domingo, 27 de abril de 2008

CONDESA

Si tuviera que emigrar nuevamente a México –el que abandonaré indefectiblemente en cuatro semanas– viviría, sin pensarlo dos veces, en Condesa.

Cuando mis circunstancias (sí, esas que varían tanto como una adolescente indecisa) me obligaron a buscar un lugar donde depositar mi humanidad y seis maletas con mi ropa y cuatro docenas de libros, recorrí media ciudad buscando el lugar ideal para mudarme (primer error, el “lugar ideal” no existe, es tan solo una pretensión de nuestra mente, pretensión inútil pero indispensable, como el amor, la felicidad o la vida eterna).

Revisé decenas o cientos de avisos económico, hice tantas llamadas que me irrité la oreja y recorrí las calles y avenidas de México en los horarios más tortuosos y procesionales que pueda uno imaginarse. Para empezar, mis circunstancias (de nuevo) atentaban contra mí, un sujeto que quiere alquilar un departamento por cinco meses se ve sospechoso, poco rentable y molesto, no es raro que pronto las negativas empezaran a sucederse. Luego, hallar un lugar espacioso pero no inmenso, cómodo pero no lujoso, pequeño pero claustrofóbico, se convierte en un vía crucis, por lo que, entre los “no” de los que nunca fueron mis caseros y los “no” míos, el resultado fue un desastre. Finalmente, algo más parecido a la desesperación que a una epifanía me llevó a revisar mis anotaciones y llamar nuevamente al hotel que había descartado por esa propaganda estrambótica (“su hogar lejos de casa”) y porque sus tarifas eran una evidente amenaza contra mi presupuesto.

Experto ya en la lectura de los avisos que aparecen en los diarios y en Internet (donde un “estacionamiento garantizado” era “el espacio que encuentres en la calle” y un “baño completo” una ducha infame debajo de una escalera) no me sorprendió que el bar y el gimnasio solo estuvieran en la imaginación del redactor ni que los amables empleados efectivamente fueran “fluidos en dos idiomas”, español y mexicano... Nada de eso fue importante, el lugar estaba limpio, había sido remodelado hacía relativamente poco, los muebles se hallaban bastante bien y la “suite junior” tenía el suficiente espacio para que diez pasos separaran la mesa de la cama “King” que se ofrecía generosa. Haber conocido a Josefina que no solo se encargaba de la limpieza sino con quien negocié amablemente el lavado de mi ropa fue la última razón que necesitaba para decidirme.

Hasta ese momento Condesa era para mí un barrio absolutamente desconocido del cual había escuchado mil cosas (cantinas, restaurantes, bohemia, vida nocturna) pero a donde solo había ido dos veces; la primera, a un bar medio snob en el techo de un viejo hotel reciclado donde ni el sushi ni la atención justificaban el monto de una factura que canceló la dorada tarjeta corporativa de uno de los comensales (¡tiempos aquellos!) y, la segunda, a una sala-bar donde fui a deleitarme escuchando la voz de Rejas, mi alumna, uno de los pocos nombres que me llevaré en la alforja de los recuerdos mexicanos.

En ambas ocasiones ir había sido poco menos que una aventura, las calles y parques y avenidas se cruzaban sin aparente orden, hacían círculos extraños y extraviaban al novato; cada vez, tres o cuatro vueltas fueron necesarias para encontrar los respectivos locales. Además, estacionar es imposible y debes someterte a la buena voluntad (y a la tarifa) de los valet parking, toda una institución en México. Por eso, decidirme por ese barrio (con la poca información con la que contaba) fue poco más que un tiro al aire que, para mi suerte, dio en el blanco del único pato que sobrevolaba el lugar.

Muy pronto descubrí que Condesa es para caminarla, así que decidí recuperar ese hábito que tenía extraviado en mi flojera. Me empeñé en fatigar las calles, como decía Borges, lanzándome, sin más guía que un par de puntos referenciales y algo de sentido común, a recorrer cada cuadra, cada espacio, cada parque, entrando en cada tienda, en cada café, saludando y preguntando, dejando que la amabilidad inalienable de los mexicanos guiaran los pasos del extranjero extraviado en mitad de las calles amigables y hermosas de un barrio que, aunque Mario diga que no, me pareció su Barranco o mi viejo y decadente Miraflores de la adolescencia. Un espacio viejo pero no definitivamente envejecido, porque junto a las señoras solitarias que pasean a sus perros y a los señores solos que se toman un café melancólico en el mismo lugar de siempre, también coexiste una multitud de parejas jóvenes con niños sobre excitados por el exceso de azúcar en la sangre que deambulan por los jardines histéricamente felices (nada es perfecto), y también se ve, como quien ve una aparición, a decenas de muchachas corriendo en apretados pantalones (para alegrarnos más y engordar menos) por un parque inmenso que no solo tiene el natural decorado de árboles centenarios sino que cuenta con una provisión incansable de vendedores ambulantes que ofrecen desde un jugo de frutas recién torturadas hasta una grasienta y deliciosa porción de papas fritas.

