (aunque confieso que no les he preguntado a los potenciales afectados qué opinan).

A Mario lo conozco desde que éramos los dos niños más desadaptados de cuarto de primaria; corría 1979, teníamos diez años; ni su flacura ni mi gordura habían llegado a su esplendor pero ya dedicábamos varias horas a la sedentaria tarea de reproducir, en las torturadas páginas últimas de nuestros cuadernos, las más feroces batallas en las que la Luftwaffe asolaba los cielos británicos defendidos por esos “tan pocos” de la RAF a los que tantos le debemos tanto desde el discurso de Churchill. A Mercedes la conocí en 1983, cuando en un retiro (sí, esos de curas, confesiones y charlas lacrimógenas) unas comillas mal colocadas (que hasta el día de hoy sigue discutiéndome) me permitieron inmiscuirme en su grupo, hablar, presumir y conocer a la enamorada de Ricardo (otro infinito amigo que conservo). La existencia sin ellos no sería lo que es; hemos compartido gracias y desgracias, cóleras y alegrías, cercanías y distancias, velorios y cumpleaños, nacimientos y muertes, palabras y palabras; son –junto con mis hermanos– esas pocas personas por las que pondría el pecho sin pensarlo y sin pretender jamás que ellos lo hicieran por mí.

¿Cómo podría ser extraño, entonces, que Beatriz y Gilda –que a su vez se conocen desde los días de sus propias juventudes– fueran esas dos mujeres maravillosas que, con constancia, ternura, solidaridad y desinterés, se alzaran en mi existencia como esos nombres que puedo poner junto al de Victoria, mi madre, con la certeza de que no solo no la ofendo sino que, antes bien, la honro honrándolas a ellas con el devoto, sencillo y profundo amor filial que les profeso? Estar en las que fueron las casas familiares de Mario y Mercedes, es como estar en la mía, en la de mis padres; abrir la puerta, contestar el teléfono, saquear el refrigerador, comerme un postre, sentarme a mis anchas en los sillones o conversar con cualquiera de sus habitantes, son acciones tan naturales, tan comunes, tan de todos los días, que solo se pueden hacer libremente en el hogar que nos alberga y a mí, perdónenme la vanidad, me albergan esas casas como si fueran mías.

Beatriz existe desde la primera vez que fui a visitar a Mario, ya habíamos crecido, ya éramos los dos amigos que conversaban en el patio de la secundaria mientras los otros, menos gordos y menos flacos, más ágiles y más coordinados, colmaban la canchita de fútbol con gritos de gol, reclamos y pelotazos que más de una vez rompieron vidrios o se incrustaron en estómagos ajenos a la épica pelea. Todo lo demás fue cuestión de años, de traspasar la reja, de frecuencia, de estar allí todas las tardes, de tomar lonches cebadores e interminables, de quedarnos conversando de Víctor, el esposo muerto cuando Mario era un niño, de escuchar las canciones que ese amor idealizado y trunco compuso en los labios de Beatriz, de compartir las anécdotas de otros tiempos, de escuchar mil veces esa historia de amor que solo un infarto, precoz y feroz, expropió definitivamente. Beatriz fue la sonrisa amorosa, la paciencia, el paté incomparable que devorábamos mientras, famélicos, esperábamos la cena redentora, las largas conversaciones de esto y de aquello, las cosas mundanas, las historias de barrio, las novelas exageradas que veíamos en el viejo, inmenso y maravilloso, televisor a blanco y negro cuyos bulbos demoraban tanto en calentar que una vez se olvidaron de cómo hacerlo y se apagaron para siempre. Beatriz ha sido siempre el amor militante y generoso, la maternidad asumida de quien veía (y ve) en mí al hermano varón que no tuvo Mario, el otro hermano hombre con quien sería más fácil cuidar la adolescencia de Mariana, la hermana tardía, la hija de Lucho, el segundo matrimonio, cuyo esplendor de muchacha radiante me recibe todavía cada vez que vuelvo a esa casa.

Gilda ha sido siempre maestra, nunca tuvo actitudes maternales, nunca un gesto se desvío de una relación casi docente, casi magistral. Empecé a conversar con ella cuando, alguna vez, demorada Mercedes, en la calle o en la ducha, se tomó la molestia de interrumpir una de sus cien mil actividades y nos sentamos en la sala, bajo la mirada de sus dos chinas de porcelana antiquísima que mi volumen y mi torpeza estuvieron a punto de convertir en trizas en varias ocasiones. No sé cómo evolucionó todo, pero un día nos hallábamos ya corrigiendo mis torpes y primeras poesías bajo la paciente y rítmica batuta de su maestría como profesora de piano. Fueron horas, días, largas jornadas en las que Mercedes, aburrida de nuestras charlas sobre la métrica y el ritmo, se ponía a tocar el piano, veía televisión o salía con Ricardo (cuando sus tardanzas no "se excedían del exceso" tolerado habitualmente). De los sonetos y romances adolescentes, de cuya dudosa calidad y abundante producción fue víctima la buena voluntad de “la Señora Gilda”, pasamos a las interminables conversaciones acerca de la vida, en las que mis arrogantes lecturas de Nietzsche, Sartre, Camus, Russel o Hesse se enfrentaban, en larguísimas y amables polémicas, con su conocimiento y experiencia. Hubo una conversación que jamás olvidaré, me hallaba yo escribiendo poemas doloridos por alguna cuyos favores me fueron adversos y ella, que los corregía impasible e implacable, se detuvo, con la confianza que los años nos habían dado, a preguntarme qué sucedía. Un “lo de siempre” fue suficiente y nos embarcamos en una larga charla de la que recuerdo, con la misma nitidez de entonces, las últimas palabras: “este no es tu tiempo, tu tiempo vendrá después, cuando seas más grande, cuando sean otras cosas las que importen, esas cosas que son las verdaderamente importantes”. Sé que cada vez que cuento esto reinvento la frase que mi mala memoria tergiversa artera, pero el espíritu y el cariño con la que fue dicha y escuchada se mantienen incólumes.

Gilda y Beatriz probablemente no lo sepan, pero, más allá de la distancia voraz, más allá de los kilómetros que se multiplican, más allá de la imperdonable ingratitud del exiliado con pocos días de visita en la ciudad, más allá de mis silencios, de mis ausencias, de mis olvidos que jamás recuerdan aniversarios ni cumpleaños, más allá de las letras de mis historias –a veces claras y a veces confusas, a veces tristes y a veces irónicas–, más allá del tiempo y más allá de todo, ellas sobreviven con la serenidad de lo certero, con la calma de lo que es verdad, con la tranquilidad amable de lo que ya no necesita de pruebas ni evidencias.

Así como sé que mi madre está sin estar (sin jamás abandonarme) en cada uno de los pasos que recorro del camino, sé también que Beatriz y Gilda, en sus formas, en sus modos, en sus respetos y sus cautelas, se hallan en esa triada magnífica de amores únicos que hacen que este mayo –demasiado diciembre y demasiado lejos– se ilumine, otra vez, de esperanzas y proyectos, de sueños e ilusiones, de caminos probables y estaciones seguras donde será imposible estar solo, donde la soledad –esa vieja loba hambrienta– no podrá devorarme porque ellas, madres verdaderas, madres en cuerpo y alma, madres infinitas, velan incansables, cada cual a su manera, porque yo –niño para ellas todavía– pueda alcanzar una vez más el puerto y dormir en su paz y en su certeza mientras recupero fuerzas para la batalla del próximo día.

domingo, 4 de mayo de 2008

JUAN PABLO

A las devotas que pensaron que este artículo iba a ser una especie de remembranza del papa Wojtyla, lamento desilusionarlas, Juan Pablo es un argentino de veintitrés años que ha recorrido buena parte de Latinoamérica a pie, en bus y en barco, valiéndose de sus estudios de joyería y de su habilidad como malabarista.

Lo conocí ayer en la noche, acababa de ver una película que narra las angustias de una joven abortista en medio del asfixiante ambiente de Rumania en los últimos años de Ceausescu, el dictador que luego sería fusilado junto a su esposa en la navidad de 1989. La cinta en cuestión, digna del cine europeo, abundaba en ansiedad y zozobra, lo que hacía lenta y pesada su digestión; así que, para que el proceso fuera menos amargo, decidí acompañarla con un jugo de fresas con leche que ofrece un kiosco que se ha apoderado de la calle solo a una cuadra del centro comercial donde suelo ver películas y a unas diez de la puerta del edificio que me alberga.

Iba, con la boca endulzada por el “batido de fresa”, pensado en lo que escribiría esta semana. Tenía decidido hace varios días hablar sobre la lluvia, esa lluvia que llega, todo lo inunda, todo lo desborda y todo lo limpia. Meditaba metáforas y buscaba ideas cuando llegué al semáforo de siempre, en la esquina del parque, al lado de la gasolinera. La luz acababa de cambiar y el rojo detuvo a los automóviles y me cedió el paso, en sentido contrario avanzaba un joven rubio y delgado jugueteando con algo en las manos, se detuvo en medio de la pista y, al pasar a su lado, vi que manipulaba unas bolas de colores con los que empezó a hacer malabares.

