domingo, 27 de abril de 2008

CONDESA

Si tuviera que emigrar nuevamente a México –el que abandonaré indefectiblemente en cuatro semanas– viviría, sin pensarlo dos veces, en Condesa.

Cuando mis circunstancias (sí, esas que varían tanto como una adolescente indecisa) me obligaron a buscar un lugar donde depositar mi humanidad y seis maletas con mi ropa y cuatro docenas de libros, recorrí media ciudad buscando el lugar ideal para mudarme (primer error, el “lugar ideal” no existe, es tan solo una pretensión de nuestra mente, pretensión inútil pero indispensable, como el amor, la felicidad o la vida eterna).

Revisé decenas o cientos de avisos económico, hice tantas llamadas que me irrité la oreja y recorrí las calles y avenidas de México en los horarios más tortuosos y procesionales que pueda uno imaginarse. Para empezar, mis circunstancias (de nuevo) atentaban contra mí, un sujeto que quiere alquilar un departamento por cinco meses se ve sospechoso, poco rentable y molesto, no es raro que pronto las negativas empezaran a sucederse. Luego, hallar un lugar espacioso pero no inmenso, cómodo pero no lujoso, pequeño pero claustrofóbico, se convierte en un vía crucis, por lo que, entre los “no” de los que nunca fueron mis caseros y los “no” míos, el resultado fue un desastre. Finalmente, algo más parecido a la desesperación que a una epifanía me llevó a revisar mis anotaciones y llamar nuevamente al hotel que había descartado por esa propaganda estrambótica (“su hogar lejos de casa”) y porque sus tarifas eran una evidente amenaza contra mi presupuesto.

Experto ya en la lectura de los avisos que aparecen en los diarios y en Internet (donde un “estacionamiento garantizado” era “el espacio que encuentres en la calle” y un “baño completo” una ducha infame debajo de una escalera) no me sorprendió que el bar y el gimnasio solo estuvieran en la imaginación del redactor ni que los amables empleados efectivamente fueran “fluidos en dos idiomas”, español y mexicano... Nada de eso fue importante, el lugar estaba limpio, había sido remodelado hacía relativamente poco, los muebles se hallaban bastante bien y la “suite junior” tenía el suficiente espacio para que diez pasos separaran la mesa de la cama “King” que se ofrecía generosa. Haber conocido a Josefina que no solo se encargaba de la limpieza sino con quien negocié amablemente el lavado de mi ropa fue la última razón que necesitaba para decidirme.

Hasta ese momento Condesa era para mí un barrio absolutamente desconocido del cual había escuchado mil cosas (cantinas, restaurantes, bohemia, vida nocturna) pero a donde solo había ido dos veces; la primera, a un bar medio snob en el techo de un viejo hotel reciclado donde ni el sushi ni la atención justificaban el monto de una factura que canceló la dorada tarjeta corporativa de uno de los comensales (¡tiempos aquellos!) y, la segunda, a una sala-bar donde fui a deleitarme escuchando la voz de Rejas, mi alumna, uno de los pocos nombres que me llevaré en la alforja de los recuerdos mexicanos.

En ambas ocasiones ir había sido poco menos que una aventura, las calles y parques y avenidas se cruzaban sin aparente orden, hacían círculos extraños y extraviaban al novato; cada vez, tres o cuatro vueltas fueron necesarias para encontrar los respectivos locales. Además, estacionar es imposible y debes someterte a la buena voluntad (y a la tarifa) de los valet parking, toda una institución en México. Por eso, decidirme por ese barrio (con la poca información con la que contaba) fue poco más que un tiro al aire que, para mi suerte, dio en el blanco del único pato que sobrevolaba el lugar.

Muy pronto descubrí que Condesa es para caminarla, así que decidí recuperar ese hábito que tenía extraviado en mi flojera. Me empeñé en fatigar las calles, como decía Borges, lanzándome, sin más guía que un par de puntos referenciales y algo de sentido común, a recorrer cada cuadra, cada espacio, cada parque, entrando en cada tienda, en cada café, saludando y preguntando, dejando que la amabilidad inalienable de los mexicanos guiaran los pasos del extranjero extraviado en mitad de las calles amigables y hermosas de un barrio que, aunque Mario diga que no, me pareció su Barranco o mi viejo y decadente Miraflores de la adolescencia. Un espacio viejo pero no definitivamente envejecido, porque junto a las señoras solitarias que pasean a sus perros y a los señores solos que se toman un café melancólico en el mismo lugar de siempre, también coexiste una multitud de parejas jóvenes con niños sobre excitados por el exceso de azúcar en la sangre que deambulan por los jardines histéricamente felices (nada es perfecto), y también se ve, como quien ve una aparición, a decenas de muchachas corriendo en apretados pantalones (para alegrarnos más y engordar menos) por un parque inmenso que no solo tiene el natural decorado de árboles centenarios sino que cuenta con una provisión incansable de vendedores ambulantes que ofrecen desde un jugo de frutas recién torturadas hasta una grasienta y deliciosa porción de papas fritas.