Pero lo que me enamoró de Condesa no fueron sus parques ni sus calles tomadas por modernos bares, cafeterías y restaurantes que no se dan abasto porque lucen abarrotados permanentemente por esa clase media mexicana que puede gastarse entre diez y cuarenta dólares sin poner en riesgo el presupuesto familiar. No, lo que me enamoró de Condesa fueron las cuatro o cinco calles que rodean el hotel donde vivo (cuyos habitantes –hasta donde he visto y hasta donde el conserje me ha contado– forman una fauna variopinta que va desde el empresario sexagenario que lo usa de refugio hasta la modosita –y extranjera– prostituta de alto vuelo que establece aquí casa en los meses que permanece en la ciudad y, al medio, trabajadores temporales, estudiantes provincianos, emigrantes buscando casa, parejitas discretas y hasta una noble anciana que ha decidido pasar sus últimos días en bata y ruleros compartiendo su habitación con recuerdos y fantasmas).

Alrededor de “mi casa” es posible hallar una carnicería (de esas de barrio que solo venden carne y no pretenden comportarse como supermercados –y cuyos servicios jamás usaré porque no cocino–), una academia de flamenco (en la que me inscribiría sólo por compartir “el tablao” con las mujeres, arrogantes y estilizadas, cuyas siluetas, que se ven detrás de las cortinas, con ese gesto y ese desplante con el que me imagino a todas las gitanas), una panadería pretenciosa (que no solo huele a delicioso pan caliente sino que también tiene una bodeguita y hasta un horno de donde salen unos pollos dignos de ser mencionados y a cuya puerta –de la panadería, no del horno– se colocan vendedores que ofrecen paltas inolvidables, tacos al paso, chicharrón crocante, y salsas y aderezos “caseros” que no he probado pero que las señoras del barrio compran en cantidades industriales), una farmacia medianamente desabastecida (que aún atiende el dueño que, como es de rigor, es viejo y malhumorado y siempre está limpiando los vidrios en el inútil empeño de mejorar su imagen), una tienda de alquiler de películas (a las que no puedo acceder porque no tengo un recibo de luz y la fronteriza del escaparate no comprende el “vivo en un hotel, señorita”), un “salón de belleza (que siempre veo vacío), una heladería (que, como todas las heladerías de México, se llama “la michoacana”), un restaurante de lujo (que me dicen –los muchachos del valet parking a los que siempre saludo– que tiene como especialidad el pato, que a mí me encanta, y al cual me he prometido invitarme antes de que mayo termine y con él mi temporada mexicana), una librería de viejo (colmada de libros usados, llena de estantes y repisas donde descansa la sabiduría de la humanidad a precio de oferta, a la que a veces entro solo por recordar el aroma combinado de la madera, el cartón de las carátulas y las hojas gastadas y manoseadas de los miles de volúmenes que allí reposan), dos cafeterías (una, moderna y aparentemente cómoda, a la que nadie va, y la otra, con muebles viejos y rígidas sillas de madera, que siempre está llena), una chocolatería (que prepara un delicioso chocolate caliente que resulta soberbio acompañado de una torta del mismo sabor y de proporciones homéricas cuyo único defecto es el montón de pecanas ralladas con las que debo lidiar por un buen rato antes de librar tal manjar de un adorno prescindible y molesto), un centro de “spinning” (cuyos horarios antojadizos se cruzan –felizmente– con los míos), un centro de terapia adelgazante (donde la promotora me mira con ojos golosos desde su mostrador y no porque la tiente mi esbelta figura sino por la jugosa comisión que implicaría un contrato para bajarme de peso), dos gasolineras (una que jamás he usado y otra cuya única virtud es mi apego rutinario a las más pedestres costumbres), un restaurante de mariscos (al que nunca iría por el absurdo pero tenaz prejuicio de que México se halla “muy lejos del mar”), uno de comida japonesa (que no me tienta) y otro de pastas (al que no he entrado porque siempre está lleno y yo me resisto sistemáticamente a hacer colas por un trauma juvenil que me dejó el presidente García en su primer mandato, donde la escasez y el desabastecimiento crecieron simétricamente con la corrupción).