Cerrada como estaba la noche, las bolas, que se encendían en luces multicolores y psicodélicas, llamaban la atención. El malabarista dominada su oficio, jugaba con ellas como si las llevara sujetas de algún hilo invisible, las hacía volar por los aires, se las pasaba por los brazos, por los hombros, por la cara, y realizaba tan bien su rutina que me dejó de sorprendido espectador de la función. Diez segundos antes de la que luz se pusiera verde nuevamente, detuvo su trabajo, hizo una reverencia y se acercó sonriente a los automóviles; más de una ventana cedió y más de una persona premió su trabajo con unas monedas.

Lo esperé. La curiosidad pudo más que mis ganas de irme a dormir y lo saludé. Él respondió amable y pronto estuvimos conversando animadamente sobre sus peripecias a lo largo del continente americano.

Tiene veintitrés años y se llama Juan Pablo. Es argentino de tercera generación, sus bisabuelos llegaron a Buenos Aires a comienzos del siglo XX y sus abuelos se trasladaron a Bariloche, donde él nació y donde el “nono” fundó una funeraria. En la sangre lleva varias sangres (criollos, italianos, españoles y hasta una gitana forman su genealogía), pero “soy argentino, aunque soy vegetariano y no me gusta el fútbol”. Lo gitano lo lleva en las venas, “los emigrantes no sabemos quedarnos quietos” me dice en ese plural que me confirma que también soy extranjero en estas tierras. Empezó a recorrer América “apenas me dieron el pasaporte”, porque “en mi país podés manejar y comprar cerveza desde los dieciocho pero no podés viajar sin permiso de tus viejos hasta que tengas veintiuno”, así que apenas los cumplió armó un morral con sus cosas y se fue a andar por el mundo. Antes, en el camión de un tío transportista, había recorrido media Argentina.

Ha vivido estos últimos años gracias a dos talentos, sus estudios de orfebrería, que le permitieron ir creando con sus herramientas aretes, collares y pulseras que fue vendiendo o canjeando por alimentos y vivienda (“un cuarto, un colchón en el piso, un poco de agua, aunque sea fría, pero eso sí lo primero que tenés que hacer al llegar a cualquier ciudad es averiguar dónde pasarás la noche; en la calle jamás, es bueno ser aventurero pero no idiota”) y su necedad (“los tanos somos tercos, hace años, cuando estaba estudiando joyería, mi novia de entonces se apareció un día en el taller y me llevó tres bolas para hacer malabares y me retó a que aprendiera a usarlas, allí estuvieron las bolas varios días, las miraba y las miraba, hasta que una tarde empecé a lanzarlas al aire y me pareció imposible, se me caían, no lograba coordinar, no les encontraba el truco, pero soy tano y soy necio y no paré hasta que lo hice, me demoré más de un mes, pero lo logré, luego aprendí que todo se trata del ritmo, si tenés oído musical es mucho más fácil pero si eres una persona como yo, sin talento para la música, siempre te quedan los números, cada movimiento tiene un número y la combinación de ellos te da la rutina, ahora le puedo enseñar a cualquiera el trabajo básico en una hora”).

Hace tiempo, su mejor amigo (“¿amigo del alma?”, “no, amigo de la vida”) emigró a México (“se vino a buscar laburo y ahora trabaja de modelo publicitario y le va bien”) y él le hizo la firme promesa de seguirle los pasos (“no sé cuándo, pero iré”). No se dio cuenta, pero a los veintiuno, cuando con su morral a cuestas comenzó su jornada “por viajar un poco”, empezó a cumplir su palabra.

Con el pasaporte en la mano se dirigió al norte en tren, primero a Buenos Aires, esa maravillosa inmensidad, después, Mendoza, Córdoba, Tucumán, Salta y, de allí en más, empezar a saltar fronteras. Bolivia le pareció un lugar hermoso, “sobre todo la parte de Santa Cruz”, la gente es amable y acogedora, luego el Perú, “un país espectacular”, Puno, Cuzco, Arequipa, Lima, Trujillo, Cajamarca, Piura, “me lo recorrí todo, trabajando en todas partes, estuve viviendo en Barranco, ¿no crees que se parecen Barranco y la Condesa?, yo creo que sí, aunque más se parece a Palermo en Buenos Aires; me encantó Huanchaco, qué playa más hermosa, viví en una academia de tablistas, comiendo ceviche, porque lo mejor del Perú es su comida, es deliciosa”. Después Ecuador, “donde viven medio acomplejados por el tema del dólar, la policía te persigue porque crees que vas a llevarte sus dólares, como si fueran suyos y no de los gringos”. Luego Colombia, “un país bello, con gente amable y educada, aunque Cartagena es un lugar muy caliente, mucha droga, muchas redadas” y, finalmente, Venezuela “a donde he llegado en dos oportunidades y, no sé por qué, es donde peor te tratan, no te dejan trabajar, te persiguen, si ven a alguien laburando en las calles lo paran y si te paran te ponen contra la pared, te sacan todo el dinero que tengas y se largan, te asaltan y se van, yo he estado en todas partes, me he metido a zonas pobres y zonas peligrosa y jamás sentí miedo, después de Venezuela fui a Brasil, he vivido en favelas y nunca tuve temor, en el único lugar donde sentí miedo fue en Venezuela, y solo cuando veía a la policía, en todas partes de América la policía quiere algo, es verdad, en todos los países si te paran, te van a sacar dinero, te piden una contribución, unas monedas, unos mangos, y se van, saben que estás igual que ellos y que tenés que ganarte la vida, pero en Venezuela te maltratan, dicen que hay muchos argentinos, te golpean y te roban; acá en México, por ejemplo, no se meten con uno que está trabajando en las calles, al contrario, los patrulleros pasan y se quedan mirando, hasta me invitan un refresco, el otro día una chica medio desubicada me gritó en esta misma esquina, me dijo que era un muerto de hambre, la patrulla que estaba viendo mis malabares detuvo el tráfico y por el altavoz dijo que se identificara la persona que había cometido esa falta contra los buenos modales, fue muy gracioso ver a la policía defenderme…”.

Ha recorrido mucha América, “no pude seguir mi viaje por tierra a Centro América porque no hay carretera, tenés que tomar una avioneta a Ciudad de Panamá y te exigen quinientos dólares de garantía, además, estando en Caracas me enteré que iba a ser tío, así que decidí darme la vuelta para ver a mi hermana, me fui por la sabana, pasé por la selva, estuve en los ríos, recorrí el Amazonas en barco y he visto los atardeceres, echado en mi hamaca, en la cubierta, mateando y perseguido por una docena de delfines rosados que acompañaban la nave como jugando, crucé todo Brasil y me enamoré varias veces, qué minas más hermosas, después pasé por Paraguay y llegué a Argentina y estuve con mi hermana para el parto, aún me quedé un par de meses más, compré nuevas herramientas, hice nuevas joyitas, junté algo de dinero y me lancé de nuevo, cuando llegué al Perú por segunda vez llamé a mi amigo y le dije que ahora sí, que me fuera haciendo un campo en su depa, que ya iba para allá, un año después tomé el avión en Caracas y llegué a México”.

“¿El futuro?, no sé, no me preocupa demasiado, quiero seguir viajando, quiero seguir conociendo gente y lugares, creo me quedaré un buen tiempo en México, me encanta, vivo en la Condesa, en una quinta, el cuarto me cuesta poco y, con lo que saco trabajando, me alcanza; claro, hago de todo, trabajo de mozo y también de modelo para comerciales y extra en telenovelas, me muevo todo el día, llamo aquí y allá y siempre consigo algo, por suerte jamás he pasado hambre, siempre he tenido algo que comer y un lugar donde pasar la noche, tengo una mochila con mis cosas pero casi nada es indispensable, varias veces lo he vendido todo para comprar el pasaje para la siguiente ciudad, no me gusta quedarme en un lugar por mucho tiempo, pero acá la paso bárbaro, así que estoy regularizando mis papeles con un abogado trucho que trabaja en migraciones, todavía le debo quinientos dólares así que aún no me devuelve mi pasaporte, pero ya tengo un permiso de trabajo, cuando me canse me iré, como siempre, ¿a dónde?, quiero ir a Europa, tengo amigos que allá, hacen lo mismo que yo y les va muy bien y regresan cada año a ver a la familia, yo primero quería llegar a México, para cumplir mi promesa, después ya veré, si no junto lo suficiente, a lo mejor me voy a Centro América un tiempo y regreso a Argentina a ver a mi viejita, mi mamá siempre me dice que me extraña…”.

domingo, 27 de abril de 2008

CONDESA

Si tuviera que emigrar nuevamente a México –el que abandonaré indefectiblemente en cuatro semanas– viviría, sin pensarlo dos veces, en Condesa.

Cuando mis circunstancias (sí, esas que varían tanto como una adolescente indecisa) me obligaron a buscar un lugar donde depositar mi humanidad y seis maletas con mi ropa y cuatro docenas de libros, recorrí media ciudad buscando el lugar ideal para mudarme (primer error, el “lugar ideal” no existe, es tan solo una pretensión de nuestra mente, pretensión inútil pero indispensable, como el amor, la felicidad o la vida eterna).