Pero lo que me enamoró de Condesa no fueron sus parques ni sus calles tomadas por modernos bares, cafeterías y restaurantes que no se dan abasto porque lucen abarrotados permanentemente por esa clase media mexicana que puede gastarse entre diez y cuarenta dólares sin poner en riesgo el presupuesto familiar. No, lo que me enamoró de Condesa fueron las cuatro o cinco calles que rodean el hotel donde vivo (cuyos habitantes –hasta donde he visto y hasta donde el conserje me ha contado– forman una fauna variopinta que va desde el empresario sexagenario que lo usa de refugio hasta la modosita –y extranjera– prostituta de alto vuelo que establece aquí casa en los meses que permanece en la ciudad y, al medio, trabajadores temporales, estudiantes provincianos, emigrantes buscando casa, parejitas discretas y hasta una noble anciana que ha decidido pasar sus últimos días en bata y ruleros compartiendo su habitación con recuerdos y fantasmas).

Alrededor de “mi casa” es posible hallar una carnicería (de esas de barrio que solo venden carne y no pretenden comportarse como supermercados –y cuyos servicios jamás usaré porque no cocino–), una academia de flamenco (en la que me inscribiría sólo por compartir “el tablao” con las mujeres, arrogantes y estilizadas, cuyas siluetas, que se ven detrás de las cortinas, con ese gesto y ese desplante con el que me imagino a todas las gitanas), una panadería pretenciosa (que no solo huele a delicioso pan caliente sino que también tiene una bodeguita y hasta un horno de donde salen unos pollos dignos de ser mencionados y a cuya puerta –de la panadería, no del horno– se colocan vendedores que ofrecen paltas inolvidables, tacos al paso, chicharrón crocante, y salsas y aderezos “caseros” que no he probado pero que las señoras del barrio compran en cantidades industriales), una farmacia medianamente desabastecida (que aún atiende el dueño que, como es de rigor, es viejo y malhumorado y siempre está limpiando los vidrios en el inútil empeño de mejorar su imagen), una tienda de alquiler de películas (a las que no puedo acceder porque no tengo un recibo de luz y la fronteriza del escaparate no comprende el “vivo en un hotel, señorita”), un “salón de belleza (que siempre veo vacío), una heladería (que, como todas las heladerías de México, se llama “la michoacana”), un restaurante de lujo (que me dicen –los muchachos del valet parking a los que siempre saludo– que tiene como especialidad el pato, que a mí me encanta, y al cual me he prometido invitarme antes de que mayo termine y con él mi temporada mexicana), una librería de viejo (colmada de libros usados, llena de estantes y repisas donde descansa la sabiduría de la humanidad a precio de oferta, a la que a veces entro solo por recordar el aroma combinado de la madera, el cartón de las carátulas y las hojas gastadas y manoseadas de los miles de volúmenes que allí reposan), dos cafeterías (una, moderna y aparentemente cómoda, a la que nadie va, y la otra, con muebles viejos y rígidas sillas de madera, que siempre está llena), una chocolatería (que prepara un delicioso chocolate caliente que resulta soberbio acompañado de una torta del mismo sabor y de proporciones homéricas cuyo único defecto es el montón de pecanas ralladas con las que debo lidiar por un buen rato antes de librar tal manjar de un adorno prescindible y molesto), un centro de “spinning” (cuyos horarios antojadizos se cruzan –felizmente– con los míos), un centro de terapia adelgazante (donde la promotora me mira con ojos golosos desde su mostrador y no porque la tiente mi esbelta figura sino por la jugosa comisión que implicaría un contrato para bajarme de peso), dos gasolineras (una que jamás he usado y otra cuya única virtud es mi apego rutinario a las más pedestres costumbres), un restaurante de mariscos (al que nunca iría por el absurdo pero tenaz prejuicio de que México se halla “muy lejos del mar”), uno de comida japonesa (que no me tienta) y otro de pastas (al que no he entrado porque siempre está lleno y yo me resisto sistemáticamente a hacer colas por un trauma juvenil que me dejó el presidente García en su primer mandato, donde la escasez y el desabastecimiento crecieron simétricamente con la corrupción).