Eso es todo. Amo Condesa porque me recuerda los lugares de mi adolescencia, los rumbos de mis primeros años. Amo Condesa porque conserva la serenidad de los barrios viejos iluminada por la vitalidad de sus inquilinos jóvenes. Los más conservadores se quejan de la proliferación de los locales comerciales, del tráfico cada día más complicado, de los edificios que se levantan sobre los cadáveres de viejas casas que albergaron familias que el tiempo deshizo, de los bares y de la música, de los planes para construir más estacionamientos y de las intenciones oscuras de cerrar algunas avenidas en beneficio de los comerciantes.

Puede ser que los apocalípticos tengan razón, puede ser que esa tradicional Condesa esté muriendo, pero jamás he visto un decaimiento más florido. Jamás, como ahora, he regresado a esos parques y a esas calles donde latió mi infancia, donde creí en los sueños, donde también fui niño.

domingo, 20 de abril de 2008

JIS 9

Como bien decía Borges, “la solución del misterio es siempre inferior al misterio”, por ende, seré breve.

Me dirigí al ascensor para acudir a mi octava cita, esta vez con un colegio en Rumanía (cuya ubicación me emocionaba pero cuya labor –con niños de cuatro a ocho años– me llenaba de espanto). Mientras esperaba, me encontré nuevamente con Philip, “¿y?”, me preguntó. Le conté que tenía dos ofertas “firmes”, Emiratos e Indonesia, le pedí consejo. “Emiratos es muy buen lugar para trabajar pero Indonesia es extraordinario, es una de las escuelas más prestigiosas, sus profesores son tan codiciados que dicen que después de trabajar en Jakarta puedes irte a trabajar a donde quieras”. “Sí, –respondí distraídamente, mareado en mis propias divagaciones, sin reparar demasiado en lo que me decía– lo estoy pensando.” “¿Lo estás pensando?”, retrucó sorprendido, sin ese tonito irónico y burlón que lo caracteriza; algo sucedía… “¡Después de que he hablado con ellos por una hora!”. Lo miré y entendí. “Ese dato me faltaba”, dije y él no comprendió nada. Pronuncié “gracias” y me fui, iluminado.

Con Rumanía fue una amable conversación sobre… Emiratos e Indonesia. Tammy, una encantadora y hermosa mujer en la última recta de su cuarentena, me recibió con mucho entusiasmo aunque de inmediato vio en mi rostro eso que solo las mujeres que son madres pueden ver y me preguntó: “¿ya tienes ofertas que te interesan, no?”. La miré arrepentido y culpable, ella sonrió. Le dije que sí y coincidimos en que, con dos propuestas para enseñar en secundaria, la posición que ella tenía, en primaria, no era la ideal, “si te di una cita aunque no tienes experiencia con niños, fue por tus libros infantiles y tus recomendaciones, me gustaron”. De allí en más me contó de sus vivencias tanto en Medio Oriente como en Asia; tenía ya más de veinte años en el circuito de colegios internacionales. Me habló de ventajas y desventajas, de costumbres y tradiciones y, como si se tratara de una vieja amiga, me dedicó media hora de su tiempo (que en esas circunstancias es crucial) dándome todos los consejos imaginables para hacer más llevadera mi próxima vida de profesor expatriado.

Lo que vino después fue un trámite, un paseo por el hotel.

Primero, a Corea, a decirle a la amable señora que allí me esperaba, que declinaba la cita que tan gentilmente me dio porque “ya he aceptado una oferta de trabajo”; luego, a Indonesia, a decirles “sí” (sonrisas, estrechadas de manos, abrazos, congratulaciones, bienvenidas, “por ahora no hay nada que firmar, nos basta con tu palabra, mañana te llegará un correo haciéndote un ofrecimiento formal, sólo tienes que responderlo y el proceso comenzará”), y, finalmente, a Emiratos.

Alan me saludó con esa amabilidad tan natural, con ese gesto tan humano, que es imposible que sea impostado. Recibió el “no, gracias” con la misma calma con la que habla y me dijo “así es este negocio, no te preocupes”. Me preguntó por el nuevo trabajo, en dónde era, qué tan buenas eran las condiciones y, después de escucharme narrarle toda la historia, reflexionó: “es difícil competir con esa oferta, si yo estuviera en tu posición hubiera tomado la misma decisión”. Nos despedimos como dos amigos que se frecuentan (y algo me dice que volveré a verlo).

Todo lo demás era previsible; las congratulaciones, las risas, los saludos, los buenos augurios, la camaradería entre los extraños que allí nos reunimos ese fin de semana. Hablé con Sally, quien recibió feliz la noticia, como si de un hijo suyo se tratara, hablé con Philip y con Carol que celebraron la nueva y me felicitaron.

