martes, 4 de marzo de 2008

JIS 2

Si es cierto que detesto los vuelos, es más cierto que los trasbordos avivan mi neurosis, el corre-que-se-va-el-avión me genera angustia y, sobre todo, cansancio. Soy gordo, no corro. Camino despacio, voy con calma, me molesta que me apuren. Ni modo, era el pasaje más adecuado (por hora y precio), así que a respirar hondo. Llegar a los Estados Unidos, si uno tiene los papeles en regla, se me antoja más fácil que irse. En la decena de veces que el azar y las circunstancias me hicieron ingresar al país de la Coca-Cola, nunca tuve mayores problemas, solo la ya para mí repetida incidencia por culpa de lo común de mi nombre. Basta con revisar ese árbol de la sabiduría del Bien y del Mal que es Google para hallar a un jefe de las FARC, a un cantante mexicano, a un cretino que atropelló a no sé quien en no sé qué pueblo de mi país al que nunca he ido, y un buscado narcotraficante que andan persiguiendo los gringos hace años y por el cual, las tres primeras veces que pisé su país, tuve pasar “al cuarto de al lado” donde tras las confirmaciones de mi itinerario, me dejaban salir sin mayores problemas. Ser gordo, finalmente, tiene sus ventajas, al estar fuera del estándar es sencillo ser discriminado en la revisiones de ley (¿que vivan las diferencias?).

Llegué a Boston poco después de la una de la mañana (de Dallas conocí el aeropuerto que solo hace un par de años fue inaugurado y la vista aérea a la hora del aterrizaje y la partida, se me hizo una ciudad inmensa rodeada de piedras y desierto, en los grandes conglomerados de casas –esa masificación de la vivienda costosa llamada “condominio”– vi pequeños puntos celestes en cada patio, así que parece que a los texanos les gusta la piscina o el calor es infame o las dos cosas). Mi imprevisión hotelera (por comprar el pasaje después de hacer las reservas) me tenía una noche en el aire o, mejor dicho, en la calle, así que acudí a la generosa solidaridad de mis ex alumnos. Nicolás y Paco me esperaban en su departamento, muy cerca de la universidad donde estudian y en camino al hotel en el que iba a alojarme cuando amaneciera. Conversar con ellos hasta las cuatro de la mañana fue reconfortante.

Temprano, mientras ellos aún rendían tributo a Morfeo, di un paseo por el barrio, la temperatura andaría en dos o tres grados y mi chalina de alpaca daba una flaca pelea. Entré a un supermercado y compré comida, ya con el cuerpo más acomodado, regresé al departamento poco antes de las once. Los muchachos se fueron a estudiar y yo tomé un taxi. Me registré en el hotel y tomé una ducha caliente, larga y reparadora. A la una de la tarde partía el primer bus hacia el centro de convenciones, lo tomé.

Llegué muy temprano al lugar donde se realizaría la feria, pero no era el único que ese jueves había sido precavido con el horario, ya un centenar de personas (muchas alojadas en el mismo hotel donde se realizaba el evento) daban vueltas por allí. Me vi rodeado de profesores que, como yo, andaban buscando un trabajo, y me asaltaron las dudas, ¿cuántos conseguiremos un empleo es esta una especie de batalla o sálvese-quien-pueda?, ¿cómo es que yo, un peruano varado en México, había terminado allí, en una feria buscando trabajo como profesor en uno de los tantos colegios internacionales que hay alrededor del mundo? Sin duda la filosofía no iba a servir de nada en esos momentos, así que me aferré de la experiencia de Carlota, la primera de nosotros, la primera de las profesoras peruanas en el colegio americano en el que trabajábamos, que se atrevió a hacer el intento y que desde hace tres semestres les enseña, como solo ella sabe, a amar la música a sus alumnos en Kobe. Así que Carlota fue la inspiración final que necesité para armarme de valor e ingresar a ese salón en donde todos, por una vieja costumbre que no logro entender, sonreían.

De una a cinco de la tarde eran las inscripciones y a las seis se efectuaría la reunión en la que los profesores podríamos escuchar los últimos consejos de los organizadores. Saludé a Sally, quien me recibió con mucho cariño mientras agradecía honestamente el “Hi, i am José Luis” tan salvador en estas reuniones donde cientos de personas tienen la ingenua idea de que los organizadores recordarán sus rostros y podrán relacionarlos con sus nombres en medio de un mar de gente buscando trabajo. Después de los cumplidos de rigor, me dio una carpeta y me dijo “sigue las instrucciones”. Había un formulario para llenar en ese instante y otro para entregarlo “al final”, me pasé unos minutos completando los datos, entregué el papel verde donde estaba señalado y me di cuenta de que Sally ya estaba atareada atendiendo a uno más de los cuchucientosmil profesores que íbamos a estar reunidos esa noche.

Miré un poco más allá y me encontré con Philip, mi jefe, y con Carol, la jefa de mi jefe (ambos habían respondido a mis pedidos virtuales y sus evaluaciones, la de él como mi Director y la de ella como Superintendente del colegio, formaban parte de las que se sumaban en mi archivo). Los dos se encontraban, también, llenando formularios (después supe que, con obvias diferencias de contenido, reclutadores y profesores pasamos más o menos por los mismos trámites) y los saludos fueron más que amables. Philip, inglés e irónico hasta el tuétano, hizo uno de esos comentarios mordaces que solo los mordaces comprendemos (en mi caso, solo cuando no me pierdo en su acentuada pronunciación shakesperiana); ambos me dieron sus números de habitación (“por si necesitas una recomendación en vivo”) y siguieron con sus mil papeleos. Me puse a deambular por el lobby del hotel hasta que encontré de nuevo a Sally y, antes de que fuera abordada por alguno de las decenas que miraban con cara de “y ahora qué hago”, le pregunté, “Sally, ya me inscribí, ¿y ahora qué hago?”. Ella sonrió y me dijo “conoce gente” y a conocer gente me fui.