Eso es todo. Amo Condesa porque me recuerda los lugares de mi adolescencia, los rumbos de mis primeros años. Amo Condesa porque conserva la serenidad de los barrios viejos iluminada por la vitalidad de sus inquilinos jóvenes. Los más conservadores se quejan de la proliferación de los locales comerciales, del tráfico cada día más complicado, de los edificios que se levantan sobre los cadáveres de viejas casas que albergaron familias que el tiempo deshizo, de los bares y de la música, de los planes para construir más estacionamientos y de las intenciones oscuras de cerrar algunas avenidas en beneficio de los comerciantes.

Puede ser que los apocalípticos tengan razón, puede ser que esa tradicional Condesa esté muriendo, pero jamás he visto un decaimiento más florido. Jamás, como ahora, he regresado a esos parques y a esas calles donde latió mi infancia, donde creí en los sueños, donde también fui niño.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Jose Luis, felicitaciones nuevamente...espero que hayas paseado por parque Mexico o parque Espana.
Sabias que CONDESA fue fundada en 1902 y que está situada en terrenos de una antigua hacienda, que tuvo sus orígenes en la contemplación de construir dos hipódromos, uno por el Jockey Club y, el otro por el Club Hípico Alemán. El primero inaugurado en presencia de Porfirio Díaz; el segundo jamás llego a realizarse por motivos hasta hoy, desconocidos
Hoy sólo queda el trazo de lo que fuera su pista con forma elíptica, en la avenida Ámsterdam.

José Luis Mejía dijo...

Querido Miguel, no sabía que conocieras tan bien Condesa, ¿viviste acá? No tenía la menor idea de la razón de ser de una calle circular como Ámsterdam (es decir, el sábado que me la caminé completa me di una vuelta a la pista de carreras), sospechaba que había habido un hipódromo (nunca se me ocurrió que pudieran haber planeado dos) porque una colonia al lado se llama, justamente, "Hipódromo". Los dos parques, España y México, se merecen una crónica aparte, cada fin de semana son de fiesta, solo ayer vi una feria de libro en el España y el México, que atravesé el sábado para comerme unas carnes en un restaurante "de espadas" (tipo rodizio), estaba lleno de familia, perros, bicicletas y corredores.

Mexicantina dijo...

José Luis, ¡Felicidades por tu entrada y gracias por esos ojos que ven lo ajeno con envidiable belleza!
Soy una mexicana exiliada voluntariamente en Buenos Aires y me encantó recordar "mi" Condesa a través de tus ojos... ¡cuántas tardes me dediqué, como tu, a buscar un alojamiento en esa colonia! Por cierto que no lo logré, pero conocí otra colonia igualmente mágica, La Roma, te recomiendo que, si tienes tiempo antes de voler, te des una vuelta, no está lejos de la Condesa y también es maravillosa.

Mexicantina dijo...

José Luis, ¡felicidades por tu entrada y por tu mirada sobre algo ajena llena de tanta belleza!
Soy una mexicana exiliada voluntariamente en Buenos Aires y a través de tus ojos pude recordar "mi" adorada Condesa, ¡cuántas tardes me dediqué, como tú, a conseguir un alojamiento en esa colonia! Cosa que no logré, pero afortunadamente conocí otra colonia igual de hermosa e intrigante: la Roma.
Si te queda tiempo antes de partir te recomiendo que te des una vuelta por la Roma, está cerca de la Condesa: parque Río de Janeiro, mercado Medellín, parque del Centro Médico... ¡tiene tantas cosas por ver!
Felicidades nuevamente

José Luis Mejía dijo...

Mexicantina, mil gracias por tus comentarios y consejos. De hecho, conozco Roma y he paseado por esas calles, justo hace una semana me recorrí toda la avenida Medellín porque fui a visitar el mercado. Resulta que hay un puesto, justo al centro, donde venden productos de muchas partes de América (Cuba, Colombia, Perú) y me fui a comprar un "Sublime" y a tomar una "Inka Kola", el chocolate y la gaseosa que cualquier peruano en el extranjero extraña infinitamente. Entré, hace unos momentos, a tu blog, y vi la primera entrada, espero tus impresiones sobre BAries, una ciudad maravillosa que he visitado algunas veces.
Saludos,
JL

callenep dijo...