Revisé decenas o cientos de avisos económico, hice tantas llamadas que me irrité la oreja y recorrí las calles y avenidas de México en los horarios más tortuosos y procesionales que pueda uno imaginarse. Para empezar, mis circunstancias (de nuevo) atentaban contra mí, un sujeto que quiere alquilar un departamento por cinco meses se ve sospechoso, poco rentable y molesto, no es raro que pronto las negativas empezaran a sucederse. Luego, hallar un lugar espacioso pero no inmenso, cómodo pero no lujoso, pequeño pero claustrofóbico, se convierte en un vía crucis, por lo que, entre los “no” de los que nunca fueron mis caseros y los “no” míos, el resultado fue un desastre. Finalmente, algo más parecido a la desesperación que a una epifanía me llevó a revisar mis anotaciones y llamar nuevamente al hotel que había descartado por esa propaganda estrambótica (“su hogar lejos de casa”) y porque sus tarifas eran una evidente amenaza contra mi presupuesto.

Experto ya en la lectura de los avisos que aparecen en los diarios y en Internet (donde un “estacionamiento garantizado” era “el espacio que encuentres en la calle” y un “baño completo” una ducha infame debajo de una escalera) no me sorprendió que el bar y el gimnasio solo estuvieran en la imaginación del redactor ni que los amables empleados efectivamente fueran “fluidos en dos idiomas”, español y mexicano... Nada de eso fue importante, el lugar estaba limpio, había sido remodelado hacía relativamente poco, los muebles se hallaban bastante bien y la “suite junior” tenía el suficiente espacio para que diez pasos separaran la mesa de la cama “King” que se ofrecía generosa. Haber conocido a Josefina que no solo se encargaba de la limpieza sino con quien negocié amablemente el lavado de mi ropa fue la última razón que necesitaba para decidirme.

Hasta ese momento Condesa era para mí un barrio absolutamente desconocido del cual había escuchado mil cosas (cantinas, restaurantes, bohemia, vida nocturna) pero a donde solo había ido dos veces; la primera, a un bar medio snob en el techo de un viejo hotel reciclado donde ni el sushi ni la atención justificaban el monto de una factura que canceló la dorada tarjeta corporativa de uno de los comensales (¡tiempos aquellos!) y, la segunda, a una sala-bar donde fui a deleitarme escuchando la voz de Rejas, mi alumna, uno de los pocos nombres que me llevaré en la alforja de los recuerdos mexicanos.

En ambas ocasiones ir había sido poco menos que una aventura, las calles y parques y avenidas se cruzaban sin aparente orden, hacían círculos extraños y extraviaban al novato; cada vez, tres o cuatro vueltas fueron necesarias para encontrar los respectivos locales. Además, estacionar es imposible y debes someterte a la buena voluntad (y a la tarifa) de los valet parking, toda una institución en México. Por eso, decidirme por ese barrio (con la poca información con la que contaba) fue poco más que un tiro al aire que, para mi suerte, dio en el blanco del único pato que sobrevolaba el lugar.

Muy pronto descubrí que Condesa es para caminarla, así que decidí recuperar ese hábito que tenía extraviado en mi flojera. Me empeñé en fatigar las calles, como decía Borges, lanzándome, sin más guía que un par de puntos referenciales y algo de sentido común, a recorrer cada cuadra, cada espacio, cada parque, entrando en cada tienda, en cada café, saludando y preguntando, dejando que la amabilidad inalienable de los mexicanos guiaran los pasos del extranjero extraviado en mitad de las calles amigables y hermosas de un barrio que, aunque Mario diga que no, me pareció su Barranco o mi viejo y decadente Miraflores de la adolescencia. Un espacio viejo pero no definitivamente envejecido, porque junto a las señoras solitarias que pasean a sus perros y a los señores solos que se toman un café melancólico en el mismo lugar de siempre, también coexiste una multitud de parejas jóvenes con niños sobre excitados por el exceso de azúcar en la sangre que deambulan por los jardines histéricamente felices (nada es perfecto), y también se ve, como quien ve una aparición, a decenas de muchachas corriendo en apretados pantalones (para alegrarnos más y engordar menos) por un parque inmenso que no solo tiene el natural decorado de árboles centenarios sino que cuenta con una provisión incansable de vendedores ambulantes que ofrecen desde un jugo de frutas recién torturadas hasta una grasienta y deliciosa porción de papas fritas.

Pero lo que me enamoró de Condesa no fueron sus parques ni sus calles tomadas por modernos bares, cafeterías y restaurantes que no se dan abasto porque lucen abarrotados permanentemente por esa clase media mexicana que puede gastarse entre diez y cuarenta dólares sin poner en riesgo el presupuesto familiar. No, lo que me enamoró de Condesa fueron las cuatro o cinco calles que rodean el hotel donde vivo (cuyos habitantes –hasta donde he visto y hasta donde el conserje me ha contado– forman una fauna variopinta que va desde el empresario sexagenario que lo usa de refugio hasta la modosita –y extranjera– prostituta de alto vuelo que establece aquí casa en los meses que permanece en la ciudad y, al medio, trabajadores temporales, estudiantes provincianos, emigrantes buscando casa, parejitas discretas y hasta una noble anciana que ha decidido pasar sus últimos días en bata y ruleros compartiendo su habitación con recuerdos y fantasmas).

Alrededor de “mi casa” es posible hallar una carnicería (de esas de barrio que solo venden carne y no pretenden comportarse como supermercados –y cuyos servicios jamás usaré porque no cocino–), una academia de flamenco (en la que me inscribiría sólo por compartir “el tablao” con las mujeres, arrogantes y estilizadas, cuyas siluetas, que se ven detrás de las cortinas, con ese gesto y ese desplante con el que me imagino a todas las gitanas), una panadería pretenciosa (que no solo huele a delicioso pan caliente sino que también tiene una bodeguita y hasta un horno de donde salen unos pollos dignos de ser mencionados y a cuya puerta –de la panadería, no del horno– se colocan vendedores que ofrecen paltas inolvidables, tacos al paso, chicharrón crocante, y salsas y aderezos “caseros” que no he probado pero que las señoras del barrio compran en cantidades industriales), una farmacia medianamente desabastecida (que aún atiende el dueño que, como es de rigor, es viejo y malhumorado y siempre está limpiando los vidrios en el inútil empeño de mejorar su imagen), una tienda de alquiler de películas (a las que no puedo acceder porque no tengo un recibo de luz y la fronteriza del escaparate no comprende el “vivo en un hotel, señorita”), un “salón de belleza (que siempre veo vacío), una heladería (que, como todas las heladerías de México, se llama “la michoacana”), un restaurante de lujo (que me dicen –los muchachos del valet parking a los que siempre saludo– que tiene como especialidad el pato, que a mí me encanta, y al cual me he prometido invitarme antes de que mayo termine y con él mi temporada mexicana), una librería de viejo (colmada de libros usados, llena de estantes y repisas donde descansa la sabiduría de la humanidad a precio de oferta, a la que a veces entro solo por recordar el aroma combinado de la madera, el cartón de las carátulas y las hojas gastadas y manoseadas de los miles de volúmenes que allí reposan), dos cafeterías (una, moderna y aparentemente cómoda, a la que nadie va, y la otra, con muebles viejos y rígidas sillas de madera, que siempre está llena), una chocolatería (que prepara un delicioso chocolate caliente que resulta soberbio acompañado de una torta del mismo sabor y de proporciones homéricas cuyo único defecto es el montón de pecanas ralladas con las que debo lidiar por un buen rato antes de librar tal manjar de un adorno prescindible y molesto), un centro de “spinning” (cuyos horarios antojadizos se cruzan –felizmente– con los míos), un centro de terapia adelgazante (donde la promotora me mira con ojos golosos desde su mostrador y no porque la tiente mi esbelta figura sino por la jugosa comisión que implicaría un contrato para bajarme de peso), dos gasolineras (una que jamás he usado y otra cuya única virtud es mi apego rutinario a las más pedestres costumbres), un restaurante de mariscos (al que nunca iría por el absurdo pero tenaz prejuicio de que México se halla “muy lejos del mar”), uno de comida japonesa (que no me tienta) y otro de pastas (al que no he entrado porque siempre está lleno y yo me resisto sistemáticamente a hacer colas por un trauma juvenil que me dejó el presidente García en su primer mandato, donde la escasez y el desabastecimiento crecieron simétricamente con la corrupción).

Eso es todo. Amo Condesa porque me recuerda los lugares de mi adolescencia, los rumbos de mis primeros años. Amo Condesa porque conserva la serenidad de los barrios viejos iluminada por la vitalidad de sus inquilinos jóvenes. Los más conservadores se quejan de la proliferación de los locales comerciales, del tráfico cada día más complicado, de los edificios que se levantan sobre los cadáveres de viejas casas que albergaron familias que el tiempo deshizo, de los bares y de la música, de los planes para construir más estacionamientos y de las intenciones oscuras de cerrar algunas avenidas en beneficio de los comerciantes.

Puede ser que los apocalípticos tengan razón, puede ser que esa tradicional Condesa esté muriendo, pero jamás he visto un decaimiento más florido. Jamás, como ahora, he regresado a esos parques y a esas calles donde latió mi infancia, donde creí en los sueños, donde también fui niño.

domingo, 20 de abril de 2008

JIS 9

Como bien decía Borges, “la solución del misterio es siempre inferior al misterio”, por ende, seré breve.