Había dos salones acondicionados para los profesores, en el primero, donde estaban los folders personales en los cuales los reclutadores que así los estimaran nos pondrían mensajes o nos pedirían citas, se hallaba comprensiblemente lleno de profesores que en medio de un silencio sepulcral, revisaban papeles, libros, folletos, miraban y remiraban, escribían y esperaban en una actitud casi penitente. “Acá no”, pensé y de inmediato me pasé al siguiente. Como era de suponer, se hallaba casi vacío. De las ocho mesas disponibles, la mitad estaría con algunas personas en la misma silenciosa actitud, tan enfocados en sus papeles como hace un rato eran de coloquiales en las conversaciones del pasillo; no entendí.

Miré a mi alrededor y vi que en la mesa más próxima a la puerta se hallaba una muchacha sola, escribía unas tarjetas coloridas y, al levantar la mirada, cuando sintió mi presencia, sonrió casi inocente, casi verdadera, sin mostrar todos los dientes como otros que repartían sonrisas odontológicas como quien reparte tarjetas de presentación. Su sonrisa era simple y natural, así que le correspondí el gesto y, claro, me senté. Me puse a observar a los demás que frenéticamente trabajaban; hasta Jessica (que así se llamaba según supe por el cartón plastificado que todos nos colocamos en la solapa) seguía en el proceso de escribir no sé qué cosa en unas tarjetas misteriosas que luego introducía en un sobre cuyos bordes con pegamento lamía graciosamente con un ligero gesto de asco y cerraba mientras su sonrisa se mantenía al nivel de la más deliciosa naturalidad (después me enteraría que eran tarjetas personales, unas para confirmar citas que ya le habían hecho a través de los mensajitos que dejaban en su folder, otras para agradecer “después de cada entrevista”, “¿una tarjeta después de hablar con cada uno de los reclutadores?”, “sí, por cortesía”, “¿de agradecimiento?”, “sí, ¿no trajiste las tuyas?”; la miré desolado y comprendió, “después yo te presto”, me dijo cuando ya hacía rato que conversábamos y su sonrisa se había mantenido en el margen preciso de lo creíble).

Jessica me contó que enseñaba música y que buscaba un colegio donde valoraran su trabajo (“para muchos el arte es solo un entretenimiento o un mal necesario para cumplir con el programa”) y yo le dije que creía que enseñaba castellano (“pero si me contratan para dictar Suajili en Katmandú diría que sí”). Ella se estaba riendo de buena gana con mi declaración cuando en eso el salón fue invadido por un hombre en sus cincuentas que conservaba una detenida juventud en su larga cola de caballo y en una barba entrecana que me recordó a los viejos hippies que hasta el día de hoy atraviesan carreteras en sus inmensas y nostálgicas motocicletas. Y digo “invadido” porque, como yo lo había hecho un rato antes, entró con desenfado, ocupó el espacio con su presencia y renunció a copiar el ceremonioso silencio que allí se imponía. Se sentó en nuestra mesa, saludó y saludamos (luego supe que se habían conocido en la fila de inscripción). ¿De qué hablamos? ¡De qué no hablamos! Era poco antes de las dos de la tarde y teníamos para echar raíces allí por cinco horas más, así que, con el desparpajo de quienes saben quiénes son (o lo sospechan con bastante certeza) nos pusimos a conversar como conversan tres amigos que se reúnen después de un tiempo.

Ella era músico de profesión, su instrumento es el oboe pero, como ya está dicho, trabaja de maestra (“el año pasado hubo solamente una vacante para oboísta en todo el país”) para pagar el crédito universitario con el cual en Lima hubiera podido comprarse un departamento de lujo o estudiar tres carreras en la mejor universidad del país. Renuncio a describirla pero diré, en su beneficio, que su único defecto era un novio que la esperaba en otra ciudad, a cuarenta minutos de Boston y con el cual se casaría (se casará) en abril.

El hippie, efectivamente era hippie o un sobreviviente, estudió física en la universidad y se dedicó diez años al trabajo de investigación hasta que un día su jefe lo mandó, por no sé qué programa de intercambio, a enseñar física a un colegio secundario en Tucson y allí se quedó hasta la jubilación recién entregada que le permite, a sus cincuentaitantos, pensar en irse a buscar trabajo en Asia o el Medio Oriente, “para pasear, conocer y ahorrar un poco”. Se llama Marc, es frugal, directo y cínico, odia la burocracia y tiene el mismo humor negro que Philip, mi jefe. ¿Será por eso que nos llevamos tan bien?

El día siguió imparable pero sin apuro y llegó la hora esperada, fuimos pasando, en una inmensa procesión a un salón muy grande donde cientos de sillas nos esperaban. La primera reunión estaba por comenzar…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Jose Luis,

Yo no hablo espanol con confidencia! Leo tu "blog" y yo nesecito traducir las palabras para comprender. Tu escribes muy bueno y usas muchos palabras que yo no comprenda! :) Hasta luego!

Con abrazos,
Jessica

José Luis Mejía dijo...

Querida Jessica, tu español es mucho mejor de lo que creas, si bien te falta confianza, entiendes bien y no dudo que, con ayuda del diccionario, has podido leer algo del artículo. Gracias por leerme. Un beso y saludos al lucky guy!
JL