domingo, 9 de marzo de 2008

JIS 3

Nuestra primera reunión era “solo de postulantes” (la de “solo reclutadores” había sido antes). Cuando se fue acercando la hora, los que allá estábamos, en los “salones para profesores”, esperando y consumiendo el tiempo mientras distraíamos nuestro nerviosismo, unos –los muchos– sumergidos en sus papeles, revisiones de libros, manuales y páginas de Internet, y otro –los pocos– con bromas, risas y el suficiente cinismo que nos permitiera sobrevivir a la tensión que, como un olor que se cuela imperceptible hasta que se apodera del ambiente, se hallaba allí entre nosotros, recordándonos dónde estábamos y por qué nos encontrábamos allí (finalmente, la verdad era que íbamos a buscar trabajo y, salvo uno que otro excéntrico que busca empleo porque está aburrido de sus millones, todos los demás mortales necesitamos desarrollar ciertas actividades laborales que garanticen esas vulgaridades como pagar la renta, el teléfono, el gas y, claro, las hamburguesas).

Llegada la hora, todos, como movidos con invisibles relojes cuyas alarmas sonaran al unísono en nuestras consciencias (a eso se le llama angustia, en cristiano), nos levantamos y, con una calma más fingida que real, avanzamos hacia los ascensores; allí, unos pasos más adelante, se abrían las puertas de un futuro incierto como todos los futuros (aunque la incertidumbre con trabajo suele ser más llevadera). Era una maravilla lo que allí se veía, todos nos comportábamos civilizadamente, actuando como cualquier profesor que se precie, esperando en la fila con paciencia y avanzado con calma como si realmente nada nos alterara. Entramos. El salón donde se desarrollaría la reunión era el mismo que al día siguiente iba a ser el primer campo de batalla, pero aún faltaba para eso. El ambiente era inmenso, como para una recepción de vestido largo. Habían sido dispuestas varios centenares de sillas plegables y, cuando logramos entrar, estaba lleno de tope a tope. Nos encontrábamos allí todos los profesores que pretendíamos hallar un trabajo ese fin de semana y todos, ¡oh maravilla de la escenificación!, sonreíamos amables, mirábamos con confianza, y nos comportábamos como si en realidad se tratara de una reunión de camaradería del club social o el té de las vecinas del barrio. Solo en este momento pude darme una idea clara de cuántos éramos y de cómo éramos; un grupo variopinto de mujeres y hombres, jóvenes y mayores, experimentados e inexpertos. Sin embargo, los jóvenes –donde supongo que yo ya no me debo contar– formaban el grupo mayor. Muchachos y muchachas que difícilmente llegaban a la treintena y que, en ese momento que consideraban ideal, se disponían a iniciar esta aventura de andar por el mundo dictando clases en lugares tan distintos uno del otro –en kilómetros, en costumbres, en realidades– como Lima y Jakarta, como Budapest y Abu Dabhi. Otros, como yo, estábamos allí porque las circunstancias, ese alrededor inestable como las olas del mar, nos ponían de nuevo a cabalgar, en lomos de la aventura, por las arenas inciertas de los grandes cambios.

Si bien no se dijo nada reveladoramente nuevo en la reunión, por la reacción de muchos de los allí presentes, me di cuenta de lo que para la experiencia de los organizadores es evidente, son pocos los que leen los correos y menos los que siguen las instrucciones (si eso pasa entre maestros, ¡imagínense que pasa con los alumnos!).

La voz cantante la llevó John, el creador de esta organización que ya ha colocado a más de mil quinientos de sus asociados en puestos de profesores, directivos y administradores en decenas de escuelas internacionales alrededor del mundo. Sin duda, debió haber sido un gran profesor, sencillo, jovial y divertido, un viejo zorro que sabía cómo distender la atmósfera cargada de preocupación y ansiedad. Hizo mucho más que repetir las mil indicaciones que ya nos conocíamos de memoria, pasó rápidamente por lo que supuso que ya sabíamos (aunque luego algunas preguntas demostrarían la poca atención que muchos le dieron a los mensajes que nos habían enviado) y luego se dedicó a contarnos una serie de anécdotas sobre la vida de los profesores internacionales, anécdotas que ubicaba en África, en Asia o en Sudamérica, lugares, todos ellos –incluida nuestra América Latina–, tan exóticos, distantes, lejanos, novedosos y llenos de misterio para la gran mayoría de los que allí se hallaban (de los quinientos que éramos no supe más que de diez latinos y, salvo una muy simpática señora nicaragüense y yo, los demás eran más gringos que los rubios que por allí andaban, latinos de origen pero –segunda o tercera generación de cubanos, puertorriqueños o centroamericanos nacidos allá– criados en las costumbres y aún en el idioma de Shakespeare para quienes una hamburguesa es lo habitual y los Andes o el Amazonas les son tan ajenos como el Himalaya o el desierto del Sahara). Las historias tenían un objetivo, graficar lo interesante y lo emocionante que puede ser la vida “en el extranjero” y John las contaba con la maestría de quien tiene años en el oficio, con ese humor tan correcto de los norteamericanos, ese humor casi naif, casi inocente, ese humor que a veces a nosotros, los latinos, nos suena tan extraño.