Me dirigí al ascensor para acudir a mi octava cita, esta vez con un colegio en Rumanía (cuya ubicación me emocionaba pero cuya labor –con niños de cuatro a ocho años– me llenaba de espanto). Mientras esperaba, me encontré nuevamente con Philip, “¿y?”, me preguntó. Le conté que tenía dos ofertas “firmes”, Emiratos e Indonesia, le pedí consejo. “Emiratos es muy buen lugar para trabajar pero Indonesia es extraordinario, es una de las escuelas más prestigiosas, sus profesores son tan codiciados que dicen que después de trabajar en Jakarta puedes irte a trabajar a donde quieras”. “Sí, –respondí distraídamente, mareado en mis propias divagaciones, sin reparar demasiado en lo que me decía– lo estoy pensando.” “¿Lo estás pensando?”, retrucó sorprendido, sin ese tonito irónico y burlón que lo caracteriza; algo sucedía… “¡Después de que he hablado con ellos por una hora!”. Lo miré y entendí. “Ese dato me faltaba”, dije y él no comprendió nada. Pronuncié “gracias” y me fui, iluminado.

Con Rumanía fue una amable conversación sobre… Emiratos e Indonesia. Tammy, una encantadora y hermosa mujer en la última recta de su cuarentena, me recibió con mucho entusiasmo aunque de inmediato vio en mi rostro eso que solo las mujeres que son madres pueden ver y me preguntó: “¿ya tienes ofertas que te interesan, no?”. La miré arrepentido y culpable, ella sonrió. Le dije que sí y coincidimos en que, con dos propuestas para enseñar en secundaria, la posición que ella tenía, en primaria, no era la ideal, “si te di una cita aunque no tienes experiencia con niños, fue por tus libros infantiles y tus recomendaciones, me gustaron”. De allí en más me contó de sus vivencias tanto en Medio Oriente como en Asia; tenía ya más de veinte años en el circuito de colegios internacionales. Me habló de ventajas y desventajas, de costumbres y tradiciones y, como si se tratara de una vieja amiga, me dedicó media hora de su tiempo (que en esas circunstancias es crucial) dándome todos los consejos imaginables para hacer más llevadera mi próxima vida de profesor expatriado.

Lo que vino después fue un trámite, un paseo por el hotel.

Primero, a Corea, a decirle a la amable señora que allí me esperaba, que declinaba la cita que tan gentilmente me dio porque “ya he aceptado una oferta de trabajo”; luego, a Indonesia, a decirles “sí” (sonrisas, estrechadas de manos, abrazos, congratulaciones, bienvenidas, “por ahora no hay nada que firmar, nos basta con tu palabra, mañana te llegará un correo haciéndote un ofrecimiento formal, sólo tienes que responderlo y el proceso comenzará”), y, finalmente, a Emiratos.

Alan me saludó con esa amabilidad tan natural, con ese gesto tan humano, que es imposible que sea impostado. Recibió el “no, gracias” con la misma calma con la que habla y me dijo “así es este negocio, no te preocupes”. Me preguntó por el nuevo trabajo, en dónde era, qué tan buenas eran las condiciones y, después de escucharme narrarle toda la historia, reflexionó: “es difícil competir con esa oferta, si yo estuviera en tu posición hubiera tomado la misma decisión”. Nos despedimos como dos amigos que se frecuentan (y algo me dice que volveré a verlo).

Todo lo demás era previsible; las congratulaciones, las risas, los saludos, los buenos augurios, la camaradería entre los extraños que allí nos reunimos ese fin de semana. Hablé con Sally, quien recibió feliz la noticia, como si de un hijo suyo se tratara, hablé con Philip y con Carol que celebraron la nueva y me felicitaron.

Era sábado en la noche y la feria terminaba para mí.

Marc aceptó un puesto en Tailandia (así que nos veremos), Jessica se nos marcha a Polonia (que eligió entre media docena de muy buenas ofertas), Gail irá a explorar el Medio Oriente en una escuela en Dubai y Maki decidió permanecer un año más en México. De los otros supe que Judy optó por Brasil y que Randall andaba persiguiendo la posición en Argentina. A la interesante cubana, no la vi más.

El domingo en la mañana partí rumbo al aeropuerto. Aún les debo una larga visita a Nicolás y a Paco, a Simón y a Varún, a Stephanie y a Caterina, mis ex alumnos, mis amigos ahora, que tan bien me recibieron y con quienes pasé esas noches comiendo hamburguesas y conversando interminablemente, con tanta calidez que el feroz frío de Boston pareció deshacerse.

Ahora estoy acá, en este Distrito Federal que luce más soleado desde que sé que me voy, como si me dijera “quédate”, como si sus calles me invitaran a seguir recorriéndolas, como si sus cafés me ofrecieran un último capuchino, como si el metro prometiera llevarme por nuevas rutas a nuevas estaciones y nuevos destinos, como si fuera posible hacerme una vida acá, rehacerme, completarme, hallar la extraviada ruta de mí mismo. Pero ya lo dijo César, “la suerte está echada”, y me lanzo a este nuevo reto entusiasmado y curioso, como el niño que fui, como el niño que soy –a veces– cuando llueve en las tardes, cuando sonríe una mujer, cuando canta un pájaro, cuando llora un hombre, cuando el sol y la luna se ven a un mismo tiempo. Me figuro ya entrando a mi nuevo salón con la misma emoción con la que ingresé a mi primera clase; María Gracia, mi primera ex alumna, a quien hace tanto quiero, no me dejará mentir.

Las naves arden en la orilla, el pasado es un montón de recuerdos (a veces cálidos, a veces crueles, pero indispensables) y no soy de los que se detienen a esperar que la salvación o la muerte vengan del cielo. Sigo andando y, si los viejos dioses quieren, el próximo veinticinco de julio pisaré, aún con treinta y ocho años, Jakarta, Indonesia, Asia; y empezaré, una vez más, otra jornada.

domingo, 13 de abril de 2008

JIS 8

No sé si mi actitud cambió, no sé si mi autoestima sufrió una repentina sobredosis de adrenalina, no sé si los astros se alinearon o si los dioses –los viejos dioses– hicieron lo suyo, solo sé que a partir de ese momento supe que mi destino empezaba a tejerse lejos, muy lejos, en un lugar que aún no me imaginaba.

La segunda reunión con los representantes del colegio en China fue con el jefe del que podría ser mi jefe, un señor mayor, tradicional, que hizo preguntas tradicionales. Me llamó la atención que fuéramos interrumpidos dos veces por cuestiones burocráticas, y aunque la muchacha que tocó la puerta se aproximaba a una tentación, me mantuve impasible. No sé qué pudo ser, pero percibía que quien iba a ser mi director (el que me dijo “a las dos nos vemos” el viernes) sí quería contratarme mientras que su jefe (el superintendente) no se hallaba muy convencido. Todo terminó con un siempre amable “antes de las cinco de la tarde te dejaremos un mensaje en tu folder”.

A pesar de que la entrevista con China (“gran colegio, gran oportunidad”) no había sido muy esperanzadora, me sentía relajado, tenía una oferta en el bolsillo y eso me llenaba de tranquilidad y de calma. Bajé a “nuestro lugar” y me puse a conversar con Jessica mientras esperábamos a Marc para ir a comernos algo; él llegó después de una hora y enrumbamos a la cafetería. Antes, por consejo de la bella, fuimos a ver si teníamos correspondencia. ¿Me habrían escrito los de China? No me sorprendió no hallar nada de ellos y, en cambio, encontré un mensaje de Indonesia que me halló desprevenido. Me pedían que me comunicara “apenas pudiera”, así que los llamé. “Nos encantaría verte de nuevo”, me dijo Joseph y le dije “genial, puedo en este momento”. Me pidió media hora “para terminar con una entrevista” y me citó “a las 14:30”. Dejé ir a Jessica y a Marc, mi almuerzo tendría que esperar.

Esa media hora pasó con la lentitud de una procesión y yo, cual fiera enjaulada (y hambrienta), iba y venía por los corredores. Cuando llegó el momento me encaminé al ascensor y pasé por el salón de los reclutadores donde Philip almorzaba lo que me pareció que era una ensalada de frutas. Lo saludé y le dije, “hola, jefe, me voy a una segunda entrevista con los de Indonesia”, “lo sé”, me dijo, “he conversando con ellos”, “¿y eso es bueno?”, pregunté intrigado, “ya lo veremos”, respondió el inglés con el tono flemático que lo caracteriza, “después me cuentas”.

Subí con más curiosidad (con más impaciencia y más hambre), y esperé. Como a las dos y cuarenta se abrió la puerta, salió una señora que tenía ese aspecto eternamente joven de las maestras de primaria que, hecha toda ella una sonrisa, se despedía de Joseph y David. Ellos correspondieron la despedida amable y parcamente mientras me saludaban, me hacían pasar y se disculpaban por la demora. Aún no me había acomodado bien en el sillón cuando David disparó: “en realidad el propósito de esta segunda reunión es ofrecerte un puesto en Jakarta”. Supongo que el desconcierto se apoderó de mi cara pero, antes de que pudiera pronunciar palabra, Joseph habló y me explicó, en veinte minutos, cuál era la oferta laboral que me estaban haciendo, me habló de los beneficios, las exigencias, las necesidades y los retos de la posición, y agregó “estamos convencidos de que tú eres la persona indicada”. Algo que me dio mucha alegría fue saber que, más allá de mis papeles o de mi currículum, lo que los había decidido a proponerme el trabajo fueron “tus referencias, no solo las de los padres de familia, que hablan muy bien de tu relación con los alumnos, sino las de tus jefes, con quienes acabamos de conversar largamente”. Me dijeron que no querían que tomara una decisión apresurada y me preguntaron “¿cuándo crees que puedas darnos una respuesta?”; yo, que detesto irme a dormir con incertidumbres (nunca se sabe si amaneceremos mañana), les respondí: “antes de que termine el día”.