Era sábado en la noche y la feria terminaba para mí.

Marc aceptó un puesto en Tailandia (así que nos veremos), Jessica se nos marcha a Polonia (que eligió entre media docena de muy buenas ofertas), Gail irá a explorar el Medio Oriente en una escuela en Dubai y Maki decidió permanecer un año más en México. De los otros supe que Judy optó por Brasil y que Randall andaba persiguiendo la posición en Argentina. A la interesante cubana, no la vi más.

El domingo en la mañana partí rumbo al aeropuerto. Aún les debo una larga visita a Nicolás y a Paco, a Simón y a Varún, a Stephanie y a Caterina, mis ex alumnos, mis amigos ahora, que tan bien me recibieron y con quienes pasé esas noches comiendo hamburguesas y conversando interminablemente, con tanta calidez que el feroz frío de Boston pareció deshacerse.

Ahora estoy acá, en este Distrito Federal que luce más soleado desde que sé que me voy, como si me dijera “quédate”, como si sus calles me invitaran a seguir recorriéndolas, como si sus cafés me ofrecieran un último capuchino, como si el metro prometiera llevarme por nuevas rutas a nuevas estaciones y nuevos destinos, como si fuera posible hacerme una vida acá, rehacerme, completarme, hallar la extraviada ruta de mí mismo. Pero ya lo dijo César, “la suerte está echada”, y me lanzo a este nuevo reto entusiasmado y curioso, como el niño que fui, como el niño que soy –a veces– cuando llueve en las tardes, cuando sonríe una mujer, cuando canta un pájaro, cuando llora un hombre, cuando el sol y la luna se ven a un mismo tiempo. Me figuro ya entrando a mi nuevo salón con la misma emoción con la que ingresé a mi primera clase; María Gracia, mi primera ex alumna, a quien hace tanto quiero, no me dejará mentir.

Las naves arden en la orilla, el pasado es un montón de recuerdos (a veces cálidos, a veces crueles, pero indispensables) y no soy de los que se detienen a esperar que la salvación o la muerte vengan del cielo. Sigo andando y, si los viejos dioses quieren, el próximo veinticinco de julio pisaré, aún con treinta y ocho años, Jakarta, Indonesia, Asia; y empezaré, una vez más, otra jornada.

domingo, 13 de abril de 2008

JIS 8

No sé si mi actitud cambió, no sé si mi autoestima sufrió una repentina sobredosis de adrenalina, no sé si los astros se alinearon o si los dioses –los viejos dioses– hicieron lo suyo, solo sé que a partir de ese momento supe que mi destino empezaba a tejerse lejos, muy lejos, en un lugar que aún no me imaginaba.

La segunda reunión con los representantes del colegio en China fue con el jefe del que podría ser mi jefe, un señor mayor, tradicional, que hizo preguntas tradicionales. Me llamó la atención que fuéramos interrumpidos dos veces por cuestiones burocráticas, y aunque la muchacha que tocó la puerta se aproximaba a una tentación, me mantuve impasible. No sé qué pudo ser, pero percibía que quien iba a ser mi director (el que me dijo “a las dos nos vemos” el viernes) sí quería contratarme mientras que su jefe (el superintendente) no se hallaba muy convencido. Todo terminó con un siempre amable “antes de las cinco de la tarde te dejaremos un mensaje en tu folder”.

A pesar de que la entrevista con China (“gran colegio, gran oportunidad”) no había sido muy esperanzadora, me sentía relajado, tenía una oferta en el bolsillo y eso me llenaba de tranquilidad y de calma. Bajé a “nuestro lugar” y me puse a conversar con Jessica mientras esperábamos a Marc para ir a comernos algo; él llegó después de una hora y enrumbamos a la cafetería. Antes, por consejo de la bella, fuimos a ver si teníamos correspondencia. ¿Me habrían escrito los de China? No me sorprendió no hallar nada de ellos y, en cambio, encontré un mensaje de Indonesia que me halló desprevenido. Me pedían que me comunicara “apenas pudiera”, así que los llamé. “Nos encantaría verte de nuevo”, me dijo Joseph y le dije “genial, puedo en este momento”. Me pidió media hora “para terminar con una entrevista” y me citó “a las 14:30”. Dejé ir a Jessica y a Marc, mi almuerzo tendría que esperar.

Esa media hora pasó con la lentitud de una procesión y yo, cual fiera enjaulada (y hambrienta), iba y venía por los corredores. Cuando llegó el momento me encaminé al ascensor y pasé por el salón de los reclutadores donde Philip almorzaba lo que me pareció que era una ensalada de frutas. Lo saludé y le dije, “hola, jefe, me voy a una segunda entrevista con los de Indonesia”, “lo sé”, me dijo, “he conversando con ellos”, “¿y eso es bueno?”, pregunté intrigado, “ya lo veremos”, respondió el inglés con el tono flemático que lo caracteriza, “después me cuentas”.

