lunes, 17 de marzo de 2008

JIS 4

El procedimiento para obtener una entrevista con uno de los reclutadores es muy sencillo y deja de lado cualquier modernidad tecnológica. Me explico, uno llega a las siete de la mañana al hotel (muchos se alojaban allí, otros estábamos en uno cercano, algunos, como Jessica, se pasaron la noche en casa de algún pariente y otros pocos, como Marc, habían rechazado los grandes hoteles de los alrededores y se alojaban en hoteles más tradicionales en el centro de Boston) y se pasea por el gran salón donde ya a esa hora se han colocado infinidad de mesas detrás de las cuales –pegados en la pared– se hallan grandes papeles en los que cada colegio se identifica y declara cuáles son los profesores que necesita ("no hay más lista actualizada que ésta, todo lo de Internet es obsoleto frente a esta información", me explicaba Jessica, con quien me encontré en la puerta del hotel y quien, como yo, estaba en el grupo de los madrugadores).

Cuando el bus de las 6:45 nos dejó, aún no eran las siete. Sin embargo, la fila de los impacientes insomnes que esperaban ya tendría unas cincuenta personas; eso no era nada, en unos minutos más seríamos quinientos. Se abrieron las puertas del salón e ingresamos. La gente se desplazaba desordenadamente, como tratando de ubicar presurosa los colegios que se encontraban en la cima de sus preferencias (como yo no tenía, en estas nuevas circunstancias que he declarado, más pretensión que obtener un trabajo, miraba indiferente el apuro de los demás y avanzaba pausado por el amplio ambiente saturado de profesores vestidos con sus mejores telas –lo que no deja de ser una ficción, porque así no se imparten las clases, salvo algún colegio demasiado tradicionalista y conservador, más inglés que norteamericano–).

Caminaba al lado de Jessica quien, de pronto, sacó de la cartera ese block que no la abandonaba y empezó a escribir con la dedicación que suele hacer las cosas. "¿Qué anotas?", pregunté curioso, "hago una lista de los colegios que necesitan profesores de música, la comparo con la que ya tengo, borro los que ya no tienen vacantes, agrego los que tienen nuevas vacantes, y hago un mapa del salón para saber a dónde debo dirigirme primero". Sí, así es ella, en ese momento no supe si envidiarla o agradecer a mis genes por el caos bohemio que me ampara. Frente a esta muchacha tan ordenada, tan previsora, tan lista para salir airosa del trance que se avecinaba, me encontré arrastrando –sin demasiada atención– la mochila donde iban mi computadora (probablemente el único bien material al que hoy el guardo cierto aprecio, salvo que tomemos en cuenta mi ropa extra grande que solo hallo en algunas ciudades del mundo donde la obesidad no es una mala palabra sino un buen negocio), las veinte copias de mi currículum y algunos ejemplares de los libros que me han publicado (estos como un as bajo la manga porque los escritores, quién sabe por qué, tenemos cierta impunidad laboral y cierto prestigio social). "¿No vas a anotar?", me preguntó cuando ya terminábamos de dar la vuelta al lugar y yo la miré con los mismos ojos de incertidumbre con los que veo cada vez que no sé algo y que despiertan no sé qué oculto instinto materno en las mujeres; "vamos, yo te anoto", me dijo la bella, joven y amable maestra de música y recorrimos nuevamente el espacio repleto de profesores y profesoras que no lograban ocultar su nerviosismo debajo de sus camisas recién planchadas y sus decentísimas faldas debajo de las rodillas.

A las ocho ingresaron los reclutadores. Se colocaran en sus mesas. Empezó el baile. Frente a la zona destinada a cada colegio se fueron formando filas –unas largas y otras cortas, dependiendo de quién sabe qué acto de selección y discriminación que los postulantes entendían de perlas y que para mí sigue siendo tan misterioso y fascinante como la fe, el amor y un helado servido justo en la mitad del invierno–. Ante las mesas donde los reclutadores coordinaban febrilmente sus citas, desfilaban uno por uno los aspirantes. Los directivos de las instituciones tenían un minuto o dos, para verificar si te conocían (si ya les habías escrito previamente) o para darle una mirada, a vuelo de pájaro, al currículum que les entregabas. Leían, te veían, te escrutaban unos instantes con la experiencia de los que llevan años "leyendo" a las personas en pocos segundos, conversaban dos o tres palabras entre ellos y te daban una cita o te decían "lo siento, no es lo que estamos buscando" o acudían al "en este momento no tengo espacio libre para dar citas, pero déjeme su hoja de vida y si se presenta la ocasión nos comunicamos con usted", una frase vacía, pero llena de esperanza (claro, hay variaciones, en la mesa de Rusia, por ejemplo, una amabilísima mujer me dijo "tienes la experiencia que necesitamos y me encantaría contratarte, pero en la República Rusa, por cuestiones de visa, solo contratamos norteamericanos e ingleses", ni modo).