Bajé, sin recuperarme aún del asombro, a nuestros “cuarteles generales”. Mis amigos ya habían regresado de comerse una hamburguesa y empezamos con el recuento de los acontecimientos. Jessica tenía ya como cuatro ofertas de trabajo, Marc tenía una que no le convencía y estaba aguardando dos que aparecían como muy atractivas. Por su parte, Gail había recibido dos propuestas, una que no la entusiasmaba demasiado y otra que le encantaba pero cuyo paquete económico era menos atractivo. Si hacía veinticuatro horas nos atormentaba saber si íbamos a obtener siquiera una oferta, ahora las dudas hamletianas radicaban en cuál aceptar.

Como Sally lo había anunciado, las cosas se movieron con rapidez ese día, no eran ni las tres y treinta de la tarde cuando aparecieron los famosos cartelitos pegados en las puertas: “mi compañero de habitación ya consiguió trabajo y se fue de Boston, si alguien quiere compartir dormitorio para bajar los gastos, llámeme a…”.

“Lo difícil comienza cuando tienes que decidir”, había dicho Sally, y no le faltaba razón. Empezamos a comparar países, ofertas, posibilidades y, en la conversación, Marc dijo “yo no iría a ningún lugar donde deba compartir mi departamento con otras personas, no es que no sea demasiado exquisito, es que ya estoy muy viejo para eso, ¿qué pasa si al otro le gusta la música que detestas o si tiene otras costumbres o si es desordenado?”. Yo no había pensado en eso, pero lo que decía era muy cierto. Como Marc, tengo mis años recorridos, mis manías, mis costumbres y ya suficiente cambio es vivir en un país lejano donde hablan otro idioma, rodeado de compañeros de trabajo que tampoco hablan tu idioma (lo dije en cada entrevista “sé que seré un expatriado aún entre los expatriados, pero me gusta el reto y mejoraré mi inglés”).

Dispuestos a encontrar “la mejor entre todas las ofertas” revisamos las condiciones generales de cada colegio que nos había propuesto trabajo o que creíamos que podría hacerlo (en mi caso, China seguía pendiente y me quedaban aún entrevistas con Rumanía y Corea, dos cartas sin jugar que se mostraban interesantes, sobre todo aquella que me permitiría irme a vivir a la vieja Europa, ese lugar que dejaron hace tantos siglos algunos de los de mi sangre). Nos servimos de todas las herramientas puestas a nuestra disposición, revistas, encartes, folletos, propaganda, páginas web y, sobre todo, del programa que tiene la asociación. Es un sistema muy útil, así como les permite a los reclutadores tener la información básica de los postulantes, de la misma manera, les ofrece a los profesores un resumen bastante claro de los paquetes laborales que cada institución ofrece, lo que hace sencilla la investigación.

“Lo que ofrecen es lo que ofrecen”, dijo Jessica cuando en algún momento comenté que a lo mejor lo que estaba escrito en la página era más referencial que real, “recuerda que son contratos estándares, es difícil que una empresa cambie su política por ti” Entonces me acordé de Eddie (por quien estaba en medio de todo esto), él ya me había explicado que, “salvo un interés o una necesidad especial del parte del colegio”, lo que ofrecían era lo que daban y que el margen de negociación era muy limitado. “Los gringos no son como los latinos que se guardan cartas bajo la manga a ver cuánto pides y cuánto pueden ahorrarse, ellos tienen un tarifario y se apegan a él, para bien o para mal”, y era verdad, el “regateo”, esa maravillosa costumbre latina que implica que el vendedor le suba el precio al producto solo para darle al comprador el gusto de “bajarle” el costo, es algo que pocas veces he visto en Norteamérica, donde no faltan “ofertas” y “remates” pero que no dependen de la habilidad de negociación del cliente sino de la voluntad (o necesidad) de la empresa. Así es, el famoso –y a veces odioso– “take it or leave it” de los gringos también aplica para los contratos internacionales.

Mientras inspeccionábamos todas las propuestas Marc encontró el encarte de un colegio que ya lo había entrevistado y que él descartó, “sí, ayer me entrevisté con este colegio que queda en los Emiratos y me lo dijeron, en el Medio Oriente es restringida la oferta de vivienda, por eso los que van solos comparten departamento”. Me pasó el documento y busqué en todas las páginas esa información y hallé que tenía razón. Claramente se leía en el apartado titulado “alojamiento”: “El colegio ofrece un departamento para los matrimonios y un departamento para cada dos profesores que viajen solos, con habitación y baño individual”, pensándolo bien no era tan grave –“baño individual” –, pero ya era un punto débil a tomar en cuenta.

Supongo que cuando uno tiene dieciocho años es fascinante la idea de vivir en un departamento con tus amigos pero, veinte años después, pesan otras consideraciones. La casa es el rincón que uno tiene para hallarse después de una jornada de trabajo, para recomponerse, para encontrar paz y descanso, no importa que sea una mansión o que ocupe solo treinta metros cuadrados, importa que tengas un espacio “tuyo” para recibir a tus amigos o disfrutar de tu soledad, para escuchar música o leer en silencio, para gozar mental, física –y hasta digestivamente– de esa privacidad y de esa intimidad que nos permiten rehacernos, completarnos y ser seres sociables la mayor parte del tiempo.

“Esto es una feria”, completó Marc, “ellos vienen a escoger a los profesores que más les gustan y nosotros también aceptamos la mejor oferta, que te quede claro”; la pragmática visión de mi nuevo amigo de larga cola de caballo, me dejó pensando...

sábado, 5 de abril de 2008

JIS 7

El sábado empezó temprano. Era un día clave; el punto culminante de esta feria, puesto que, realizadas las primeras entrevistas el viernes (y con la lógica de “converso primero con quien más me interesa”), ya varios colegios tendrían esa mañana ofertas para muchos del medio millar de profesores que inundábamos los corredores, las cafeterías y los baños del hotel. Según Sally nos dijo, “a las instituciones se les pide que les otorguen a los postulantes un plazo de 24 horas para que evalúen las propuestas y tomen una decisión”. Sabíamos que la presión iba a ser grande y que “la puja” por contratar a los profesores era una batalla aparte que librarían directores y jefes de personal. Jessica, que todo lo sabe, terminó de explicarlo muy bien: “es el sábado cuando empieza la verdadera tensión, porque el viernes llegamos con la preocupación de conseguir entrevistas y, si las cosas fueron bien, podemos recibir dos o tres ofertas y allí comienza lo más complicado, elegir. Peor es cuando el colegio que realmente te interesa, en París o en Tokio, recién te ha citado el sábado en la tarde y, ese día en la mañana, recibes una tentadora oferta de un colegio que queda en Samarcanda o Tanganica, lugares a donde no has planeado mudarte el próximo semestre, entonces, ¿esperas a riesgo de desaprovechar esta oferta, aceptas con el peligro de perder la soñada oportunidad o te quedas paralizado y sin trabajo?” ¡Pobre Hamlet!

En medio de tanta incertidumbre, al menos una certeza nos alumbraba; así como nosotros estábamos allí porque necesitábamos un trabajo, ellos –los administradores de decenas de colegios alrededor del mundo– también requerían cubrir sus plazas vacantes y no habían viajado hasta Boston para gozar del magnífico y gélido viento invernal de ese fin de semana. Tratamos de ponernos un minuto en los zapatos de “ellos” y entendimos que tampoco tenían al frente su mejor día. Muchos venían desde África o Asia, en vuelos interminables, con tres o cuatro escalas, y en delirantes cambios de husos horarios que los habían hecho “retroceder en el tiempo” diez o doce horas (que luego “perderían” al regreso). Ellos, como nosotros, corrían el mismo riesgo de irse con las manos vacías y sin ningún contrato firmado. Claro, a ellos el presupuesto les permitía ir aún a las próximas tres o cuatro ferias que faltaban celebrarse en otras partes del mundo (aunque la de Boston es la más grande –por eso se dan el trote– y, por ende, es donde hay mayor y mejor oferta de profesores). Sin embargo, igual el tiempo corría en su contra y contra el estricto sentido de planificación de estas instituciones que arman calendarios con un año de anticipación. No era difícil suponer, entonces, que la sola idea de llegar a Budapest, Tailandia, Zimbabue o donde fuera que trabajaran, sin los profesores adecuados, necesarios e indispensables para el inicio de clases del próximo semestre, no debía hacerlos muy felices. Especulábamos, como para no pensar en nuestra propia buena o mala suerte, que regresar de un mes de gira con las manos vacías (y los contratos en blanco) no podía verse muy bien a la hora de dar explicaciones a “la Junta”, que es, a fin de cuentas, la que en estas organizaciones ratifica –o no– a los directivos.

