lunes, 24 de marzo de 2008

JIS 5

A las doce empezó la segunda fase. Al concederte una cita, los reclutadores te daban su número de habitación, transformada en oficina, donde se concretaría la reunión. La media docena de ascensores se hallaba saturada por centenas de profesores que subían y bajaban frenéticamente (hubo los deportistas de escalera, pero solo hablar de ellos me cansa). Resultó interesante ver cómo, en un primer momento, las sonrisas se suspendieron como si nadie supiera bien en qué terminaría todo esto de las entrevistas, luego volverían, impostadas y practicadas hasta el cansancio, como la muestra de que las cosas empezaban a adquirir su exacta dimensión.

Era gracioso ver a los candidatos arreglándose la corbata, ordenándose la falda, acomodándose el cuello, retocando a última hora el maquillaje en una enésima revisión frente al espejo de la polvera, revisando que los zapatos estuvieran bien lustrados, inspeccionando otra vez el peinado en el reflejo metálico de la puerta del ascensor y, en general, concentrando la inteligencia en la tarea de parecer todo lo bueno que sus currículos y cartas de recomendación decían (a estas alturas ya había descubierto que eso de "la imagen es todo", que dice cierta propaganda de gaseosa, resume la filosofía de quienes evolucionaron la publicidad del arte que era a la ciencia que es, y ya no me sorprende –y supongo que a los reclutadores tampoco– leer "hojas de vida" que confunden el extracto académico-laboral con una obra de ficción; ¿será por eso que muchos mostraban una excesiva preocupación por el atuendo o es que me estaba volviendo paranoico?).

Mi primera cita fue pactada para las doce y media, así que no tuve que correr. Contaba con tiempo suficiente para observar cómo los demás apuraban el paso mientras yo avanzaba lentamente hacia mi destino. Llegué al piso correspondiente, toqué la puerta y me recibió un señor en su cincuentena, amable y cordial, era el representante de un colegio en un país del Medio Oriente.

Todo parecía empezar bien, pero la situación pronto se tornó desalentadora.

El reclutador, que leyó mis papeles frente a mí (supongo que no le dio tiempo de hacerlo antes), me preguntó: "¿tienes título de profesor?", con lo que me di cuenta que no había revisado mis datos con la calma necesaria. Le expliqué lo que estaba prístinamente esclarecido en mi currículum, que no tengo título de profesor pero que hace veinte años que dicto clases, que soy Bachiller en Derecho, que estudié una Maestría y un Doctorado en Literatura, que, además, estudié un curso de titulación en pedagogía y que, como estaba señalado en mis documentos, no había hechos esas benditas tesis por lo cual tenía muchos certificados de estudio pero solo un título.

En esos momentos pensé en mi padre y en toda la razón de sus razones "si quieres sé matador de moscas, pero con título", él, un hombre cuyos conocimientos rara vez he hallado en otras personas, un hombre curioso que jamás dejó de estudiar y que siempre estuvo aprendiendo algo y en cuyo cerebro almacenaba más sabiduría que la de casi todos los demás seres humanos que he conocido, nunca obtuvo un título, nunca se hizo del cartón ése que dijera "sí, él sabe lo que certificamos acá" y vio cómo muchos, con menos luces, con menos conocimientos, con menos capacidades, obtuvieron ventajas por el mero hecho de tener el bendito cartón. "Un título no es garantía de nada", me repetía, "pero en el mundo escolarizado de hoy es indispensable". Creo que tanto me atormentó con aquello de "ten un título" que jamás lo obtuve –claro, tengo el Bachillerato en Derecho para el cual te exigían haber aprobado todos los cursos de la carrera, pero podría tener cuatro más–. Tendría que preguntárselo a mi psiquiatra –cuando contrate uno– pero supongo que esa insistencia paternal hizo nacer en mí una especie de aversión por las tesis; cada estudio que he emprendido lo he terminado, no obstante, hacer las tesis me genera cierta urticaria paralizante e inmanejable y, a pesar de que he enseñado "Metodología de investigación" en la universidad y a pesar de que he sido asesor de varias monografías –todas aprobadas– en el Bachillerato Internacional, nunca he querido (o podido) embarcarme en una. El día que den títulos por escribir libros, me apunto con un par…

Estaba pensando en mi padre y sus ignorados consejos cuando nuevamente la pregunta del entrevistador laceró mis castos oídos: "¿tienes título de profesor o algo similar?". Renuncié a repetir lo que ya le había explicado, renuncié a mostrarle de nuevo las copias de mis certificados que prueban más de once años de estudios universitarios, y dije lacónicamente: "no". Él lo lamento mucho, se deshizo en elogios "por tu excelente resumen y tus magnifica referencias", pero me dijo que en el país donde estaba el colegio que él presidía era indispensable el título de profesor para que se me otorgara la visa, que "un gusto" y "buenas tardes".

Debo confesar que su honestidad fue algo así como un golpe directo al pecho, pero como no sé perder la compostura y la función debe continuar, le sonreí, le dije que apenas sacara mi título le avisaría y caminé hacia la salida tan entero como entré. Él me acompañó amable y en la puerta se despidió de mí al mismo tiempo que le daba una cordial bienvenida al otro candidato que esperaba en el corredor. Lo saludó con la misma sonrisa, la misma simpatía, el mismo gesto seguramente mil veces repetido en otras tantas ferias y entrevistas. Yo me fui.