Así pasaron dos horas. A las diez vaciaron el salón, cambiaron los papeles, pusieron otros de otros colegios con nuevas vacantes y, nuevamente, empezó la segunda ronda de la cacería de una cita que pudiera ser la promesa de un trabajo en algún rincón del mundo. Con tantos colegios participantes y más de medio millar de candidatos, no había lugar en el hotel donde pudiéramos estar todos juntos, por eso la división.

Haciendo uso del plano que la amabilidad de Jessica me había dibujado, me dirigí a las mesas que buscaban profesores de castellano y elegí, primero, las filas más cortas (ya Sally lo había advertido "no desprecien un colegio porque no sepan dónde queda o les suene un lugar muy lejano o les cause temor no saber nada de esa región, todas las instituciones que participan en esta feria han sido verificadas por la Asociación y son extraordinarios lugares para trabajar") y, una vez que había asegurado algunas entrevistas, hice las colas más largas (generalmente en colegios muy grandes con mucha oferta de trabajo). El trámite fue sencillo y expeditivo; esas primeras horas pasaron feroces.

A las doce del día se dio por concluida esa etapa. Los reclutadores se levantaron y se marcharon a sus habitaciones, convertidas en improvisadas oficinas, donde entablarían decenas de conversaciones con decenas de desconocidos a los que, con las preguntas precisas, con la experiencia acumulada, con el ojo acostumbrado a "leer" a las personas más allá de sus papeles y recomendaciones, con todo lo aprendido en años de trabajo como administradores, tendrían que discriminar en un "este sí me interesa, éste no" a todos los profesores que con nuestros mejores trajes y nuestras mejores sonrisas nos presentábamos como "la opción", como la mejor elección en ese mar de centenas de maestros buscando trabajo.

Concluida la primera parte del proceso todos estábamos allí, con nuestras pocas o muchas entrevistas pactadas, listos para empezar. Las citas que había logrado pactar serían todas mis citas posibles (aunque al día siguiente se abrió una especie de "última opción" donde los colegios que aún no contrataban, daban una nueva ocasión para conseguir una entrevista para el sábado en la tarde o el domingo en la mañana; fui por curiosidad, realmente eran pocas las oportunidades de trabajo que quedaban, aunque en el tema de las oportunidades sabemos que –como en la lotería– basta con una, si es la premiada).

Yo obtuve nueve citas (tres de las cuales habían sido pactadas con anterioridad con los benditos mensajitos que te dejaban en el folder y que solo se reconfirmaron allí; por ejemplo, un reclutador de un colegio en China, me vio en la fila, me llamó y me dijo "sabes que estamos interesados en ti, ¿nos vemos a las dos?", y eso fue todo); Jessica consiguió quince; Marc, con quien luego nos encontramos y quien tenía muy claro a dónde quería ir y a dónde no, tenía pactadas un poco más de media docena de reuniones (buenos números, porque después supe de otros que solo consiguieron tres o cuatro).

Terminada la primera función uno se halla con un montón de papeles en la mano y las promesas de "a tal hora conversamos", con su riesgo de nada y de silencio, con sus angustias previas, sus nervios, su espera, su andar por los pasillos dando vueltas, su reloj consumiendo el tiempo y la entereza, sus idas y venidas, sus personas que suben y bajan por las escaleras o los ascensores con cara de "este trabajo es mío" o, a la vuelta, con esa expresión imprecisa de "¿me habrá ido bien?". Las "ratos libres" son odiosos, el tiempo entre entrevista y entrevista es una especie de hoyo negro del que todos huyen revisando nuevamente folletos, encartes, propaganda, buscando en Internet (que a mí se me asemeja a ese árbol de la sabiduría del Bien y del Mal del que leí en las viejas leyendas de la religión en la que me criaron mis padres), buscando información, buscando detalles, buscando experiencias previas, buscando los mapas o las fotos de las ciudades donde están los colegios a los que se aspira como si "ver" ese mundo sirviera para hacerse una idea del futuro.

Así el compás de espera empezaba a desesperar, con el minutero que no avanza o que avanza muy rápido, con su no saber, con su expectativa, con la urgencia de sostener la compostura y no dejarse ganar por la humanísima tentación de salir corriendo…

No hay comentarios.: