domingo, 6 de enero de 2008

LIMA ENGORDA

Visitar Lima es condenarse a subir de peso; cualquiera que haya pisado la tres veces coronada villa sabrá que tengo razón. Yo me anduve cuidando (bueno, anduve manteniendo mi sobrepeso habitual) hasta que el destino me regresó, por dos semanas, a los parques de la infancia, a las calles de la adolescencia y a los restaurantes de toda la vida.

Lo primero que debe hacer uno al llegar a Lima es comerse un pollo a la brasa con muchas papas fritas con mayonesa y una generosa porción de palta (el aguacate de los mexicanos), todo eso debe estar acompañado de una Inka Kola bien helada (diet, para los que queremos conservar la línea) o una jarra de chicha morada (delicia del maíz morado hervido con cáscara de piña). Claro, para comer pollos hay para escoger, desde las más socorridas pollerías de barrio (como el Memphis en Aviación) hasta la ahora internacional cadena del Pardo´s Chicken, pasando por La Granja del Abuelo (donde puedes disfrutar, de paso, del inolvidable “choclito” José Antonio). Claro que si el asunto es por volumen y se trata de retar el vientre, bien pueden disfrutarse todos los pollos que el cuerpo aguante en la clásica Granja Azul o en el más reciente El Pillo, ambos a las afueras de la ciudad (imperdibles los anticuchitos de hígado de pollo con mayonesa). Para los nostálgicos, nada como un pollo del Rancho o del Pollón, esos decanos.

Tampoco es posible pasar por Lima sin comerse un ceviche, unas conchitas a la parmesana, una jalea, un chicharrón de calamares o una corvina a la chorrillana. Cevicherías hay muchas; la mejor, para mí, no sólo por la comida sino porque la sazón y la atención de Paola son memorables, era El Gato que, liquidadas sus siete vidas, ha pasado al recuerdo; creo que esa fue mi gran ausencia esta vez. Sin embargo, tenemos otras, desde las de más “producidas” como Pescados Capitales, La Mar o El Segundo Muelle (la mejor, sin duda, es Costanera 700, donde te puedes comer una chita a la sal que se deshace en la boca acompañada de un chaufa de pescado inimitable), hasta las más populares y típicas como Punto Azul, El Limón o Punta Arenas. Cualquier limeño que se respete conoce una cevichería, “la cevichería”, ese lugar fabuloso donde se prepara “el mejor ceviche de Lima”, a decir de los parroquianos.

Pisar el Perú y no comerse un chifa es un delito (y si no lo es debiera tipificarse). No hay lugar en el mundo donde la comida china sea mejor, ni en China. El acriollamiento de las costumbres culinarias que trajeron los coolíes cuando fueron engañados y esclavizados por los hacendados en el siglo XIX, dio como resultado una mezcla fenomenal en la que se funden tradiciones asiáticas, africanas e indígenas en un alimento único por su variedad, por sus aromas y gustos. Chifas hay miles y el mejor es el del barrio de nuestra infancia, el que estaba junto “al chino de la esquina” (la bodeguita socorrida), ese con media docena de mesas siempre abarrotadas, cocina de dudosa pulcritud y utensilios grasientos donde la inmensa sartén (el wok) jamás ha sido lavada y guarda allí, en medio de los refritos pegoteados, el secreto de un sabor inconfundible e inigualable. Un arroz chaufa, unos wantanes fritos, una gallina tipakay, un pollo chijaukay, un chancho al ajo, un pato pekinés o una deliciosa tortilla de verduras, elevan al más distraído al sétimo cielo. Si bien el mejor es que mejor conocemos, hay muy buenos como el Wa Lok, el Salón Capón, el Tití, el de Charito (en la cuarenta de Paseo de la República) o el que está en la avenida El Polo, cuyo nombre jamás supe. Si se quiere ser más exclusivo y excluyente bien se puede ir al O-mei, al final de la Javier Prado (el pato pekinés allí es soberbio), jamás defraudará.

Si de comida criolla se trata hay lugares tan célebres como el José Antonio, el Señorío de Sulco o Las Brujas de Cachiche, aunque para tales menesteres sean mejores los “huecos”, los restaurantes de la gente de a pie que abundan en el centro o en las zonas más típicas, esos lugares con media docena de mesas que se las arreglan para atender infinidades de clientes que van hasta Barrios Altos, La Victoria o el Rímac, solo por su sazón. Siempre quedan, ahora renacidos, los kioskos del Estadio Nacional donde las anticucheras lo esperan a uno para preparar los chinchulíes, el anticucho, la papita dorada, todo con su ají con huacatay y su chicha. Y, claro, de postre, impostergables, insuperables, infinitos, unos picarones magníficamente bañados en la más dulce miel de chancaca.

Si es cierto que para comer buenas carnes hay que irse hasta Argentina, también es verdad que El Hornero da la pelea honrosamente. Allí también La Carreta y El Rincón Gaucho, aunque ninguna, ninguna se compara a las parrillas que hacía Carlitos achicharrándose el estómago mientras Ricardo, Luigi, Alberto, Mario, Manuel, yo, conversábamos, una vez más, de las cuchucientas mil veces repetidas anécdotas del colegio.

La mejor pasta que he comido fueron los tallarines verdes (al pesto) que preparaba mi madre pero, ahora sin ella, hay que ir a La Trattoria di Mambrino, lugar imperdible donde los dueños (Sandra y Hugo) atienden de maravillas (aunque Hugo no perderá la ocasión de hacerte brindar con un vino “buenísimo” y caro, no importa, los ravioles rellenos de camote justifican la cuenta). Donatello (en la Encalada) es un clásico y allí, Rosa María y Lalo, hacen pasar a sus clientes momentos extraordinarios con platos de antología. Sin embargo, también hay otros lugares célebres como el San Seferino o Don Vito (del cual huimos alguna vez mis amigos y yo en la adolescencia cuando vimos los precios y nuestras magras propinas no alcanzaban para ese lujo). Si de Pizzas se trata, está el inolvidable Don Rosalino, que de la siempre socorrida y polémica “calle de las Pizzas” se mudó a República de Panamá; o, más de postín, se pueden probar las novedades de Antica o la deliciosa pizza “al pesto” de La Linterna (junto con una fresca ensalada de berros).

Para visitar cafeterías también Lima tiene lo suyo. Mi favorita es el Café-Café, donde me siento como en mi casa y donde Alberto está siempre dispuesto a satisfacer a los molestos clientes (como yo) con los platos que se nos antojan (estén o no en la carta). Después, tenemos La Baguette, con un pan delicioso, y La Bomboniere, con una canastilla de sanguchitos para el lonche que son un pecado. Ahora hay tantas y tan buenas que en la carrera de las cafeterías no se quedan muy atrás ni la San Antonio (el milhojas de fresas con crema chantilly) ni Bocatta (sus helados), ni Delicass (sus desayunos), ni Tanta (con platos tan exquisitos que ellos podrían alegar que son un restaurante, o si no me remito a los anticuchos shuller o al lomo saltado). Claro que si se trata de una exquisitez, de una rareza, de darse una molestia por algo singular, es imposible dejar de ir a comer los dulces incomparables (torta de profiteroles, relámpago de lúcuma) de Italo, allá, medio perdido, en Magdalena (en febrero no atiende). No sé si aún seguirá Lucho en San Miguel, una esquina cualquiera a dos cuadras del parque de la medialuna, pero la crema volteada de allí, servida por la incomparable Dorita, no tenía competencia.

Para sánguches, La Rueda (siempre que los prepare Zósimo –hay que decirle que somos recomendados “de pepito”-) o El Peruanito en Miraflores o Macarios en Surco o el Palermo (donde también hay una leche asada muy buena, como las de antaño). La novedad es un lugar moderno llamado Pasquale Hermanos (pasé por allí y me comí un pan con chicharrón, pero aún está lejos del sabor de los de Mala; es que eso de “sánguches medio gourmet” no me convence, es como comer pollo a la brasa con cubiertos de plata cuando todos sabemos que se disfrutan mejor apeándose, con la mano). Si le exijo a mi memoria, recordaré que los mejores sánguches que probé alguna vez fueron los de esa esquina en el Centro de Lima, cerca del jirón Quilca, donde iba con mi papá (diabético precavido) cada cuatro o seis meses a hacernos (y hacerse) exámenes de sangre con el doctor Ordoñez (el sánguche era el premio por la mañana de ayuno y el lugar tenía un encanto especial, siempre lleno, siempre apurados los que atendían en la barra, esa barra donde uno pedía y pagaba y comía acomodándose donde pudiera teniendo de telón de fondo un mostrador donde se hallaban expuestos, con sus carnes doradas, docenas de pavos horneados, jugosos y listos para ser tasajeados por el sanguchero). Eso sí, si se trata de acompañar el sánguche de los más deliciosos jugos de frutas que jamás se han hecho en Lima, no se puede dejar de ir a Las Delicias a tomarse un celestial jugo de mandarina con granadilla acompañado de un sánguche de lomito con palta o a disfrutar un sánguche de pollo y mayonesa maridado con un jugo de lúcuma bien frío.

Ah, ¡la lúcuma! Si algo tiene Lima que nadie más tiene, es una oferta interminable de helados de lúcuma, esa fruta sagrada que crece en el Perú y en el norte de Chile, esa fruta única, de sabor inconfundible y radical que solo acepta fanáticos irrecuperables como yo. Antes que cualquier otro, un helado D`Onofrio de lúcuma (que no tiene nada que ver con el sabor original de la fruta pero que es el gusto con el que crecimos todos los peruanos que asaltábamos la carretilla del heladero que pasaba por nuestras calles y parques haciendo sonar esa inconfundible bocina), y luego, claro, podemos ir a una de esas heladerías maravillosas que hay en la ciudad. ¿Las mejores?, el Quatro D y Laritza. No obstante, es necesario dejar claro que nadie ha comido un verdadero helado de lúcuma si es que no ha pasado por el kilómetro sesentaitantos de la carretera al sur y ha parado en Chilca, junto a ese kiosquito que dice “Helados Ovni”, tan deliciosos que solo pueden competir con el nostálgico zambito de lúcuma del TipTop (donde también es imprescindible comerse una tiptorella acompañada de un milshake de lúcuma).

En fin, Lima engorda, deliciosamente, pero engorda. Y eso que no he pasado por los restaurantes “gourmet” y los de “cinco tenedores” que ahora abundan en la ciudad y que han convertido a la antigua capital del virreinato del Perú en uno de los destinos gastronómicos más importantes del mundo.