Ya en el ascensor, el peso de los catorce pisos del edificio me cayó encima. Una noche sin luna y con el cielo encapotado no podría ser más negra. La desolación –esa bestia hambrienta de nuestras derrotas– mostró sus dientes.

No perdí el aplomo, porque, como es sabido, no es dable perderlo en medio de la batalla y Benedetti tiene razón cuando dice "está prohibido llorar sobre los libros / porque no queda bien que la tinta se corra". Sin embargo, me pregunté, como casi siempre me pregunto, si todo esto valía la pena, si el esfuerzo se justificaba, si todo lo apostado en esta jugada tenía un sentido, si mejor no fuera dar media vuelta, hacer maletas, regresar por donde vine y terminar refugiado en la casa de mis padres.

Ah, las preguntas; ¿desde cuándo me las hago, desde cuándo sé que no tienen respuesta o que la respuesta no es única –que es lo mismo–? No lo sé, pero lo que sí tengo claro es que no hay nada más adecuado para un millón de preguntas abstractas que unas cuantas respuestas concretas. Los hechos suelen marcar nuestro rumbo y las divagaciones intelectuales no dejan de ser un hermoso ejercicio que nos sirve para que el cerebro no se oxide y para que nos alejemos de la terrible posibilidad de convertirnos en autómatas –tema fascinante, sobre todo ahora con tanto joven que vive en el autismo, voluntario y perpetuo, entre la computadora, el celular, el ipod y la televisión–. Así que las preguntas cumplieron su cometido, trajeron reflexiones y las reflexiones obligaron respuestas. Respuesta simples, sencillas, pedestres, pero indispensables en ese momento.

Lúcido ya, entendí que mis padres murieron en junio y en octubre de dos años distintos hace ya demasiado tiempo, que la casa miraflorina que era de ellos, y donde pasé mi última juventud, nos la compró mi hermana, que en Lima mi puesto de profesor había sido ocupado por otra persona hace dos años, que en México no tengo un empleo fijo y que el trabajo por horas es muy cómodo pero muy poco rentable en una ciudad tan cara como el Distrito Federal, que ya estoy viejo para desalentarme y demasiado a destiempo para pedir auxilio; entendí mis circunstancias y entendí a Ortega y Gasset (a quien jamás leí a profundidad pero cuya frase, absolutamente descontextualizada, siempre me ha perseguido), entendí sobre todo a Cortés, a Hernán Cortés, el conquistador de los Aztecas, quien a sus treinta y cuatro años decidió jugárselo todo y quemó sus naves para que no hubiera opción de volver atrás, para que la tentación del regreso se topara con la imposibilidad real de una vuelta sin sentido, para que la cobardía –si llegaba– no hallara puente, sendero ni camino y tuviera que hacerse "valor y hacia adelante", así como cuando el hombre descubre que nunca más puede ser niño. De esa manera, pensando en Cortés, se detuvo el ascensor y me encontré en el primer piso donde las caras forzadamente sonrientes de cien mil profesores me hicieron entender que el juego aún no había terminado y que quedaba aún mucho destino.

Caminé hasta nuestro "cuartel general". Jessica, Mark y yo nos habíamos apoderado de "nuestra" mesa y allí prometimos juntarnos después de cada entrevista. Además, al grupo se habían unido Gail –mi antigua compañera de trabajo en Lima– y Maki –una simpática japonesa que vivía en México y que, como yo, buscaba trabajo de profesora de español, aunque ella tuviera como prioridad enseñarles a niños de seis años, algo bastante remoto entre mis expectativas–.

Les conté a todos lo sucedido. Me escucharon con la solidaria atención de estas amistades nacidas en medio de una situación forzada y estresante donde, de alguna manera, todos nos jugábamos el futuro inmediato.

Jessica, serena y hermosa, dijo: "que no tengas título de profesor no es determinante, es solo un poco más complicado" y Marc, cínico y leal, afirmó que yo no iba a tener problema en obtener un trabajo, "¿cuántos hablan tanto como tú y se manejan con esa seguridad y esa autoestima?", "sólo tú, Marc", respondí, "exacto", retrucó el gringo, "pero yo enseño Física y no Literatura, así que no soy competencia para ti". Todos nos reímos de buena gana. Mi ánimo cambió por completo y me fui, como quien va decidido al combate (con la decisión de quien sabe que todas sus viejas naves arden en la orilla) a mi siguiente reunión.

Eran las dos de la tarde, y el colegio quedaba en China.

2 comentarios:

George dijo...

eso de las entrevista es un trauma...
solo un dato, cuando el señor cincuentosn pregunta por segunda vez por el titulo, lo oidos ya no pueden ser castos.
por lo demas, le gustó el final.

José Luis Mejía dijo...

Muy buena acotación, George, mil gracias por el comentario. Lo corregiré, creo que me gusta "mis nunca castos oídos". Saludos y espero que sigas acompañándome en la aventura laboral, que aún no termina.