José Luis, hermosa descripción de mi barrio, carajo. Casi he sentido el olor de la panadería, y sí vi los libros de La Torre de Lulio, a menos que haya otra librería de viejo en la zona ahora.

Te escribo desde Lima. Soy un mexicano autoexiliado en Miraflores. Y soy también, editor en busca de autores con obra para niños o jóvenes (espero que esto último te llegue a interesar).

Solo hay algo que yo te pediría. Como mexicano, al llegar al Perú evitaba establecer el artículo que precede al nombre de este maravilloso país. "Voy a Perú", "gana Perú", "se da en Perú", eran frases que me salían y que todo el mundo protestaba por la falta de artículo.

Me pasa lo mismo con "la" Condesa. La: colonia Condesa; exhacienda de la Condesa. Tonto preciosismo, pero cómo lo extraño.

Saludos,

Carlos Maza

José Luis Mejía dijo...

Hola Carlos, gracias por tus líneas y gracias por leerme. Te juro que no sé el nombre de la librería, está ubicada en Mazatlán, muy cerca de la esquina con Juan de la Barrera (en la esquina misma están el "spinning" y el "centro de adelgazamiento"). Cruzando la calle se halla el restaurante polaco donde dicen que venden unos patos divinos (espero visitarlo antes de partir) y a solo diez o quince metros se levanta el edificio donde vivo.
Con relación al artículo, sucede que en muchas partes he leído "Condesa" y por eso lo suprimí, mi primera reacción fue anteponérselo porque, como bien dices yo soy "del Perú", yo "amo al Perú", tú ahora vives en "el Perú"; te comprendo perfectamente. Sencillamente asumí, por la forma en que todos se refieren al lugar, que se trataba de "Condesa" y no de "la Condesa", como ahora bien me lo aclaras. Gracias por eso.
¿Así que hemos llevado rumbos simétricamente opuestos? La casa de mis padres, donde aún viven mis hermanas, queda en Miraflores. Así que tú fuiste de la Condesa a Miraflores y yo de Miraflores a la Condesa, ¿será asunto del equilibrio del universo?
Un abrazo y disfruta del malecón y de esas calles maravillosas que extraño aún bajo el amparo solidario y amable de México, los mexicanos y este barrio tan hermoso que es la Condesa.
Saludos,
JL

lapaupachica dijo...

después de años tal vez de haber recibido como ametralladora las primeras partes de tus posts, por fin entro... (no te culpo, o me suscribí o recibí tus primeros furores masivos cuando querías empezar a difundir tu blog...) será seguro que es que ahora yo también tengo un blog... me gusta lo que escribes de la condesa, eres un cronista total... conozco mexico, pues mi hermana vivió 5 años allá, en diferentes estados... no recuerdo el nombre de la colonia donde vivía... pero esa la condesa suena molto bene, yo también me daría un salto... soy miraflorina autoexilada a barranco desde hace 3 meses, acá hay más vida de barrio y casas más lindas ahora que miraflores se empieza a ver cada vez más como un gran edificio... seguro seguiré entrando ahora que ya te conozco más de cerca... hasta la vista

José Luis Mejía dijo...

Gracias Lapaupachica por los coemntarios. Es verdad, muchas veces llegamos a alguien o a sus escritos compulsivamente, como ese escritor cuya novela nos obliga a ñeer el preofesor en secundaria y que, no se sabe cómo, termina gustándonos después que lo odiamos porque no nos dejó salir el sábado en la tarde al cine porque el lunes era el control de lectura y no había un resumen en Internet. Gracias por leerme, gracias por tus comentarios. Mi exilio es solo un poco más largo, pero comprendo el tuyo, en mi juventud fui un deambulante exiliado de distritos limeños, de Miraflores a Surco, de Surco a San Miguel y, después, como el eterno retorno, de San Migue de nuevo a Miraflores. Allí murieron mis padres y mi exilio se hizo más largo. Gracias y saludos.
JL

George dijo...

encontrar casa es medio complicado.... estoy con esa idea desde hace unos meses, y creo que lo postergaré un poco más...