Todas las historias iban al mismo lugar, al mismo demostrarnos lo interesante de la situación y alentarnos a armarnos de valor para iniciar la jornada del día siguiente. La intención era tranquilizarnos, convencernos de lo emociónante de este juego y hacernos partícipes de la idea de que, sin importar los resultados –consigas trabajo o no– era una experiencia digna de ser vivida. Estuve de acuerdo; “al menos escribiré un artículo”, le dije a Jessica quien, distrayéndose un instante de las mil notas que tomaba en su block, me respondió con esa infinita y natural sonrisa que la redime de cualquier culpa y neurosis. Marc, más pragmático e irónico, dijo que felizmente no tenía que convencerse de nada “en mi caso, el peor escenario es que me retire a la casa de mi hermano en las montañas con mi pensión de jubilado…”, “¿puedo odiarte?”, le dije y él, me dijo un “por supuesto” con un delicioso sarcasmo que solo los discípulos de Diógenes entendemos sin ofendernos.

Luego, una hora después, levantada la sesión principal, los “nuevos”, es decir, los que íbamos a una feria de trabajo por primera vez, permanecimos allí y nos juntamos alrededor de Sally dispuesta a emanciparnos de cualquier duda. Fue una hora más de lugares comunes y preguntas irrelevantes (una vez más, Sally no tuvo la culpa de que muchos no leyeran las mil indicaciones y recomendaciones que ella, tan ordenadamente, nos hizo llegar), sin embargo, se hicieron dos o tres buenas acotaciones en las que Sally profundizó y se nos aclararon ciertas cuestiones sobre cómo manejarse con los entrevistadores y cómo comportarse en medio de una serie de situaciones complicadas o embarazosas que podían surgir, aunque la recomendación final fue obvia: “sé tú, sé natural” y al diablo con Hamlet.

Sally explicaba que la “batalla” comenzaba al día siguiente; una particular lucha en la que muchos profesores están buscando hacerse de una de las pocas vacantes que los colegios ofrecen de su materia. Nunca manejé las estadísticas y sé que oficialmente no las había (porque Sally jamás hizo mención de ellas), sin embargo, supe desde la mañana, por un viejo compañero de trabajo que me encontré allí, que alguna información existía, al menos extraoficial, porque él se hallaba de lo más tranquilo (“hay diez vacantes alrededor del mundo y solo hemos venido tres profesores de teatro”, me dijo muy confiado mientras nos saludábamos). Pero no solo me encontré con Randall y su confiado manejo de las estadísticas (y de las mujeres), también hallé que a la feria asistía Gail (cuya hija, Camilia, fue alumna mía) y Judy (también profesora en el colegio donde todos nosotros trabajamos). Luego Gail me presentó a la bibliotecaria del colegio que me conocía “por tus libros”, quien, junto a su esposo, también se hallaba en la feria buscando un nuevo destino para los próximos dos años (que es el tiempo habitual de los contratos ofrecidos por los colegios, tanto porque muchos de estos profesores prefieren vivir deambulando por el mundo como porque, supongo, es una manera de curarse en salud si el maestro –al que solo conocieron por la feria y del cual solo saben por las referencias de sus ex jefes – no resulta ser tan extraordinario como las cartas de recomendación y las evaluaciones sugerían).

Terminadas las rondas de preguntas y respuestas, Sally dio por concluida la reunión y nos recomendó “descansar para la jornada de mañana”; obedientes, todos abandonamos lentamente el lugar. Serían las ocho de la noche cuando nos despedimos. Jessica partió a la casa del tío que la hospedaba, a cuarenta minutos de distancia, Marc se fue al tradicional hotel en el centro que obtuvo por un mejor precio (“soy frugal”), Gail se dirigió a su habitación, puesto que se alojaba en el mismo hotel del evento y yo, junto a otra docena de profesores, tomamos el bus que graciosa y gratuitamente nos devolvió al edificio que nos alojaba.

El camino de regreso, de unos seis o siete minutos, fue silencioso, todos los que estábamos en el bus andábamos demasiados abstraídos en nuestros pensamientos como para mantener una charla siquiera casual. Al día siguiente, a las siete de la mañana, comenzaría una fraternal y amable batalla –pero batalla al fin– por conseguir una de las vacantes ofrecidas por los colegios que a la feria habían acudido. Todos tenían claras sus preferencias, todos –según había conversado con mis nuevos compañeros de aventura en las horas de espera– habían realizado averiguaciones, habían revisado manuales, brochures, encartes y páginas web y, al parecer, apuntaban a una o dos posibilidades que los seducían, ya fuera por lo exótico del país, por el prestigio de la institución o por el paquete económico que ofrecían.

Yo –reincidamos en las confesiones– solo buscaba un trabajo. Cuando temprano en esa tarde le había dicho a Jessica: “si me contratan para dictar Suajili en Katmandú diría que sí” había sido absolutamente honesto, aunque ella, seducida por la delicia del sarcasmo, había reído de tan buena gana que hasta yo llegué a convencerme de que mi frase desesperada no era sino una broma. En nombre de la esperanza –el don más bello e inútil que se nos ha otorgado– me fui a dormir creyéndole a Eddie, mi viejo amigo, y ese “creétela y verás que conseguís laburo”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola José Luis, leo tus historias con muchas ganas y ya quiero saber en qué colegio conseguiste trabajo...un fuerte abrazo desde Lima
Ursula Diez-Canseco

José Luis Mejía dijo...

Hola Úrsula, mil gracias por la paciencia de seguir mis artículos y mis peripecias en el mundo de las ferias de colegios internacionales. Cuando pasé por esta aventura me dije que sería una buena idea contarla con detalle para que los muchos profesores -muy buenos ellos- que hay en el mundo pudieran darse cuenta de que en este sistema hay un millón de posibilidades. Espero que sigas leyéndome y sigas comunicada conmigo. Cualquier cosa puedes escribirme a mi correo jlmejia@gmail.com.
Un beso desde la lejanía del Distrito Federal.
JL