Todo esto lo conversábamos animadamente mientras tomábamos desayuno. La noche anterior acordamos, “los del grupo”, reunirnos a las siete de la mañana en el restaurante del hotel donde se desarrollaba la feria. Jessica fue un reloj y cuando llegué, que fue temprano, ya estaba esperándonos. Al rato bajó Gail, que se hospedaba en el mismo hotel y unos minutos después Maki; ya habíamos tomado el primer jugo de naranja cuando arribó Marc. El hombre traía una cara de sueño impresentable, “¿qué pasó?”, preguntó Jessica y yo “seguro se fue de bares con alguna huésped de su hotel” dije con sorna y todo se rieron. No, no había sido tan divertida la desvelada, la noche anterior sonó la alarma contra incendios de su hotel a las tres de la mañana, alarma que él ignoró soberanamente hasta que un policía, de muy mal humor, arremetió contra su puerta diciéndole que no era un simulacro y que debía “evacuar el edificio”. ¿Qué había sucedido?, ¿un cortocircuito, una bomba, un cigarrillo mal apagado? No, se trató de una falsa alarma encendida por un adolescente adorador de Baco en la impunidad de su borrachera.

Marc nos contaba todo esto mientras reíamos y nos despachábamos un buffet americanísimo (como el colesterol manda y los triglicéridos recomiendan), con toneladas de grasa bien repartida entre los huevos revueltos, el tocino frito, las salchichas y el jamón a la plancha. Tremendo banquete y una anécdota hilarante, relatada con el tono sarcástico de Marc y aderezada con mis comentarios cínicos, nos animaba mientras íbamos especulando mentalmente sobre todo lo que podía suceder en esta jornada “decisiva”. Todos teníamos, al menos, una segunda entrevista con algún colegio y varias “primeras” que nos permitían suponer que las cosas aún andaban bien, que nada estaba escrito y que, como alguien comentó, “la pelota aún está rodando”. Una torre de panqueques, con mucha miel de maple, fueron los últimos y silenciosos testigos de nuestra charla mañanera.

A las ocho nos levantamos de la mesa y fuimos a lavarnos con calma mientras el reloj hacía lo suyo. Cada cual preparó su rol de actividades y se lanzó a la aventura. Yo no tenía apuro, recién a las nueve de la mañana había pactado una reunión con Malasia y, un poco más tarde, con Indonesia. China me había pedido una segunda reunión y acordamos que fuera hacia el mediodía. Después de almuerzo, Rumanía y Corea, cerraban mi lista.

La reunión con Malasia fue formal, simpática pero muy formal, acartonada, llena de fórmulas y convenciones; duró lo que duran estas entrevistas y con un apretón de manos quedamos en “comunicarnos”. Sin mayor aprieto y con el tiempo de sobra, me dirigí al penúltimo piso donde sería mi reunión con Indonesia.

Me recibieron dos señores, muy amables. Se notaba que ya habían hecho su tarea porque sabían perfectamente quién era y cuál era mi experiencia, conversamos de muchas cosas, de mí, de mis anécdotas como profesor, de mi estancia en México, de las nuevas circunstancias que me hacían volver a emigrar. Todo fue muy informal –dentro de la formalidad de la situación–, muy agradable –hasta donde tres desconocidos pueden agradarse– y muy cómodo –hasta donde puede ser cómodo llevar el terno aquel que me disfraza de quien no soy, sentado en un sofá hecho para tallas estándares y no para “extra grandes” como yo–. Media hora transcurrió en un instante y al despedirse –cuando el siguiente entrevistado ya tocaba la puerta– me preguntaron si alguna de las personas que me habían evaluado se hallaba en la feria. Les dije “sí, Carol y Philip”, y les expliqué quiénes eran mientras les daba sus números de habitación. Con una sonrisa y un “estamos en contacto”, se dio por terminada la reunión.

Me encontraba en los corredores del primer piso, esperando mi segunda reunión con el colegio en China, cuando sucedió la primera revelación (todo gracias al buen consejo de Sally, “mantente visible, pasea por las diferentes salas, por los pasillos, cómprate un café donde todos lo compran, más de una vez se ha ofrecido trabajo en un ascensor”).

Mientras yo andaba haciendo cola para comprarme un gaseosa diet, (“de esas que no engordan pero dan cáncer”), se me acercó Alan, uno de los reclutadores más simpáticos con los que había conversado, quien, aunque era director en Chipre, estaba buscando profesor para un colegio de uno de los Emiratos perteneciente a la misma empresa para la que trabaja. Me saludó con mucho afecto, me preguntó “¿cómo van las cosas?” y me dijo “quiero presentarte a alguien”. Abandoné la fila que me llevaba al reino del agua carbonatada y caminé unos pasos hasta las escaleras eléctricas que conducían al restaurante donde había desayunado mientras Alan me informaba: “él es el director de nuestro colegio en los Emiratos para el que estoy buscando un profesor de español, quiero que te conozca”. Esperamos un instante hasta que terminó de despedirse de una señora que lo acribillaba a preguntas y nos acercamos; nos dimos las manos, intercambiamos algunas frases amables, me hizo un par de preguntas y se despidió con la misma cortesía con la que me había saludado. Alan se fue con él pero me dijo: “no te pierdas, que después hablamos”.

Yo volví por mi gaseosa, me encontré con una interesante profesora cubana que también buscaba un puesto “de profesora de español” y me distraje conversando con mi simpática competidora que, como casi todas, abrió enormes sus ojos negros cuando respondí a una de sus preguntas diciéndole “soy escritor”. La conversación con la cubana (divorciada, sin hijos, Nueva York, treinta y dos) terminó cuando el reloj me dijo que ya era hora de mover de nuevo el esqueleto rumbo al piso correspondiente.

Me detuve frente al ascensor pensando en cómo sería esta segunda entrevista con China. Me habían explicado que ser invitado a una segunda reunión con un colegio era magnífico, que generalmente se hacía para profundizar en el conocimiento del probable profesor y que solo citaban a los que tenían “grandes posibilidades”. Eso me animaba; ir al Asia, conocer esa cultura milenaria, la Gran Muralla, las pagodas, los campos de arroz, las grandes ciudades industriales, Pekín y el misterio de ese país con tanta población que, como dicen que dijo alguien, “si todos los chinos se pusieran de acuerdo y patearan el piso a la misma vez, harían temblar el mundo”.

Me hallaba “enmimismado” frente al ascensor, en medio de mi fantasía asiática, cuando Alan se me acercó nuevamente. Llegó con esa sincera sonrisa que le ganó mi respeto, una sonrisa natural, bastante lejana de las otras miles que había visto, tan practicadas, tan impostadas, tan caricaturescas que me recordaban que, finalmente, estábamos vendiendo imágenes para que nos las compraran. Me preguntó si tenía “un minuto” y me llevó a un lado del corredor mientras me explicaba con ese tono paternal que en él se percibía honesto: “quería que conocieras al director porque es con él con quien trabajarías”.

Si se tratara de una película, ese hubiera sido el momento preciso para poner la música de suspenso, sin embargo, el silencio que nos rodeó fue suficiente. Por tres segundos lo miré con la cara incrédula del náufrago que no sabe si eso que ve en el horizonte es la isla que lo va a salvar de los tiburones o un pedazo de madera que la distancia y la fatiga convierten en una falsa y cruel esperanza. Alan sonrió comprensivo y agregó, por si acaso las dudas no me dejaran entender lo que sucedía: “te estoy ofreciendo la posición de profesor”.

Cuál habrá sido mi gesto que me dijo, “tómalo con calma, medítalo, y en la tarde conversamos, ¿seguramente debes tener varias citas más?”. Le conté las reuniones que me quedaban, hizo unos cálculos mentales y disparó: “perfecto, no hay apuro, te espero a las seis y media, allí te haré la oferta económica y te daré los detalles del colegio, mientras tanto, anda pensando en la posibilidad de irte a vivir a los Emiratos”.

domingo, 30 de marzo de 2008

JIS 6

Renuncio a atormentar a quien me lea con una descripción exhaustiva de cada una de las entrevistas que tuve, solo diré que, con las particulares diferencias de estilo, todas seguían un patrón parecido, un formato común generado, probablemente, en la repetición, año tras año, del mismo procedimiento: preguntas generales sobre la educación, los jóvenes y el trabajo internacional; preguntas particulares sobre mi forma de enseñanza, mi experiencia docente, mi actual circunstancia, "¿por qué quieres irte del país en el que vives?", "¿cómo te sientes con la idea de vivir en el extranjero?", "¿crees que puedas adaptarte?" (al clima, a la región, a las costumbres).

Había conversado con toda la gente que pude sobre estas entrevistas, que a mí, sin mayor experiencia previa en este tipo de ferias, se me antojaban misteriosas y hasta inciertas. Personas con más kilómetros recorridos me dieron generosos consejos, claves, trucos, palabras adecuadas, temas prohibidos, puedo decir que en un mes aprendí "el abecé de una entrevista exitosa" y quedé instruido, con afecto, en algo que hacía mucho no realizaba, una entrevista de trabajo.