Subí con más curiosidad (con más impaciencia y más hambre), y esperé. Como a las dos y cuarenta se abrió la puerta, salió una señora que tenía ese aspecto eternamente joven de las maestras de primaria que, hecha toda ella una sonrisa, se despedía de Joseph y David. Ellos correspondieron la despedida amable y parcamente mientras me saludaban, me hacían pasar y se disculpaban por la demora. Aún no me había acomodado bien en el sillón cuando David disparó: “en realidad el propósito de esta segunda reunión es ofrecerte un puesto en Jakarta”. Supongo que el desconcierto se apoderó de mi cara pero, antes de que pudiera pronunciar palabra, Joseph habló y me explicó, en veinte minutos, cuál era la oferta laboral que me estaban haciendo, me habló de los beneficios, las exigencias, las necesidades y los retos de la posición, y agregó “estamos convencidos de que tú eres la persona indicada”. Algo que me dio mucha alegría fue saber que, más allá de mis papeles o de mi currículum, lo que los había decidido a proponerme el trabajo fueron “tus referencias, no solo las de los padres de familia, que hablan muy bien de tu relación con los alumnos, sino las de tus jefes, con quienes acabamos de conversar largamente”. Me dijeron que no querían que tomara una decisión apresurada y me preguntaron “¿cuándo crees que puedas darnos una respuesta?”; yo, que detesto irme a dormir con incertidumbres (nunca se sabe si amaneceremos mañana), les respondí: “antes de que termine el día”.

Bajé, sin recuperarme aún del asombro, a nuestros “cuarteles generales”. Mis amigos ya habían regresado de comerse una hamburguesa y empezamos con el recuento de los acontecimientos. Jessica tenía ya como cuatro ofertas de trabajo, Marc tenía una que no le convencía y estaba aguardando dos que aparecían como muy atractivas. Por su parte, Gail había recibido dos propuestas, una que no la entusiasmaba demasiado y otra que le encantaba pero cuyo paquete económico era menos atractivo. Si hacía veinticuatro horas nos atormentaba saber si íbamos a obtener siquiera una oferta, ahora las dudas hamletianas radicaban en cuál aceptar.

Como Sally lo había anunciado, las cosas se movieron con rapidez ese día, no eran ni las tres y treinta de la tarde cuando aparecieron los famosos cartelitos pegados en las puertas: “mi compañero de habitación ya consiguió trabajo y se fue de Boston, si alguien quiere compartir dormitorio para bajar los gastos, llámeme a…”.

“Lo difícil comienza cuando tienes que decidir”, había dicho Sally, y no le faltaba razón. Empezamos a comparar países, ofertas, posibilidades y, en la conversación, Marc dijo “yo no iría a ningún lugar donde deba compartir mi departamento con otras personas, no es que no sea demasiado exquisito, es que ya estoy muy viejo para eso, ¿qué pasa si al otro le gusta la música que detestas o si tiene otras costumbres o si es desordenado?”. Yo no había pensado en eso, pero lo que decía era muy cierto. Como Marc, tengo mis años recorridos, mis manías, mis costumbres y ya suficiente cambio es vivir en un país lejano donde hablan otro idioma, rodeado de compañeros de trabajo que tampoco hablan tu idioma (lo dije en cada entrevista “sé que seré un expatriado aún entre los expatriados, pero me gusta el reto y mejoraré mi inglés”).

Dispuestos a encontrar “la mejor entre todas las ofertas” revisamos las condiciones generales de cada colegio que nos había propuesto trabajo o que creíamos que podría hacerlo (en mi caso, China seguía pendiente y me quedaban aún entrevistas con Rumanía y Corea, dos cartas sin jugar que se mostraban interesantes, sobre todo aquella que me permitiría irme a vivir a la vieja Europa, ese lugar que dejaron hace tantos siglos algunos de los de mi sangre). Nos servimos de todas las herramientas puestas a nuestra disposición, revistas, encartes, folletos, propaganda, páginas web y, sobre todo, del programa que tiene la asociación. Es un sistema muy útil, así como les permite a los reclutadores tener la información básica de los postulantes, de la misma manera, les ofrece a los profesores un resumen bastante claro de los paquetes laborales que cada institución ofrece, lo que hace sencilla la investigación.