La primera –y la última– que recordaba se remontaba a 1992, yo era un joven arrogante, dueño del mundo y me sentía capaz de cualquier cosa, así que –animado por mi hermana que veía con preocupación mi inclinación por las letras y mi probable futuro de poeta indigente– se me ocurrió la bizantina idea de ir, con mi recién obtenido Bachillerato en Derecho y Ciencias Políticas, a ofrecerme de jefe regional de ventas para una inmensa transnacional que hasta ahora vende, champú, jabones, papel higiénico, tampones femeninos y otras sutilezas. ¿Qué hacía allí? Nunca lo sabré con certeza, pero creo que el Jefe de Recursos Humanos se sorprendió cuando me preguntó dónde me veía en diez años y le respondí, suelto de huesos, "en su puesto" (a este paso ya sería Gerente General con carro del año en la puerta o, más probablemente, un ilustre desempleado).

Claro, mis posibilidades laborales se veían afectadas por algunos pequeños inconvenientes; para empezar, jamás había vendido nada en mi vida (salvo que cuenten los helados artesanales –agua y refresco de sobrecito– que le vendía a mi madre cuando quería compensar a los muchachos del parque España que la ayudaban a cargar la canasta de las compras o, tal vez, el próspero negocio de sánguches de pollo que abandoné a las pocas semanas porque consideré que mi amistad con Mario –que hemos logrado conservar tres décadas– era más importante que las liliputienses ganancias que generábamos mi socio y yo), pero le dije al entrevistador, con la displicencia de mis veintipocos años, que "eso es muy fácil, ¿no?"; después estaba el asunto del inglés –que los años han evolucionado de mi analfabetismo absoluto al desparpajo más o menos ilustrado que me alumbra ahora–, no era exactamente una bandera que me defendiera aunque, claro, le dije que "inglés aprende cualquiera" (afirmación tan cierta como inconsistente); y, finalmente, el pequeñísimo de que no sabía manejar pero "era cuestión de días" para que pudiera conducir como Niki Lauda la camioneta que iban a darme para usarla en los accidentados caminos de la sierra de mi país.

Como no es difícil de colegir, no me contrataron. De allí en más obtuve trabajo como se consigue en Latinoamérica, conoces a alguien que conoce a alguien que busca a alguien que haga algo que tú sabes hacer, una llamada, una recomendación, una conversación informal y, ¡listo!, ya eres empleado de alguien que, si lo hiciste bien, será el contacto y la referencia para la próxima posición a la que aspires.

Dicho esto es sencillo deducir que mi alarma ante las entrevistas que se venían encima era más que el simple alucinado producto de mi neurosis y que mi preocupación, que iba en aumento a cada minuto, fuera mayor que un "simple y comprensible nerviosismo", más aún después de la desastrosa y desmoralizante entrevista que tuve con el colegio en Medio Oriente donde mi "no título" se tradujo en "no trabajo".

Sin embargo, cuando ya la desolación me pesaba en los hombros más que el exceso de kilos que habitualmente arrastro, recordé a mi entrañable amigo Eddie, el causante de todo esto, el padre de esta situación que me tenía en la encrucijada laboral. Mientras camina por el corredor del piso en donde estaba la habitación del director del colegio en China, Eddie y su claridad, vinieron a mí con las sencillas palabras que despejaron mi panorama en uno de los tantos correos que me escribió: "Dejáte de preocupar, sé quien sos y te va a ir bien, ese es todo el sentido de la entrevista, ser honesto, te lo aseguro; además, contigo no hay medias tintas, o te corren o te contratan". Así que eso hice.

Conversé con cada uno de los entrevistadores con la soltura que puede tener uno frente a alguien que conoce hace tiempo, claro, no con la libertad de quien habla con un viejo amigo pero sí con claridad y franqueza. Dije lo que pensaba y lo que sabía, lo que no sabía no lo dije o, si me lo preguntaron, dije que no lo sabía. Huí de ese viejo vicio de suponer que debemos tener respuesta para todo y acepté el "no lo sé" como una opción humanamente posible, comprendí que estas personas, que llevan muchos años haciendo lo mismo en una docena de ferias periódicas alrededor del mundo, tienen suficiente experiencia como para percatarse de esa antigua debilidad de querer parecer perfecto frente a quien nos está evaluando, conté mi historia como me la sé, que es como la he vivido, con sus buenos y malos ratos, con mis logros y mis fracasos, con las grandes satisfacciones que ser docente me ha dado a través del tiempo y, también, con esas temporadas en las que todo parece encaminarse al desastre, hablé de mis alumnos como hablan ellos de mí, con esa misma informalidad y cercanía con la que los he tratado en estos casi veinte años que llevo enseñando, con esa cotidianeidad a la que me niego a renunciar, esa que establece relaciones horizontales con los chicos y chicas –muchos de ellos hoy día hombres y mujeres, padres y madres de familia con quienes conservo la vieja amistad que surgió en el aula–. Pensé en mis alumnos mientras hablaba de ellos, jóvenes que no pretenden nada más que ser considerados como iguales en el más humano sentido de la palabra, que no desean otra cosa que conversar, ser escuchados, tener la certeza de que aquel que tienen delante sabe un poco más –porque tiene un poco más de experiencia– pero, sobre todas las cosas, se interesa por ellos, por sus vidas, por sus sueños, sus tristezas, sus amores y sus andanzas. Así, inspirado en esas reflexiones, hablé de lo que he aprendido en este tiempo, de cómo me hice profesor por error o, peor, por necesidad, cómo era un adolescente cuando Manolo –uno de mis amigos entrañables– tuvo la bizantina idea de abrir una academia preuniversitaria y me puse a enseñar historia para ganar unos centavos que me permitieran llevar más levemente mi propia vida de estudiante y cómo así, poco a poco, y sin darme cuenta, fui deambulando de academia en academia, fui acumulando historias y nombres y amistades y un día, sin demasiada consciencia de lo que hacía, terminé de profesor de secundaria en un maravilloso colegio de locos en Barranco donde lo importante eran los chicos y no las calificaciones, donde la preocupación era que los alumnos estuvieran bien y no que se supieran de memoria la tabla de elementos químicos o las fechas de cada una de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, donde el quehacer diario de los profesores no era perderse en mil reuniones "de coordinación" o de "análisis" o de "programaciones" sino verificar que los jóvenes estuvieran bien en el más amplio y amable sentido del término, sintiéndose parte de una comunidad a la que le importaban sus opiniones, sus vivencias y sus temores.

En cada entrevista, me fui internando en mis recuerdos con la libertad de quien dice solo lo que sabe y lo sabe porque lo ha vivido y lo recuerda y lo vuelve a vivir; hablé de cómo llegué al mundo de los colegios internacionales de la mano de Cecilia que un día me vio leyendo poesía y creyó en mí, de mi experiencia en ese sistema diferente pero, al mismo tiempo parecido, "porque los jóvenes son jóvenes en todas partes"; narré mis experiencias trabajando al mismo tiempo con chicos de diferentes culturas, de distinta lengua materna, de tradiciones y aun de creencias distantes y muchas veces opuestas y enfrentadas; expliqué lo fascinante que puede ser tener en una misma clase a católicos, cristianos, judíos y árabes, y cómo sabía ya, con certeza, que el diálogo, la convivencia, la comprensión, la tolerancia y el respeto mutuo a las ideas no solo son necesarias sino que son absolutamente posibles.

Arrastrado por mi propio entusiasmo, fui de entrevista en entrevista con la seguridad de quien va a decir su pequeña verdad, una verdad que no puede ser contradicha ni que será jamás cazada en falta porque, con sus altos y bajos, con sus malos ratos y sus buenos días, fue lo que fue y es lo que he vivido en estos años en que me fui descubriendo como maestro, porque si bien es cierto que empecé casi por error, es más cierto aún que la docencia me fue ganando poco a poco, que se fue haciendo parte de mi vida y que, sin que yo me diera cuenta –solo lo supe el año pasado, cuando estuve muchos meses sin dar clases, lejos de mis alumnos y de mis libros–, se convirtió en parte esencial de mi existencia.

Así seguí y seguí, hablé y hablé en un inglés (que aún no sé cómo me sale) y respondí con mis simples verdades todas las preguntas que se me hicieron, planteé mis dudas, pregunté con curiosidad y fui el que soy. ¿Malo, bueno, regular?, no lo sé, eso lo dejé al juicio de los otros, esos otros que eran, en definitiva, quienes iban a darme o no el trabajo que andaba buscando. En resumen, seguí el consejo de Eddie, fui auténtico o, al menos, fui lo más auténtico que puede ser un ser humano en estos tiempos que endiosan la imagen y las formas, en estos tiempos de plástico y silicona.

Me fue muy bien. Bueno, sentí que me fue muy bien. Aunque en las cinco entrevistas de ese día no obtuve ninguna confirmación ni ningún ofrecimiento de China, ni de dos de los Emiratos, ni de Escocia ni de Estados Unidos, me sentí satisfecho conmigo y con mi jornada; como alguien me enseñó, "que se nos condene por lo que somos, no por lo que no somos".

Esa noche, antes de irnos a comer con Jessica, Marc y Gail, pasé por última vez por la sala donde teníamos los folders donde nos dejaban las notas. Hallé una, China quería conversar nuevamente conmigo...

lunes, 24 de marzo de 2008

JIS 5

A las doce empezó la segunda fase. Al concederte una cita, los reclutadores te daban su número de habitación, transformada en oficina, donde se concretaría la reunión. La media docena de ascensores se hallaba saturada por centenas de profesores que subían y bajaban frenéticamente (hubo los deportistas de escalera, pero solo hablar de ellos me cansa). Resultó interesante ver cómo, en un primer momento, las sonrisas se suspendieron como si nadie supiera bien en qué terminaría todo esto de las entrevistas, luego volverían, impostadas y practicadas hasta el cansancio, como la muestra de que las cosas empezaban a adquirir su exacta dimensión.