“Lo que ofrecen es lo que ofrecen”, dijo Jessica cuando en algún momento comenté que a lo mejor lo que estaba escrito en la página era más referencial que real, “recuerda que son contratos estándares, es difícil que una empresa cambie su política por ti” Entonces me acordé de Eddie (por quien estaba en medio de todo esto), él ya me había explicado que, “salvo un interés o una necesidad especial del parte del colegio”, lo que ofrecían era lo que daban y que el margen de negociación era muy limitado. “Los gringos no son como los latinos que se guardan cartas bajo la manga a ver cuánto pides y cuánto pueden ahorrarse, ellos tienen un tarifario y se apegan a él, para bien o para mal”, y era verdad, el “regateo”, esa maravillosa costumbre latina que implica que el vendedor le suba el precio al producto solo para darle al comprador el gusto de “bajarle” el costo, es algo que pocas veces he visto en Norteamérica, donde no faltan “ofertas” y “remates” pero que no dependen de la habilidad de negociación del cliente sino de la voluntad (o necesidad) de la empresa. Así es, el famoso –y a veces odioso– “take it or leave it” de los gringos también aplica para los contratos internacionales.

Mientras inspeccionábamos todas las propuestas Marc encontró el encarte de un colegio que ya lo había entrevistado y que él descartó, “sí, ayer me entrevisté con este colegio que queda en los Emiratos y me lo dijeron, en el Medio Oriente es restringida la oferta de vivienda, por eso los que van solos comparten departamento”. Me pasó el documento y busqué en todas las páginas esa información y hallé que tenía razón. Claramente se leía en el apartado titulado “alojamiento”: “El colegio ofrece un departamento para los matrimonios y un departamento para cada dos profesores que viajen solos, con habitación y baño individual”, pensándolo bien no era tan grave –“baño individual” –, pero ya era un punto débil a tomar en cuenta.

Supongo que cuando uno tiene dieciocho años es fascinante la idea de vivir en un departamento con tus amigos pero, veinte años después, pesan otras consideraciones. La casa es el rincón que uno tiene para hallarse después de una jornada de trabajo, para recomponerse, para encontrar paz y descanso, no importa que sea una mansión o que ocupe solo treinta metros cuadrados, importa que tengas un espacio “tuyo” para recibir a tus amigos o disfrutar de tu soledad, para escuchar música o leer en silencio, para gozar mental, física –y hasta digestivamente– de esa privacidad y de esa intimidad que nos permiten rehacernos, completarnos y ser seres sociables la mayor parte del tiempo.

“Esto es una feria”, completó Marc, “ellos vienen a escoger a los profesores que más les gustan y nosotros también aceptamos la mejor oferta, que te quede claro”; la pragmática visión de mi nuevo amigo de larga cola de caballo, me dejó pensando...

sábado, 5 de abril de 2008

JIS 7

El sábado empezó temprano. Era un día clave; el punto culminante de esta feria, puesto que, realizadas las primeras entrevistas el viernes (y con la lógica de “converso primero con quien más me interesa”), ya varios colegios tendrían esa mañana ofertas para muchos del medio millar de profesores que inundábamos los corredores, las cafeterías y los baños del hotel. Según Sally nos dijo, “a las instituciones se les pide que les otorguen a los postulantes un plazo de 24 horas para que evalúen las propuestas y tomen una decisión”. Sabíamos que la presión iba a ser grande y que “la puja” por contratar a los profesores era una batalla aparte que librarían directores y jefes de personal. Jessica, que todo lo sabe, terminó de explicarlo muy bien: “es el sábado cuando empieza la verdadera tensión, porque el viernes llegamos con la preocupación de conseguir entrevistas y, si las cosas fueron bien, podemos recibir dos o tres ofertas y allí comienza lo más complicado, elegir. Peor es cuando el colegio que realmente te interesa, en París o en Tokio, recién te ha citado el sábado en la tarde y, ese día en la mañana, recibes una tentadora oferta de un colegio que queda en Samarcanda o Tanganica, lugares a donde no has planeado mudarte el próximo semestre, entonces, ¿esperas a riesgo de desaprovechar esta oferta, aceptas con el peligro de perder la soñada oportunidad o te quedas paralizado y sin trabajo?” ¡Pobre Hamlet!