Era gracioso ver a los candidatos arreglándose la corbata, ordenándose la falda, acomodándose el cuello, retocando a última hora el maquillaje en una enésima revisión frente al espejo de la polvera, revisando que los zapatos estuvieran bien lustrados, inspeccionando otra vez el peinado en el reflejo metálico de la puerta del ascensor y, en general, concentrando la inteligencia en la tarea de parecer todo lo bueno que sus currículos y cartas de recomendación decían (a estas alturas ya había descubierto que eso de "la imagen es todo", que dice cierta propaganda de gaseosa, resume la filosofía de quienes evolucionaron la publicidad del arte que era a la ciencia que es, y ya no me sorprende –y supongo que a los reclutadores tampoco– leer "hojas de vida" que confunden el extracto académico-laboral con una obra de ficción; ¿será por eso que muchos mostraban una excesiva preocupación por el atuendo o es que me estaba volviendo paranoico?).

Mi primera cita fue pactada para las doce y media, así que no tuve que correr. Contaba con tiempo suficiente para observar cómo los demás apuraban el paso mientras yo avanzaba lentamente hacia mi destino. Llegué al piso correspondiente, toqué la puerta y me recibió un señor en su cincuentena, amable y cordial, era el representante de un colegio en un país del Medio Oriente.

Todo parecía empezar bien, pero la situación pronto se tornó desalentadora.

El reclutador, que leyó mis papeles frente a mí (supongo que no le dio tiempo de hacerlo antes), me preguntó: "¿tienes título de profesor?", con lo que me di cuenta que no había revisado mis datos con la calma necesaria. Le expliqué lo que estaba prístinamente esclarecido en mi currículum, que no tengo título de profesor pero que hace veinte años que dicto clases, que soy Bachiller en Derecho, que estudié una Maestría y un Doctorado en Literatura, que, además, estudié un curso de titulación en pedagogía y que, como estaba señalado en mis documentos, no había hechos esas benditas tesis por lo cual tenía muchos certificados de estudio pero solo un título.

En esos momentos pensé en mi padre y en toda la razón de sus razones "si quieres sé matador de moscas, pero con título", él, un hombre cuyos conocimientos rara vez he hallado en otras personas, un hombre curioso que jamás dejó de estudiar y que siempre estuvo aprendiendo algo y en cuyo cerebro almacenaba más sabiduría que la de casi todos los demás seres humanos que he conocido, nunca obtuvo un título, nunca se hizo del cartón ése que dijera "sí, él sabe lo que certificamos acá" y vio cómo muchos, con menos luces, con menos conocimientos, con menos capacidades, obtuvieron ventajas por el mero hecho de tener el bendito cartón. "Un título no es garantía de nada", me repetía, "pero en el mundo escolarizado de hoy es indispensable". Creo que tanto me atormentó con aquello de "ten un título" que jamás lo obtuve –claro, tengo el Bachillerato en Derecho para el cual te exigían haber aprobado todos los cursos de la carrera, pero podría tener cuatro más–. Tendría que preguntárselo a mi psiquiatra –cuando contrate uno– pero supongo que esa insistencia paternal hizo nacer en mí una especie de aversión por las tesis; cada estudio que he emprendido lo he terminado, no obstante, hacer las tesis me genera cierta urticaria paralizante e inmanejable y, a pesar de que he enseñado "Metodología de investigación" en la universidad y a pesar de que he sido asesor de varias monografías –todas aprobadas– en el Bachillerato Internacional, nunca he querido (o podido) embarcarme en una. El día que den títulos por escribir libros, me apunto con un par…

Estaba pensando en mi padre y sus ignorados consejos cuando nuevamente la pregunta del entrevistador laceró mis castos oídos: "¿tienes título de profesor o algo similar?". Renuncié a repetir lo que ya le había explicado, renuncié a mostrarle de nuevo las copias de mis certificados que prueban más de once años de estudios universitarios, y dije lacónicamente: "no". Él lo lamento mucho, se deshizo en elogios "por tu excelente resumen y tus magnifica referencias", pero me dijo que en el país donde estaba el colegio que él presidía era indispensable el título de profesor para que se me otorgara la visa, que "un gusto" y "buenas tardes".

Debo confesar que su honestidad fue algo así como un golpe directo al pecho, pero como no sé perder la compostura y la función debe continuar, le sonreí, le dije que apenas sacara mi título le avisaría y caminé hacia la salida tan entero como entré. Él me acompañó amable y en la puerta se despidió de mí al mismo tiempo que le daba una cordial bienvenida al otro candidato que esperaba en el corredor. Lo saludó con la misma sonrisa, la misma simpatía, el mismo gesto seguramente mil veces repetido en otras tantas ferias y entrevistas. Yo me fui.

Ya en el ascensor, el peso de los catorce pisos del edificio me cayó encima. Una noche sin luna y con el cielo encapotado no podría ser más negra. La desolación –esa bestia hambrienta de nuestras derrotas– mostró sus dientes.

No perdí el aplomo, porque, como es sabido, no es dable perderlo en medio de la batalla y Benedetti tiene razón cuando dice "está prohibido llorar sobre los libros / porque no queda bien que la tinta se corra". Sin embargo, me pregunté, como casi siempre me pregunto, si todo esto valía la pena, si el esfuerzo se justificaba, si todo lo apostado en esta jugada tenía un sentido, si mejor no fuera dar media vuelta, hacer maletas, regresar por donde vine y terminar refugiado en la casa de mis padres.

Ah, las preguntas; ¿desde cuándo me las hago, desde cuándo sé que no tienen respuesta o que la respuesta no es única –que es lo mismo–? No lo sé, pero lo que sí tengo claro es que no hay nada más adecuado para un millón de preguntas abstractas que unas cuantas respuestas concretas. Los hechos suelen marcar nuestro rumbo y las divagaciones intelectuales no dejan de ser un hermoso ejercicio que nos sirve para que el cerebro no se oxide y para que nos alejemos de la terrible posibilidad de convertirnos en autómatas –tema fascinante, sobre todo ahora con tanto joven que vive en el autismo, voluntario y perpetuo, entre la computadora, el celular, el ipod y la televisión–. Así que las preguntas cumplieron su cometido, trajeron reflexiones y las reflexiones obligaron respuestas. Respuesta simples, sencillas, pedestres, pero indispensables en ese momento.

Lúcido ya, entendí que mis padres murieron en junio y en octubre de dos años distintos hace ya demasiado tiempo, que la casa miraflorina que era de ellos, y donde pasé mi última juventud, nos la compró mi hermana, que en Lima mi puesto de profesor había sido ocupado por otra persona hace dos años, que en México no tengo un empleo fijo y que el trabajo por horas es muy cómodo pero muy poco rentable en una ciudad tan cara como el Distrito Federal, que ya estoy viejo para desalentarme y demasiado a destiempo para pedir auxilio; entendí mis circunstancias y entendí a Ortega y Gasset (a quien jamás leí a profundidad pero cuya frase, absolutamente descontextualizada, siempre me ha perseguido), entendí sobre todo a Cortés, a Hernán Cortés, el conquistador de los Aztecas, quien a sus treinta y cuatro años decidió jugárselo todo y quemó sus naves para que no hubiera opción de volver atrás, para que la tentación del regreso se topara con la imposibilidad real de una vuelta sin sentido, para que la cobardía –si llegaba– no hallara puente, sendero ni camino y tuviera que hacerse "valor y hacia adelante", así como cuando el hombre descubre que nunca más puede ser niño. De esa manera, pensando en Cortés, se detuvo el ascensor y me encontré en el primer piso donde las caras forzadamente sonrientes de cien mil profesores me hicieron entender que el juego aún no había terminado y que quedaba aún mucho destino.

Caminé hasta nuestro "cuartel general". Jessica, Mark y yo nos habíamos apoderado de "nuestra" mesa y allí prometimos juntarnos después de cada entrevista. Además, al grupo se habían unido Gail –mi antigua compañera de trabajo en Lima– y Maki –una simpática japonesa que vivía en México y que, como yo, buscaba trabajo de profesora de español, aunque ella tuviera como prioridad enseñarles a niños de seis años, algo bastante remoto entre mis expectativas–.

Les conté a todos lo sucedido. Me escucharon con la solidaria atención de estas amistades nacidas en medio de una situación forzada y estresante donde, de alguna manera, todos nos jugábamos el futuro inmediato.

Jessica, serena y hermosa, dijo: "que no tengas título de profesor no es determinante, es solo un poco más complicado" y Marc, cínico y leal, afirmó que yo no iba a tener problema en obtener un trabajo, "¿cuántos hablan tanto como tú y se manejan con esa seguridad y esa autoestima?", "sólo tú, Marc", respondí, "exacto", retrucó el gringo, "pero yo enseño Física y no Literatura, así que no soy competencia para ti". Todos nos reímos de buena gana. Mi ánimo cambió por completo y me fui, como quien va decidido al combate (con la decisión de quien sabe que todas sus viejas naves arden en la orilla) a mi siguiente reunión.

Eran las dos de la tarde, y el colegio quedaba en China.