En medio de tanta incertidumbre, al menos una certeza nos alumbraba; así como nosotros estábamos allí porque necesitábamos un trabajo, ellos –los administradores de decenas de colegios alrededor del mundo– también requerían cubrir sus plazas vacantes y no habían viajado hasta Boston para gozar del magnífico y gélido viento invernal de ese fin de semana. Tratamos de ponernos un minuto en los zapatos de “ellos” y entendimos que tampoco tenían al frente su mejor día. Muchos venían desde África o Asia, en vuelos interminables, con tres o cuatro escalas, y en delirantes cambios de husos horarios que los habían hecho “retroceder en el tiempo” diez o doce horas (que luego “perderían” al regreso). Ellos, como nosotros, corrían el mismo riesgo de irse con las manos vacías y sin ningún contrato firmado. Claro, a ellos el presupuesto les permitía ir aún a las próximas tres o cuatro ferias que faltaban celebrarse en otras partes del mundo (aunque la de Boston es la más grande –por eso se dan el trote– y, por ende, es donde hay mayor y mejor oferta de profesores). Sin embargo, igual el tiempo corría en su contra y contra el estricto sentido de planificación de estas instituciones que arman calendarios con un año de anticipación. No era difícil suponer, entonces, que la sola idea de llegar a Budapest, Tailandia, Zimbabue o donde fuera que trabajaran, sin los profesores adecuados, necesarios e indispensables para el inicio de clases del próximo semestre, no debía hacerlos muy felices. Especulábamos, como para no pensar en nuestra propia buena o mala suerte, que regresar de un mes de gira con las manos vacías (y los contratos en blanco) no podía verse muy bien a la hora de dar explicaciones a “la Junta”, que es, a fin de cuentas, la que en estas organizaciones ratifica –o no– a los directivos.

Todo esto lo conversábamos animadamente mientras tomábamos desayuno. La noche anterior acordamos, “los del grupo”, reunirnos a las siete de la mañana en el restaurante del hotel donde se desarrollaba la feria. Jessica fue un reloj y cuando llegué, que fue temprano, ya estaba esperándonos. Al rato bajó Gail, que se hospedaba en el mismo hotel y unos minutos después Maki; ya habíamos tomado el primer jugo de naranja cuando arribó Marc. El hombre traía una cara de sueño impresentable, “¿qué pasó?”, preguntó Jessica y yo “seguro se fue de bares con alguna huésped de su hotel” dije con sorna y todo se rieron. No, no había sido tan divertida la desvelada, la noche anterior sonó la alarma contra incendios de su hotel a las tres de la mañana, alarma que él ignoró soberanamente hasta que un policía, de muy mal humor, arremetió contra su puerta diciéndole que no era un simulacro y que debía “evacuar el edificio”. ¿Qué había sucedido?, ¿un cortocircuito, una bomba, un cigarrillo mal apagado? No, se trató de una falsa alarma encendida por un adolescente adorador de Baco en la impunidad de su borrachera.

Marc nos contaba todo esto mientras reíamos y nos despachábamos un buffet americanísimo (como el colesterol manda y los triglicéridos recomiendan), con toneladas de grasa bien repartida entre los huevos revueltos, el tocino frito, las salchichas y el jamón a la plancha. Tremendo banquete y una anécdota hilarante, relatada con el tono sarcástico de Marc y aderezada con mis comentarios cínicos, nos animaba mientras íbamos especulando mentalmente sobre todo lo que podía suceder en esta jornada “decisiva”. Todos teníamos, al menos, una segunda entrevista con algún colegio y varias “primeras” que nos permitían suponer que las cosas aún andaban bien, que nada estaba escrito y que, como alguien comentó, “la pelota aún está rodando”. Una torre de panqueques, con mucha miel de maple, fueron los últimos y silenciosos testigos de nuestra charla mañanera.

A las ocho nos levantamos de la mesa y fuimos a lavarnos con calma mientras el reloj hacía lo suyo. Cada cual preparó su rol de actividades y se lanzó a la aventura. Yo no tenía apuro, recién a las nueve de la mañana había pactado una reunión con Malasia y, un poco más tarde, con Indonesia. China me había pedido una segunda reunión y acordamos que fuera hacia el mediodía. Después de almuerzo, Rumanía y Corea, cerraban mi lista.

La reunión con Malasia fue formal, simpática pero muy formal, acartonada, llena de fórmulas y convenciones; duró lo que duran estas entrevistas y con un apretón de manos quedamos en “comunicarnos”. Sin mayor aprieto y con el tiempo de sobra, me dirigí al penúltimo piso donde sería mi reunión con Indonesia.

Me recibieron dos señores, muy amables. Se notaba que ya habían hecho su tarea porque sabían perfectamente quién era y cuál era mi experiencia, conversamos de muchas cosas, de mí, de mis anécdotas como profesor, de mi estancia en México, de las nuevas circunstancias que me hacían volver a emigrar. Todo fue muy informal –dentro de la formalidad de la situación–, muy agradable –hasta donde tres desconocidos pueden agradarse– y muy cómodo –hasta donde puede ser cómodo llevar el terno aquel que me disfraza de quien no soy, sentado en un sofá hecho para tallas estándares y no para “extra grandes” como yo–. Media hora transcurrió en un instante y al despedirse –cuando el siguiente entrevistado ya tocaba la puerta– me preguntaron si alguna de las personas que me habían evaluado se hallaba en la feria. Les dije “sí, Carol y Philip”, y les expliqué quiénes eran mientras les daba sus números de habitación. Con una sonrisa y un “estamos en contacto”, se dio por terminada la reunión.

Me encontraba en los corredores del primer piso, esperando mi segunda reunión con el colegio en China, cuando sucedió la primera revelación (todo gracias al buen consejo de Sally, “mantente visible, pasea por las diferentes salas, por los pasillos, cómprate un café donde todos lo compran, más de una vez se ha ofrecido trabajo en un ascensor”).

Mientras yo andaba haciendo cola para comprarme un gaseosa diet, (“de esas que no engordan pero dan cáncer”), se me acercó Alan, uno de los reclutadores más simpáticos con los que había conversado, quien, aunque era director en Chipre, estaba buscando profesor para un colegio de uno de los Emiratos perteneciente a la misma empresa para la que trabaja. Me saludó con mucho afecto, me preguntó “¿cómo van las cosas?” y me dijo “quiero presentarte a alguien”. Abandoné la fila que me llevaba al reino del agua carbonatada y caminé unos pasos hasta las escaleras eléctricas que conducían al restaurante donde había desayunado mientras Alan me informaba: “él es el director de nuestro colegio en los Emiratos para el que estoy buscando un profesor de español, quiero que te conozca”. Esperamos un instante hasta que terminó de despedirse de una señora que lo acribillaba a preguntas y nos acercamos; nos dimos las manos, intercambiamos algunas frases amables, me hizo un par de preguntas y se despidió con la misma cortesía con la que me había saludado. Alan se fue con él pero me dijo: “no te pierdas, que después hablamos”.

Yo volví por mi gaseosa, me encontré con una interesante profesora cubana que también buscaba un puesto “de profesora de español” y me distraje conversando con mi simpática competidora que, como casi todas, abrió enormes sus ojos negros cuando respondí a una de sus preguntas diciéndole “soy escritor”. La conversación con la cubana (divorciada, sin hijos, Nueva York, treinta y dos) terminó cuando el reloj me dijo que ya era hora de mover de nuevo el esqueleto rumbo al piso correspondiente.

Me detuve frente al ascensor pensando en cómo sería esta segunda entrevista con China. Me habían explicado que ser invitado a una segunda reunión con un colegio era magnífico, que generalmente se hacía para profundizar en el conocimiento del probable profesor y que solo citaban a los que tenían “grandes posibilidades”. Eso me animaba; ir al Asia, conocer esa cultura milenaria, la Gran Muralla, las pagodas, los campos de arroz, las grandes ciudades industriales, Pekín y el misterio de ese país con tanta población que, como dicen que dijo alguien, “si todos los chinos se pusieran de acuerdo y patearan el piso a la misma vez, harían temblar el mundo”.

Me hallaba “enmimismado” frente al ascensor, en medio de mi fantasía asiática, cuando Alan se me acercó nuevamente. Llegó con esa sincera sonrisa que le ganó mi respeto, una sonrisa natural, bastante lejana de las otras miles que había visto, tan practicadas, tan impostadas, tan caricaturescas que me recordaban que, finalmente, estábamos vendiendo imágenes para que nos las compraran. Me preguntó si tenía “un minuto” y me llevó a un lado del corredor mientras me explicaba con ese tono paternal que en él se percibía honesto: “quería que conocieras al director porque es con él con quien trabajarías”.

Si se tratara de una película, ese hubiera sido el momento preciso para poner la música de suspenso, sin embargo, el silencio que nos rodeó fue suficiente. Por tres segundos lo miré con la cara incrédula del náufrago que no sabe si eso que ve en el horizonte es la isla que lo va a salvar de los tiburones o un pedazo de madera que la distancia y la fatiga convierten en una falsa y cruel esperanza. Alan sonrió comprensivo y agregó, por si acaso las dudas no me dejaran entender lo que sucedía: “te estoy ofreciendo la posición de profesor”.

Cuál habrá sido mi gesto que me dijo, “tómalo con calma, medítalo, y en la tarde conversamos, ¿seguramente debes tener varias citas más?”. Le conté las reuniones que me quedaban, hizo unos cálculos mentales y disparó: “perfecto, no hay apuro, te espero a las seis y media, allí te haré la oferta económica y te daré los detalles del colegio, mientras tanto, anda pensando en la posibilidad de irte a vivir a los Emiratos”.